Grost, el alcalde


Grost, el alcalde

Leonardo Gutiérrez Berdejo

El mismo día en que la maestra de Ecología y Medio Ambiente llegaba a El Poblado, el alcalde Grost recibía un sobre cerrado con el sello de confidencial. Provenía de la Comisión de Asuntos Ambientales con el informe del impacto de las explotaciones mineras en el medio ambiente y la salud de los habitantes del lugar. El informe era esperado por todos con sobradas expectativa aunque con pocas esperanzas. Con manos temblorosas, Grost rasgó la parte superior del sobre y extrajo del interior las tres páginas con el dictamen, y comenzó a leerlo con atención. Pasó por alto las dos primeras páginas y se detuvo en la última. Luego de una primera lectura, Grost cerró los ojos por un instante y, al abrirlos, leyó de nuevo la parte final, para cerciorarse bien del contenido: “No existe la neblina azul que todos creen ver. Por tanto, se recomienda adelantar con la mayor urgencia los exámenes médicos y oftalmológicos del caso a todos los habitantes de El Poblado, y proceder a las acciones clínico-sanitarias y ambientales necesarios, a fin de evitar mayores y graves consecuencias en la salud de la comunidad. Se presume la existencia de edema de la córnea y otras enfermedades causadas por la contaminación ambiental que La Mina produce en sus exploraciones”.Al terminar, Grost se asegura de que nadie más está allí con él. Es evidente su preocupación, y su pequeña boca deja escapar un rictus de rabia o quizá de desprecio. Toma una caja de cerillas para quemar el informe pero se contiene. Guarda de nuevo las páginas en el sobre, que dobla por la mitad y mete en la parte baja de una de las gavetas hasta lograr disimularlo entre algunos papeles que hay allí, de tal modo que queda bien oculto. Finalmente, cierra con llave la gaveta y se olvida del asunto. Más adelante, la memoria que de esta imagen hará, lo lanzará al piso ennegrecido de una escuela y al interior de una ambulancia.

Tiempo después y unos días antes de hacer pública una reforma educativa, el alcalde Grost viene haciendo, tres veces al día, mañana, tarde y noche, gargarismos con agua de azúcar para afinar su voz. En las mañanas, luego de los enjuagues, con el dedo medio se aplica miel de abeja en la faringe y con los labios enchupados pronuncia algunas notas musicales. Canturrea la letra de alguna canción de moda y se mira desnudo en el largo y ancho espejo que tiene en su habitación. Presume un poco de su trasero. Quince minutos más tarde, luego de las gárgaras, se ducha. Su obsesión es estar en forma y poder enfrentar la andanada de preguntas que se le vendrán de los profesores cuando exponga la pretendida reforma. La ha recibido del gobernador con la instrucción precisa de darla a conocer a todos los habitantes de El Poblado. Lee el documento y, como no lo entiende bien, le pide a uno de los funcionarios que se lo lea en voz alta. Mientras éste cumple la orden, Grost se limita a confirmar con movimientos verticales de la cabeza que lo ha escuchado o comprendido bien. Nunca el gobernador le pidió su opinión. Su papel está limitado a exponerlo ante el público, tal como llegó a sus manos y en la fecha ya acordada. Según las indicaciones recibidas, todas las personas de El Poblado tendrían que estar avisadas del acontecimiento, de suerte que se da por segura una buena asistencia. De ponerse en marcha esta reforma, estará dirigida a preparar estudiantes competitivos con el fin de elevar la productividad de La Mina, así como a evitar en lo posible las continuas protestas que realizan los obreros, unas veces, para que se cumplan las normas de seguridad que garanticen la supervivencia en los trabajos de las exploraciones; otras, por los bajos salarios y, no pocas, por aquello de la defensa del medio ambiente y la licencia ambiental que la empresa no tiene y que además nunca ha conseguido.

