Volver a New York. Un viaje en tren desde Guilford, Ct.


Volver a New York. Un viaje en tren desde Guilford, Ct.

Leonardo Gutierrez Berdejo

Una semana después de las protestas en contra del calentamiento global en varias ciudades del mundo, incluyendo algunas de los Estados Unidos y, mientras este mismo país prepara una guerra sin cuartel contra el Estado Islámico, Apple rompe un récord en ventas con su IPhone 6, y al mismo tiempo, en Ucrania es destrozada una estatua de W. I. Lenin, yo me acerco por tercera vez por vía férrea a New York. Hago el viaje en compañía de mi esposa desde la tranquila Guilford en Connecticut. Las tres visitas que he realizado a New York en los últimos años, las he hecho por tren desde aquélla pequeña ciudad.

Inicio el viaje en el tren del Estado de Connecticut a las 9.15 con un cumplimiento estricto en el horario y con la exigencia del boleto o el pago del mismo. Luego, nos dirigimos a Brandfort, primera estación del trayecto, y siete minutos más tarde, estacionamos en New Haven, estación esta en la que realizamos el transbordo al tren que nos lleva, ahora sí, a New York. Este tren es más cómodo que el anterior. Poco a poco se va llenando con nuevos pasajeros en cada una de las estaciones en las que se detiene, pasajeros que no son pocos, teniendo en cuenta que el viaje dura dos horas y media. Con exactitud, son dos horas y veintinueve minutos según la hoja informativa.

Con la misma exactitud horaria y el rigor los controladores, (me refiero a las personas, funcionarios del tren que piden los tiquetes a los pasajeros) de las dos primeras estaciones, continúan las otras: la de West Haven, Milford, Stratford, Bridgeport, Fairfield, etc. hasta llegar a la estación de Stanford, última estación del tren antes de llegar a la que considero la entrada a New York, la de Harlem 153 St. por este lado. Constato que no cabe utilizar la palabra ‘aproximadamente’, muy común en el medio colombiano, de manera especial y con mucha frecuencia empleada en Bogotá. Del resto de nuestro país, es mejor ni hablar. Aquí en los Estados Unidos, la realidad, es otra. Divago un poco sobre la conveniencia o no de esta estricta disciplina horaria para el desarrollo de los pueblos, o para la salud, o quizás mejor, para pasarla bien en esta vida. Para alguien como yo que me he pasado toda la vida ufanándome de cumplir con los horarios que otros me han impuesto o con los que me he comprometido, pronto me doy cuenta que esta reflexión no me sirve para nada en el momento. Simplemente quiero pasarla bien, sin pensar mucho en las rigideces horarias de aquí ni en los incumplimientos cotidianos del medio de mi país. Percibo en el aire el aroma de que todo no marcha bien en este país o, al menos, de que algo no anda bien. Las protestas en contra del calentamiento global acuden nuevamente a mi memoria.

Aquí, la gente viaja en silencio, cosa que a lo largo de mi estadía ya no me extraña; algunos leen, otros duermen y los más jóvenes van chateando o jugando en su celular. Confieso, abiertamente, que no sé qué es lo que hacen con el celular permanentemente en sus manos estos jóvenes que mueven el dedo pulgar, ya más flaco y más largo que los otros dedos de la mano, a una sorprendente velocidad que me parece algo fuera de lo común. Igual sucede también con la cantidad de personas que observo con el uso de este aparato. Trato de imitarlos en silencio en mi silla pero no puedo. Puedo afirmar sin temor a equivocarme que cada vez son más los adictos en el mundo al uso de este aparato que a fin de cuentas ha revolucionado las comunicaciones, de una vez por todas.

En estos momentos, en esta parte de Estados Unidos, parecen ser los orientales los que marcan el ritmo de los usuarios consumidores. Ellos, me refiero a los orientales, siempre viajan en grupo. Es muy raro encontrarse un oriental andando o viajando solo, sin nadie a su lado, normalmente viajan en grupo de tres, cuatro o más. Esto es lo corriente y lo observaré más tarde en el metro de New York, cuando me dirija a Queens. Es muy difícil precisar de donde son; se parecen mucho entre sí, sean de donde sean, al menos eso creí al momento de iniciar este viaje. Una vez que me he propuesto fijarme en ellos con más atención y más detenimiento, caigo en la cuenta del error en que he caído. Este mismo ejercicio lo hice en Barcelona, España, y me funciono muy bien con los afganos y los paquistaníes: están por todas partes y todos se parecen entre sí, a primera vista. Lo mismo me ha sucedido con las mujeres orientales: en un momento, me parecían todas iguales de simplonas, flacas y sin gracia alguna, hasta el punto de que pudieran llamar la atención de algún occidental o la mía. ¡Cuán equivocado estaba!: no todas se parecen, son diferentes en su físico y cada una de ellas hace alarde ─con mucho más modestia y prudencia que las colombianas─ de su gracia y de sus atributos. Hoy, he puesto punto final a esta equivocada concepción y estoy sorprendido de la belleza de algunas de esas mujeres orientales y, además, es muy común verlas lucir con especial donaire y mucha gracia femenina la minifalda y los shorts o pantaloncitos cortos o ‘calientes’, como los llaman en la costa atlántica, cosa que ya muy poco se ve en nuestro país. Esto me recuerda a la “vieja Barranquilla”. Cada una lleva también en sus manos el celular con el que van chateando o jugando, no sé. Es el momento de la era digital, all digital, tal como lo fue el vinilo y el LP/EP en los años setenta, los casetes en los 70, y los 80, los CD en los 90. Pienso en la posibilidad de ver a nuestras mujeres usar de nuevo estas prendas en el Transmilenio de Bogotá, cada una jugando o chateando con el celular en sus manos, pero rechazo la idea con la misma prontitud con que me ha llegado. Ni pensarlo.

