Cuento
Los días de la neblina azul
Leonardo Gutiérrez Berdejo
Desde entonces, después de escuchar durante muchos días las palabras de su maestra, Jacinto sintió que no era el mismo. Advirtió con brutal crudeza que su cabeza era todo un caos. Sólo con el paso de los días y muy lentamente, sus ideas se han ido ordenando, aunque no como él quisiera. Se da cuenta de que el interés que antes tenía por muchas cosas ahora toma un rumbo insospechado y repentino. Con inusitada brusquedad, tira al cesto de la basura la colección de canicas de diferentes colores y tamaños; obsequia el aro que ha rodado casi a diario por las únicas doce o trece calles rectilíneas del pueblo en el que vive, y vuelve trizas la cauchera, la misma con la que tantas veces asustaba a las aves por su mala puntería. En abierta rebeldía, deja de ir a la iglesia. Esconde en cualquier lugar el librito de oraciones, las estampas y las medallitas con las imágenes de santos que el padre Javier, el cura del pueblo, viene regalándole en los últimos seis o siete años, desde cuando apenas era un niño. Ya no practica, como antes lo hacía, el fútbol, su deporte favorito. De respuestas rápidas y oportunas, perspicaz y de mente abierta a cualquier idea nueva, hoy se le ve más a menudo por la escuálida biblioteca municipal, que más parece un depósito de chécheres viejos. Aun así, se siente bien entre los escasos libros del lugar. Próximo a cumplir los quince años, espigado, de piel trigueña y cabellos negros y ensortijados, rebela una vivacidad contagiosa. Desecha varios proyectos infantiles, pasa menos tiempo con los amigos y se le nota más ocupado, elaborando aforismos, acrónimos, crucigramas y metáforas. A ratos se le ve más agitado, y juguetes de tiempos pasados terminan en otras manos o en el cesto de la basura. Rescata de un malogrado estante un viejo cuaderno en el que se encuentran varios versos que de niño había escrito. Los relee uno por uno, como si quisiera cincelarlos en su mente juvenil. Elimina de su computador el archivo de juegos y comienza a elaborar, por encargo, dedicatorias y cartas de amor para las novias y las amigas de sus compañeros. Hay días en los que una insolente sonrisa lo acompaña y, cargado de ilusiones, ostenta un activismo fuera de lo común. Cualquier día, su agudeza y su curiosidad lo llevan a preguntar por Nazim Hikmet y Neruda. Eso incomoda a su madre, que no sabe qué responder pero, sobre todo, sobresalta al padre Javier, a quien ella recurre para indagar por estos extraños nombres que ella en su vida jamás ha escuchado. Por él se entera de que Neruda era un poeta chileno comunista, y de Nazim Hikmet le dice que no sabe nada, aunque sospecha que debe ser otro poeta comunista, igual que Neruda.
–Esto me preocupa, padre –dice ella–, y de inmediato pregunta: –¿Qué se puede hacer?
–No es para alarmarse tanto, son cosas de la edad –comenta Rogelio, un amigo de la mujer y quien también se encuentra allí participando de la improvisada conversación en plena calle. –Se presenta justo con el paso de la puerilidad a la hombría –agrega éste con aire despreocupado. –Ese momento no es fácil. Ella no lo cree así. De lo más recóndito de su pensamiento o quizá de su ser, brota un hilo de desconfianza, y aferrándose a su instinto maternal prefiere creer que todavía es un niño y mira al padre Javier, dándole a entender su incredulidad por lo que afirma Rogelio.