Varios funcionarios extranjeros de La Mina, como llaman regularmente a la empresa extractora, y tres delegados del gobernador estarán presentes durante la presentación de la reforma para constatar que se adelante de acuerdo con lo previsto. Ha sido claro el interés del gobernador para que la reforma se ejecute lo más pronto posible. Para el alcalde Grost, esta sería una única oportunidad para lucirse y demostrar ante sus delegados y los funcionarios extranjeros de La Mina una presunta capacidad administrativa que nadie sabe dónde ni cómo él adquirió.El gobernador impartió las instrucciones del caso y habría ordenado lo necesario para que la lectura de la reforma deje a todos satisfechos y en especial a los de La Mina: de ahí su interés en la presentación del proyecto.

Enclavado como está entre las altas montañas que lo rodean, con más de nueve mil habitantes, El Poblado parece jugar a esconderse entre el espeso bosque de las laderas y el profundo verde del extenso valle que forma el caudaloso río que lo atraviesa luego de bajar vertiginoso de las altas montañas. Es la vía que lleva al mar. Allí, a doscientos kilómetros de la capital y a cuatrocientos del principal puerto marítimo, opera La Mina. Es una organización con experiencia en todo tipo de exploraciones mineras, pero de manera especial de carbón, níquel, cobre, oro, plata, platino y diamantes. Durante los últimos días, los habitantes del El Poblado han visto desfilar por las calles a varios personajes foráneos. Se escucha decir entre ellos que “son funcionarios de La Mina, agentes secretos del gobernador o integrantes del clandestino Frente Unido por la Reconstrucción del País (FURPA), un grupo que apareció para sofocar cualquier protesta, asegurar la paz y mantener en orden la actividad exploratoria en la zona”. Esta vez, el gobernador está seguro de que la gente del sindicato de profesores no protestará por la reforma. Tiene fuertes razones para creer que nada ni nadie podrán entorpecer o sabotear la presentación de la enmienda educativa que expondrá el alcalde Grost. Lo sabe bien. Él tiene razones de peso para creerlo.

 

Después de cavilarlo mucho, Jacinto, un joven de escasos quince años y estudiante de la Gran Escuela de la Transformación, decide asistir a la reunión para escuchar la nueva propuesta educativa que el alcalde Grost expondrá. A la salida de su casa se encuentra con Porfirio, a quien saluda efusivo. Porfirio, antiguo trabajador de La Mina, viene sudoroso y ennegrecido del trabajo y se dirige hacia la suya. Jacinto recuerda cómo su maestra de Ecología y Medio Ambiente le ha explicado la lucha de los trabajadores de La Mina por la seguridad y la defensa ambiental. Desafiante, gira hacia el camino que conduce a La Mina, acotado por ambos lados con recias pircas. Nada dice. Con signos de admiración y respeto, dirige de nuevo su mirada expresiva hacia Porfirio. Le impresiona su apariencia y da signos de admirar su lucha. Él está por los treinta y cinco años y lleva más de veinte trabajando de minero. Luce un gorro de visera roja. Su tez amarillenta y cuarteada lo hace parecer con más años de lo que en realidad tiene. Más adelante, cuando Porfirio se convierta en un asiduo asistente del Centro Literario Roca Firme, Luna Viva, surgirá entre ellos un lazo de amistad que sólo terminará, tiempo después, con la muerte temprana de Porfirio, causada, según sus compañeros de trabajo, por las inhalaciones continuas del gas isocianato de metilo en el interior de La Mina. Este gas, según sus compañeros de trabajo, le llegaría a provocar quemaduras químicas en los pulmones. De acuerdo al médico de la empresa, la muerte fue por un descuido del trabajador al ignorar las medidas de seguridad. Hoy, muchos años después, aún no se ha determinado la verdadera causa de esta muerte, como tampoco se explica la de los continuos y dolorosos abortos espontáneos en la población ni la de los numerosos nacimientos de niños con malformaciones. Un misterio total parece cubrir estos casos. Todos en El Poblado esperan el demorado informe de una comisión. Por lo pronto, recurren con mayor frecuencia a la única iglesia existente a implorar misericordia, y también adonde el curandero. “No se sabe”, dicen.

