Alucinación


Cuento

Alucinación

Leonardo Gutiérrez Berdejo

Desde lo alto, el niño suelta una vez más la pelota y celebra a carcajadas las cabriolas ondulantes. La esfera se desliza cuesta abajo y amenaza con golpear los techos de los elevados edificios. La niña, sumisa a los deseos de su hermano, corre por el frío pavimento detrás de la esquiva saltarina. Viste un trajecito de inocente rojo. El viento frio del bosque arremete contra el cartón y el cinc de la choza.  Se incrusta desafiante en la helada falda de la montaña.

El roto de un cartón taponando uno de los costados de la choza ha diseñado a su antojo un hueco semejante a una ventana arisca y da paso a una mirada. Es de la madre. De sus labios quebrados por el frío deja brotar una sonrisa al juego de los niños en la calle. Su ingenuidad no advierte la complicidad de la calle con el peligro andante. Desliza su vista hacia los agresivos edificios tratando de emparejarse con el cerro, rosar las nubes y alejarse del grosero tugurio vecinal. Su memoria reproduce con lánguida nostalgia la quietud ida del bosque selvático y la infaltable sonoridad allende de los silencios mañaneros. Da paso a las repetidas historias de las heroicas luchas sostenidas contra el salvaje invasor.

La imagen seductora de la ciudad prometiendo futuros, se desliza, mentirosa e infame, subyuga los sentidos, aprisiona pensamientos.  La frágil memoria, esquiva cualquier desmedida prevención.

Los sueños retan los recuerdos y el cantar del bosque.

Todo se troca: La risa del niño es eco, lejano y triste, del canto sonoro de aves.

La urgencia de un exigente “hoy” oculta las heroicas historias de unos ayeres sumidos en la frondosidad de mitos y leyendas.

La geografía del campo húmedo se convierte en la milimétrica arquitectura de la ciudad.

Los ríos, en pavimentos rasgados por el raudo crujir de los motores; el aire, smog; los árboles semejan torres aceradas hiriendo el viento.

Las hojas de los árboles se transforman en vidrios multicolores iluminando ventanas.

Ojos afilados como el grafito de los lápices trazadores de líneas arquitectónicas, acechan, escrutan. La maldad ronda al lado de un abultado deseo. El inocente rojo del trajecito de la niña se ha perdido en la complicidad de la calle.  Manos lujuriosas, untadas de caducos modales, se mueven lujuriosas;

El mástil fálico se yergue en los pliegues del deseo, la tortura y el dolor.

Señales untadas de perversa seducción atrapan la mirada inocente;

La ventana de cartón envejecido se ha cerrado.

Las carcajadas festivas de las cabriolas de la esfera saltarina se pierden en la distancia.

Ahora, es el colectivo del horror diseñando lujurias, trazando alineadas obscenidades, acallando gemidos lastimeros; se desmadejan las acaloradas pasiones.

Los meticulosos trazados de las líneas del placer se placen en trances lujuriosos.

Las cabriolas de la perversidad reemplazan los juguetones saltos de la esfera en su correría cuesta abajo; sorbos lascivos se mezclan entre la lujuria enloquecida del colectivo ensadizado.

La incauta virginidad sufre el rito del martirio en el lujoso pedestal de una hermandad sodomizada;

El triángulo de la lujuria desenfrenada muestra su fatídico poder a la infausta y lánguida vagina;

Clama el dolor de la impotencia y del rojo rasgado por manos sodomizadas;

Cada herida acrecienta el deseo grupal. Sade se agiganta.

El rojo del dolor se confunde con el rojo ultrajado del trajecito.  La infamia grupal se torna en un colectivo lujurioso de tortura y llanto, de placer y lágrimas. La hermandad se trenza en una danza de primavera sedienta de sangre virgen; l

los juglares entonan cantos pervertidos en la tristeza;

La sangre derramada rellena vasos lujuriosos y enjuaga lágrimas cargadas de espanto. Alucinan los dioses del placer y del dolor en medio del desorden de los trazados exigentes de la ciudad.

Unas manos separan las piernas inermes y ultrajadas de una niña. Hilos de sangre las surcan por doquier.

El trío horrendo enseñorea su mirada, lasciva y penetrante, frente a la hendidura sangrante. Los latidos de la inocencia se apagan, pero el misterioso cauce de la vida sigue oculto. Los incautos gemidos brotados en la elevada soledad de la arquitectura y en el altar del dolor infligido se apagan; las sendas de la esperanza se apagan; la fragancia de la inocencia se pierdes en las luces de la infamia.

El día ha sido largo. La embriaguez alucinante se adormece, pero la hermandad guerrera del placer y el dolor, de la tortura y el miedo, enlazan nuevos embates. Están vivos.

A lo lejos, muy lejos, al sur del oeste, donde las elevadas montañas observan desdeñosas al bosque aprisionado, las orquídeas del silencio invaden los montes. El rio altanero sigue su curso y apaga los gritos de clemencia brotados más allá en la profundidad de la selva. Las hierbas del campo se humedecen con el lamento del bosque. Voces de horror y miedo apagan los llantos de los manantiales. Los pequeños lloran.