–Es cierto, todo el mundo ha pasado por esa etapa. Pero el problema no es ese… sostengo que el problema es otro: son las ideas comunistas que le ha inculcado la nueva maestra de Ecología y Medio Ambiente en la escuela –replica el padre Javier, y se retira sacudiendo con sus manos un poco de polvo impregnado en la vieja sotana que lleva puesta, y dejando sola a la mujer, hablando con Rogelio. Éste, sonriendo un poco, también se retira después con el recuerdo de cuando era joven. También recuerda que había leído poemas de Neruda, algunos de los cuales le motivaron a participar en las jornadas de protesta contra la dictadura militar que se instauró en ese país al sur del continente. Extrae de esos viejos recuerdos “guerrero solitario, ángel de todas/ las latitudes, apareces/ tal vez en las sombrías cavidades/ de la mina,…”* ¡Oh, no!, Jacinto, tú no te hundirás en las oscuras cavidades de La Mina, no lo permitas, no dejes que… ¡no!… sé que eres un guerrero…, pero ¿alcanzarás a ser lo que este pueblo, en su silencio cómplice, clama?…, el intentarlo te costará caro. Mientras Rogelio se aleja con sus recuerdos, ella, por su parte, dirige sus pasos hacia la casa, como si en sus esqueléticos hombros cargara pesados bultos de pensamientos agobiantes.
En ciertos días, deambula risueño, de un lado a otro y sin rumbo fijo, y otras veces pasa las manos por sus cabellos, siempre alborotados al viento. La neblina azul de siempre, que mantiene a la gente en un estado de delirante y mágico sortilegio, se esconde a su vista. Jacinto parece escapar a ese hechizo. La magia que él cree ver en las palabras lo mantiene en un estado de ensueño. Y, entonces, la idea de la vida, de las cosas de la naturaleza y de la libertad, le domina todo el tiempo y lo mantiene absorto y envuelto en un torbellino de insólitas ocurrencias con las que parece desafiar el espacio, mirando cada noche hacia las estrellas… hacia el infinito. Confiado en lo que hace, se sorprende un poco de sí mismo cuando con determinación y voz firme dice un no, entintado de rabia, a la invitación de consumir alcohol y drogas. Oye decir a sus espaldas: “Tiene temple el muchacho”. Él nada dice y se aleja. Abandona algunas actividades… –de niños –dice él. Le dedica más tiempo a sus clases de violín, pues encuentra en la música una respuesta a sus inquietudes sobre la libertad.
– ¿Conciencia liberadora? No, no sé qué es eso –le confiesa a secas su madre, un día en que él se lo pregunta–, pero no creo que te sirva de mucho para vivir en este pueblo, y mucho menos me servirá a mí para aliviar mis días y mis largas noches de penuria y mi eterna carga de pobreza agrandada a cada instante. –Aquí en este pueblo –prosigue la madre–, la gente se ocupa en cosas prácticas, de esas que dan para vivir el día a día, pero no se ocupa en estar indagando por la vida y mucho menos por eso que me acabas de preguntar.
–Son cosas diferentes, son cosas del espíritu, de los sentimientos… de la vida interior de uno –dice Jacinto.
–Aquí la gente crece y estudia para emplearse en La Mina –le asegura ella.
La voz de su maestra parece acompañarlo adonde quiera que vaya. Con su ayuda, Jacinto crea el Grupo de Estudios Filosóficos y Literarios Roca Firme, Luna Viva. Es la primera vez que un grupo así de estudios literarios se crea en el pueblo y esto causa algún revuelo entre las gentes. Allí comienzan a estudiarse y discutirse temas y autores diversos. –Sin dogmas ni normas –se repite Jacinto a sí mismo, cada día, con sereno optimismo. También allí, en Roca Firme, Luna Viva, se incuba la sospecha de que la reforma de la educación y la enseñanza que pretende el alcalde está dirigida a preparar trabajadores para La Mina, a infundir una disciplina de esclavos y también a aceptar, sin chistar, el destino impuesto desde el más allá, predicado por el cura Javier.
– ¡Sólo pasividad y resignación!… ¡todo a favor de La Mina, del alcalde y del cura! –dice Jacinto en voz alta. Entonces su madre le dice que calle pero él sigue.
–Nunca más en la escuela se hablará de amor ni de la vida, y mucho menos del valor de la misma ni de la conciencia liberadora si se hace la reforma educativa del alcalde. Madre, por favor, respóndeme: ¿Quién platicará sobre la poesía, de las metáforas y de su sentido? –le pregunta a su madre.