Jacinto llega al sitio de la reunión unos minutos antes que el alcalde Grost. Cuando éste se acerca, lo hace con paso lento de animal pesado. Llega al recinto como si marchara al ritmo de alguna imaginaria marcha. Aunque su vestimenta es limpia, sus modales son torpes y salta a la vista que carece de refinamientos. Desde muy pequeño, su madre le habría dicho muchas veces que “ese caminadito, amanerado y medio raro, no le gustaba” pero, a pesar del empeño, nada pudo hacer para corregírselo. Llega hoy dispuesto a exponer el tan anunciado cambio en la educación que ha preparado el gobernador. Jacinto quiere estar alejado de esa sudorosa y maloliente masa de ciento cincuenta kilos de grasa, y mucho más de los globitos de saliva que brotan de su boca cuando habla y los esparce hacia todos los lados, al son –así parece– de sincronizados movimientos bucales. Se acomoda en la última fila. “Globitos pestilentes que no llegarán a mí”, piensa Jacinto.

El salón, con el piso ennegrecido por falta de limpieza, apenas deja distinguir las baldosas negras y blancas de muchos años. De su antiguo color ya casi nada queda. Apiñadas unas contra otras, se encuentran cerca de doscientas personas, en medio de un espeso y asfixiante calor y la densa nube de polvo negruzco que se esparce en el ambiente. Cuchichean sin que llegue a entendérseles algo. Allí, en el salón, todos observan fascinados lo que la escasa luz del sol de la neblina azul de todos los días deja ver. Cansada, la irrisoria luz entra por la única ventana abierta y hace apenas visible una asfixiante nube de polvo que se esparce por el aire. Sólo Jacinto y su maestra de Ecología y Medio Ambiente se muestran desapercibidos. Aparte de la nube de polvo que también los ahoga, a los dos no les llega la imagen de la neblina azul. Nada parece distraerlos, excepto las grotescas imágenes de las fotografías colgadas en la pared. La única abertura del salón deja ver en el patio, con alguna dificultad, dos ciruelos resecos, un trupillo, y algunas materas desocupadas, amarradas o clavadas a una vetusta pared. El intenso verano de los últimos días muestra sus garras sofocantes. En la pared del frente del salón, justo al lado izquierdo, está una imagen holográfica, iluminada con una luz deficiente y pálida, que refleja de manera asimétrica y fantasmal la figura del difunto abuelo del alcalde Grost, quien aclara que su abuelo tuvo una inteligencia fuera de lo común, hasta el punto de que también él, sin saber leer ni escribir llegó a ser alcalde. No explica que para entonces eso podía suceder, ya que bastaban sólo unas pocas cosas para que eso sucediera.  Ninguna importante. En el costado derecho de la pared donde está el cuadro del abuelo y en las otras hay varias fotografías de tamaño colosal del alcalde Grost. En todas ellas se muestra con cara de nene y con una sonrisa que parece escupida de su voluminoso vientre. Estas fotografías dominan todo el escenario. En el centro de la pared del frente del salón está dispuesto un lienzo blanco en el que se proyectarán las diapositivas de la reforma. Recostados sobre la pared, en la parte de atrás del salón, están varios policías, algunos con las piernas cruzadas de tal modo que la suela de los zapatos chocan contra la pared. A un lado del alcalde hay también tres policías con las manos en los bolsillos. Se ve que están armados y se muestran entre cansados y fastidiados. Los abanos suspendidos del techo no funcionan. El calor es intenso.

–Esta presentación del proyecto no será diferente de otras que ha hecho… ¡pura m…! –susurra Jacinto al compañero de al lado. No termina la frase. Le viene a la memoria que en sus frecuentes presentaciones en público, detrás de esa sonrisa entre ventral y afeminada, Grost ha mostrado una incapacidad para establecer conexiones lógicas en sus planteamientos, y casi a diario afirma que oye la voz de su abuelo animándolo a apoyar la reforma educativa del gobernador. Las reacciones emotivas y frías, y en ocasiones inapropiadas que lo acompañan, dejan traslucir un talante ambicioso, heredado de los Grost, y las permanentes alteraciones de los movimientos impulsivos e incongruentes de sus manos y sus hombros dejan traslucir una especie de catatonia.