Empiezo a preguntarme de si esa masa incalculable de jóvenes orientales aquí en Estados Unidos, inyectan fuertes dosis de algún “reconstituyente consumista oriental”, algo así como un nuevo Ginkgo biloba para evitar la decadencia de la principal meca del capitalismo. Tengo la impresión de que cada dólar que entra a Estados Unidos proveniente de oriente, pareciera estar apuntillado con un nuevo residente amarillo aquí, eso sí, con el celular en la mano. Rechazo la idea de que esa pueda llegar a ser la condición y prefiero pasar por alto esta inquietud y me inclino por el punto de vista de Naomi Klein cuando habla de la esclavitud del consumidor por las grandes supermarcas. Me concentro en la llegada del tren a la Gran Central Station y la presencia de militares en este icono de la ciudad me recuerda la absurda amenaza terrorista de los yidahistas del Estado Islámico. Por un momento me siento seguro.

New York es una ciudad atractiva, muy a pesar de sus congestionadas calles y de su acelerada vida. Manhattan conserva ese aire que le ha impuesto Wall Street y las grandes corporaciones que tienen asiento aquí, especialmente en la Quinta Avenida; la multitud de personas provenientes de todo el mundo, especialmente orientales, le ponen ese aire cosmopolita y congestionado que alimentan un consumo desaforado de todo. El celular en manos de las personas le pone el sello de esta época. Las firmas y marcas más famosas de toda la gama productiva del mundo tienen asiento aquí. Es la cara, en apariencia amable, de quienes detentan el verdadero poder del capitalismo, con el que, fácilmente, uno se puede mezclar puede mezclar, simplemente comprando o admirando algo.

Es sábado, el calor es intenso, la multitud de personas es intensa y por lo tanto, solo alcanzamos a recorrer algunas calles mucho antes de lo que supusimos; desistimos de continuar caminando y de ir a la nueva construcción en donde hace algunos años se elevaban imponentes las Torres Gemelas; preferimos tomar el metro para salir de Manhattan y dirigirnos al barrio Queens, un lugar plagado de latinos. Los grupos de jóvenes de orientales que suben y aumentan en cada estación, desaparecen con la misma facilidad en cada una ellas. Sigo pensando en la canadiense Naomi Klein y creo que tiene razón. Llegamos a Queens cerca de las tres de la tarde. Aquí se observa un poco de la informalidad y del desaseo propios del latino, pareciera, ¡oh destino nuestro!, que nos hace falta (¿qué?). El almuerzo en el restaurante “La Pollera Colora” de unos paisas, escuchando música tropical y boleros de los años setenta, incluyendo a Julio Jaramillo, Tito Cortés y Aníbal Velásquez, nos hace sentir mejor, en un ambiente propio de nuestra tierra. Al salir decidimos caminar un poco por el comercio desordenando e informal, muy diferente al orden y a la pulcritud que se respira en Manhattan.

Nos sentamos a descansar un poco en una banca; escucho al lado nuestro en perfecto español, conversar a un matrimonio sobre el destino incierto y desgraciado de los trabajadores extranjeros aquí en Estados Unidos. Quedo un poco sorprendido por lo expresado en la conversación y me esfuerzo por escuchar mejor lo que dice el hombre a quien creo yo que es su esposo: “En este país te exprimen lo más que pueden y luego, cuando ya no tienen nada que exprimirte, te abandonan o te expulsan como a cualquier cosa”. Ella lo mira como asintiendo lo que él dice. Yo también lo miro a los ojos, y él, sin apartar su vista, me da a entender que entiende mi punto de vista, pero yo prefiero callar y viene a mi mente la cultura del desastre de la que habla Naomi Klein cuando habla de los dos más grandes problemas que enfrenta la humanidad por culpa del capitalismo: las guerras y el calentamiento global por el incremento del uso del carbón y de las emisiones del dióxido de carbono que alcanzaron un nivel máximo histórico en el 2013. A lo que ella afirma, yo le agregaría la ausencia de un empleo decente y la moderna esclavitud a los celulares por cuenta de las grandes corporaciones que dominan la economía, la política y las comunicaciones. Son cerca de las seis de la tarde, y mientras camino hacia el hotel, pienso también en el problema de los inmigrantes, el ébola, el Medio Oriente y la paz en Colombia. En la habitación asignada, pienso en el título del libro que alguien leía en el metro: “Black Science”, y en el próximo regreso a la apacible y verde Guilford.

New York, septiembre 28 de 2014.