–No sé de lo que me hablas, pero ¿quién puede vivir de la poesía? –le responde ella.
–No se trata de dinero únicamente…
–Entonces, ¿de qué se trata? Aquí en este pueblo la gente vive de trabajar en La Mima.
–Madre, se trata de la vida, de lo sublime, del amor, de la libertad, de… la lucha por la vida y por defender lo que nos pertenece. ¡Tú no querrás que yo me ahogue en La Mina!, ¿verdad?
–El alcalde dice que los poetas terminan locos, borrachos o presos por revoltosos.
– ¿Qué sabe el alcalde de poesía?
–No sé, pero es el alcalde.
–Él sabrá de lo que saben todos los alcaldes de todos los pueblos de este país: enriquecerse con los dineros de las regalías que paga La Mina y llevar a prisión a quienes se le oponen. Lo que el alcalde debe hacer es ir buscando un lugar donde pueda disfrutar del dinero que le han pagado por entregar La Mina… mientras pueda.
–¡Cállate, muchacho, cuidado alguien te escucha!
–Sí, ya sé que es peligroso, tiene ojos y oídos por todas partes, y es amigo del gobernador, muchos lo dicen aquí.
–Recuerda que es él quien recomienda a las personas que desean trabajar en La Mina, y tú estás a punto de terminar tus estudios y ya casi debes empezar a trabajar.
–¡Seré poeta, madre! Ese será mi trabajo. Quiero, con mi poesía, narrar lo que es este pueblo y lo que le pertenece; quiero expresar con metáforas cada color, cada emoción, cada sentimiento, para cambiar la historia de este pueblo, para que nunca más sea simplemente un pueblo perdido entre las montañas de este país.
–Por favor, Jacinto, dime qué vas a cambiar.
–Madre: las palabras están ahí frente a ti y frente a todos, flotando en el aire; basta con agarrarlas y ordenarlas para crear metáforas; las metáforas dicen todo, hablan por sí solas. Si las ordenas bien, ellas serán un canto y te harán ver las cosas como son, y, además, todos las entenderán. Si, por el contrario, no las ordenas bien, ellas te causarán problemas. ¡Yo voy a ordenarlas bien para que me entiendan!
–Nunca tendrás nada. Aquí las personas trabajan en La Mina para comprarse sus cosas.
–¿Cuáles cosas, madre, a qué cosas te refieres? La Mina no es más que polvo, sudor, lágrimas, fatiga y dolor para quienes trabajan en ella. Algún día se acabará toda la riqueza que extraen, los que hoy la explotan volverán a su país, y nosotros nos quedaremos con los huecos y nuestra eterna miseria.
–Algún día tú tendrás que comprarte la comida que te alimenta, la ropa que te viste y… no sé, aquello que necesites para vivir.
–Luego… ¿qué tanto se necesita para vivir? Yo no me compraré nada…
–Ya ves… ¿Así viven los poetas, sin nada?
–Julio Flórez tenía una finca, era ganadero y viajó mucho.
–¿Te refieres al poeta que está enterrado por allá en un pueblo muy lejos de acá? ¿Cómo se llama el pueblo?
–…Usiacurí, y él es el mismo que escribió “Mis flores negras”, la canción que tú cantas en algunas mañanas cuando amaneces contenta o triste, no sé, y el poema “La araña”, esa que te he escuchado declamar tantas veces muy despacito, eso sí, cuando estás contenta.
–¿Eso lo escribió él?
–Sí, eso lo escribió él y escribió muchos otros poemas.
–No creo que haya vivido de la poesía. Viviría del ganado o de la finca que tenía, como me lo acabas de decir. Tú tienes que hacer lo mismo, tienes que vivir de algo… como, por ejemplo, de trabajar en La Mina. El alcalde me dijo el otro día que Neruda terminó preso y que murió en la cárcel.