Con sus ojos saltones y la voz aflautada, muy propia de los hombres codiciosos, el alcalde Grost inicia su exposición. Así lee una a una las coloridas y redundantes diapositivas en power point proyectadas desde su computador. Jacinto alcanza débilmente a escucharle “…será una reforma para ajustarnos a los nuevos tiempos, de cara a los cambios ocurridos, que nos llevarán al progreso y nuevos estadios de la civilización”. Poco a poco, Jacinto percibe que su pensamiento se escapa hacia la próxima sesión de Roca Firme, Luna Viva, a la que asiste todos los sábados… “Primero el Emilio de Rousseau y luego Veinte poemas de amor y una canción desesperada y Canto general, de Neruda, y más adelante Nazin Hikmet, y luego… ¡Oh! la larga mancha negruzca que se extiende a todo lo largo del camino que conduce a La Mina y cubre también los árboles que están a su alrededor y se entremezclan con el dolor y la muerte, ¿qué será?… ¡Cuánta resequedad en los ríos, cuánta tristeza en los árboles, cuánto silencio en el bosque! ¿Dónde está la vida que antes fue? ¿Dónde, los arroyos que surcaban estos campos? El dolor y el llanto se han enseñoreado sobre la tierra y ésta se ha llenado de maleza… La noche cubre con su manto negro las heridas de la tierra, y tu piel se ha desgastado con el horror de los azadones y las máquinas gigantes que hieren sin piedad tus entrañas para extraer la savia que te da la fortaleza. ¡Ah, camino aquel por donde otrora andaban quienes cantaban prosas y canciones que animaban el alma!… ¿Dónde están las ceibas, los cedros, las bongas, los robles y los guácimos en los que revoloteaban y aleteaban canarios, sinsontes, loros y azulejos? ¡Metáforas de vida, de lucha, de amor, pósense en la frente de todos, liberen sus conciencias, y que broten mil versos y cantos de amor, de vida y de libertad!…”. Una persistente tos seca, revolcada en la nube de polvillo negruzco lo vuelve al recinto. Es de Grost. Jacinto y la maestra, que parecen conocer sus oscuras pretensiones, lo miran con repulsión. El resto de quienes allí se encuentran, por la espesa neblina azul que lo envuelve todo, lo divisa con dificultad. Le oye decir ahora que “el estudio de la ciencia se mirará bajo la óptica del interés práctico de la producción minera…”. Jacinto se muestra vacilante y soñoliento con sus inquietas ideas que lo sacan del salón, y su pensamiento se pierde de nuevo en el vacío. La tos seca y revolcada de polvillo ataca esta vez a todos los presente. Un coro de toses se apodera del recinto. Las náuseas atacan a Jacinto, quien al término de la exposición de Grost se da cuenta de cómo éste, con la mirada fija y retadora en la maestra de Ecología y Medio Ambiente, le increpa que no hay evidencia de que exista la huella ecológica de la que viene hablando un tal Porfirio, un trabajador revoltoso de La Mina. Sin dejar de mirarla, amenaza con despedir a todos los maestros que se dediquen en clase a hablar del tema o apelen a la enseñanza de saberes ajenos al interés manifiesto de La Mina. La gente del gobernador y de La Mina muestra su satisfacción y sonríe.

–La reforma educativa viene con todo –afirma categórico el alcalde Grost.

Alguien le pregunta si La Mina tiene licencia ambiental. La pregunta no le gusta al alcalde pero éste responde que ese permiso no es necesario cuando se usa la más avanzada tecnología, y La Mina emplea lo más avanzado en técnicas de explotación. Desde cuando se inició la exploración –responde él–, nada extraño ha sucedido.

–¿Qué explicación tiene sobre las numerosas muertes de mineros y de los abortos en los últimos meses?, anota alguien de las primeras filas.

–Esa pregunta nada tiene que ver con el tema de la reforma educativa que he expuesto con claridad y que se va a implementar –contesta Grost.

–Creemos que sí –responde el otro–. Tenemos derecho a saber de qué mueren los mineros y el porqué de los abortos y las malformaciones que se presentan aquí para poder implementar en los programas educativos las enseñanzas y las medidas que conduzcan a conservar un ambiente limpio para una vida sana. Lo dice la ONU –agrega.

–Sobre estas muertes –responde Grost–, las investigaciones siguen su curso…

–¿A cuánto ascienden los impuestos que paga La Mina? –pregunta un profesor.

–Los impuestos que paga La Mina se han invertido de manera transparente en los contratos que se firmaron para la renovación de la escuela, en el estudio de los diseños del acueducto que se va a construir, en la pavimentación de las calles y en el pago de los salarios de los maestros. Todo claro y transparente como el agua –responde Grost.

–¿Qué hay de la nube tóxica? –pregunta otro de los asistentes–. Los gases venenosos…

—Nada de eso es cierto –le interrumpe Grost–. Las investigaciones realizadas nada han demostrado todavía. No ha llegado el informe de la Comisión Internacional.

–¿Y de la neblina azul, qué puede decirnos? –pregunta la maestra de Ecología y Medio ambiente.

…pasan eternos minutos y el alcalde Grost no responde.

–¿Qué puede decirnos de la neblina azul? –pregunta de nuevo la maestra.

Varias personas, entre ellas la madre del alcalde Grost de caderas anchas y tetas angulosas y revoltosas, voltean ágiles y sorprendidas para ver a la osada que hace la pregunta. Un silencio cómplice, lleno de miradas agitadas, se apodera del ambiente. Pasan algunos minutos y Grost no responde; no da señales de haber escuchado la pregunta sobre la neblina azul y mira hacia todos los lados. Olfatea el aire en el afán de una respuesta. No la encuentra. Escudriña su conciencia y se percata de que la vergüenza jamás ha habitado en ella. Su piel se cubre de un sudor maloliente; sus arrebatos prepotentes lo han abandonado. Siente en su cuerpo el aguijón de las miradas. Trata de sonreír, pero una mueca de mal gusto o un rictus nervioso aparece en su boca. Respira seguido, una y otra vez. La gaveta y el informe de la Comisión Ambiental le vienen a su mente. También la imagen del gobernador se le aparece y una corriente efímera de valentía lo invade. Quiere arremeter contra su opositora, pero su voz aflautada y quebrada lo delata y fracasa en su intento. Un sentimiento de soledad le acomete. El sol ha recogido los últimos rayos. Se percata de las miradas amenazantes que vienen de los delegados extranjeros de La Mina y de los hombres del gobernador. Siente punzadas en su estómago, mueve sus manos, palidece, y el sudor lo cubre. Sabe bien lo que el gobernador y la gente de La Mina esperan de él. Y la ambición le reclama su parte. Mira de nuevo al auditorio con ojos apabullados de miedo, pero la mirada suya choca con la serena y penetrante de la maestra. Se siente débil. Sospecha que su miedo y su codicia le desnudan su alma, que ponen al descubierto lo más despreciable de su ser. Carece del sentido de la moral. El aire del salón está viciado con el sudor y la transpiración hedionda de Grost. Luego, un sudor frío… y los ciento cincuenta kilos de carne y grasa se desploman El ruido ensordecedor de una ambulancia apaga todas las voces e impone un silencio desafiante, con olor a muerte. Varios disparos se escuchan a lo lejos. Son los hombres del gobernador y del FURPA. Con el ruido de los disparos y de la sirena, los perros de El Poblado multiplican con rabia sus ladridos. Es de noche y la fascinación de la neblina azul ha cesado. La escasa luz de los postes del alumbrado público solo deja ver calles desiertas pero en una de ellas coinciden la ambulancia que transporta el cuerpo del alcalde Grost y varios policías conduciendo a la maestra de Ecología y Medio Ambiente hacia la única Comisaría. Será judicializada, se le escucha decir a uno de ellos.