–¡Madre! ¡Neruda era un poeta que le cantó a la libertad, le cantó al amor, a las estrellas, a la noche, a la lucha de los obreros… en fin… le cantó a la vida!… y no “se murió”, como dice al alcalde… lo…
—Pero terminó preso… ¿por qué terminó preso?
—No terminó preso, como afirma el ignorante ese del alcalde. Murió en su lucha por la libertad, y contra la dictadura militar de Pinochet, allá en Chile, y no quiero continuar esta conversación. Creo que es inútil discutir contigo.
–¿En Chile?… entonces, ¿eso fue en Chile?
–Sí. Pero eso también está sucediendo aquí en este pueblo. La Mina se lleva todas nuestras riquezas y extirpa, destruye lo que no se puede llevar: el alma, los sentimientos, los colores de la naturaleza, el aire… y… también la vista. ¿Sabes una cosa, madre? La neblina azul de todos los días, y que todos creen ver, no existe…
La madre, sumida entre la desesperanza y la veneración por Jacinto, no responde. Parece que ya nada tiene que decir y piensa en su suerte y en el camino que le ha tocado recorrer. Con la frente surcada, siente que su destino cifrado en la esperanza de ver a Jacinto trabajar en La Mina, para redimir su pobreza, fue un sueño; que toda esa esperanza acumulada por años no hizo más que alimentar un funesto destino; que el esfuerzo de la servidumbre realizado por muchos años, y que le dobló sin piedad su espalda y le molió sus manos, de nada valió; que las humillaciones recibidas durante toda una vida, esperando a que Jacinto creciera y comenzara a trabajar como minero, fueron auroras truncadas que ya, para ella, carecen de sentido. Todo parece diluirse o esfumarse en el aire sofocante de las cuatro paredes de su habitación, y mira con amargura y rabia de madre los cuatro enseres viejos de su destartalada casa, y cae rendida sobre uno de los dos asientos que allí hay. –He deseado muchas veces apartar de mí la imagen de La Mina para olvidarme por siempre de ella, pero es imposible. Al comienzo pensé que era ella nuestra redención para escapar de esta pobreza, y es ahora cuando comprendo que ha sido una maldición. Mira con ojos desesperados a Jacinto, pero le sonríe. Él cavila. Está próximo a terminar sus estudios y dejar la escuela. Nadie disertará sobre la libertad ni de luchar por la vida –piensa él para sus adentros. ¡No, ya no será para mí esa escuela que se viene con la reforma del alcalde! No será lo mío lo que se viene. Mi mundo está y estará en la vida… en el valor de la vida. Mi mundo estará con Nazim Hikmet. De inmediato lo recuerda: Estemos donde estemos/ hemos de vivir/ como si nunca hubiésemos de morir.
Ha pasado ya algún tiempo y Jacinto termina sus estudios. Camina por el frente de la alcaldía. Mira con arriesgado desdén la extensa fila de jóvenes esperando hablar con el alcalde. La neblina azul los tiene ensimismados, y con su mirada fija y cargada de esfuerzo en el aviso que a todos se les presenta con letras borrosas pero, aun así, son legibles. Él se detiene un poco para leer lo que dice el anuncio colgado en una de las paredes del edificio de la alcaldía. Ve con sobrada claridad las letras grandes y negras que resaltan del tablero y las lee en voz baja, casi imperceptible:
La Mina necesita obreros fuertes, competentes y con buena vista. Los interesados deben hablar primero con el alcalde. Gracias |
Sigue su camino en medio de la tarde cubierta por un sol que se resiste a morir. Piensa de nuevo en Hikmet y Neruda. También en la fila de aspirantes a mineros con sus ojos atrapados en la alucinante neblina azul. Él escapa de ese maldito hechizo. Algunos aseguran que lo vieron murmurando algo. Pero nadie sabe con seguridad qué. Tal vez, él dijo: “Seré poeta”, señaló alguien, pero no está convencido.
* Pablo Neruda, Ángel, oh, Camarada, Antología poética, Edición de Rafael Alberti, Compañía Editora Espasa Calpe Argentina S.A., Buenos Aires, 1993, p. 215.