Relatos


1. Presagios

La noche en que Granciano reemplazó a su padre Benancio en la tarea de escribir en el último de los cuadernos del Codex-Benítez, no pudo conciliar el sueño un minuto más. Esa noche, igual que en las anteriores, había tenido la misma pesadilla: tres figuras terroríficas, dos vestidas de negro y una de rojo, enmascaradas, con espadas y tridente en las manos, venían en su contra amenazándolo de muerte. Desde lo más oscuro de los cimientos del elevado edificio del edificio que parecía ser el de la Cumbre, emergían como fantasmas y caminaban agresivos hacia él. Vociferaban maldiciones, escupían blasfemias. Era medianoche y el primer canto de los gallos ya se había dado.

Pudo también, y a lo mejor, haber augurado, tanto el robó del péndulo ojo de tigre, como el asesinato en El Cairo de Tarik El Sayed Kun, el clarividente egipcio que le enseñó interpretar los mensajes del péndulo, el estallido del avión en pleno vuelo y la bomba que destruyó un edificio, ocurridos cerca y en la capital del país y, tal vez, el robo que harían al almacén de tela del rabino Elías David Musa, recién llegado a Gambote, y hasta la propia muerte por sobredosis de su amigo Mike Carter las hubiera también augurado.

Las pesadillas, las acrobáticas convulsiones, el constante trajinar del ojo derecho y los acuciantes zumbidos en el oído izquierdo y otros achaques que lo martirizaban sin descanso eran la clara señal, el aviso oportuno de que algo, en algún instante, pasó, estaba pasando o iba pasar en Gambote o en otro lugar del país o del mundo.

Para quien, como Granciano Benítez, no ha hecho otra cosa más en su vida, que augurar, vaticinar y predecir estos hechos y muchísimos otros más que ocurrirían en Gambote, hubieron podido ser avizorados en los más mínimos detalles y con antelación. La causa de esto bien pudiera ser porque los instrumentos que Granciano empleaba a diario para la adivinación y la clarividencia estuviesen dañados o también podría haber sucedido que, por un descuido o por las pesadillas de las que sufría, no los ensayaba, como debía hacerlo a diario, antes de usarlos o por cualquier otra causa.

Pero Granciano es un hombre de cuidados, sabía cuidar lo suyo. Así que el péndulo ojo de tigre, las cartas de Zander, la baraja española, la bola de cristal, el dominó astrológico, el maletín del profesor Abraham Van Helsing, arma eficaz para adivinar ataques de vampiros, el canto del gallo anunciando los mensajes alectománticos y hasta la misma ventana corrediza, abierta en el techo del Salón de clarividencia, para consultar al firmamento y el Codex- Benítez, los cuadernos, fuente suprema del saber en la que los Benítez han plasmado lo que ha de saberse sobre Gambote y sobre todo lo existente e imaginable, además de la adivinación, estaban funcionando perfectamente. Nada anunciaba, pues, que pudiera existir algo real o sobrenatural que interfiriera la interpretación de los mensajes, a menos que existiera otra razón desconocida sin identificar.

Pareciera, como sí las señales o mensajes que enviaban los objetos de clarividencia, las cubriera una espesa humareda que impedía interpretarlos. Así pasaba también con el conocimiento que extraía del propio Codex-Benítez, los cuadernos empleados para hacer sus predicciones: se mostraba borroso y nublado. A lo mejor, quizá, el dios de la violencia y de la corrupción, como afirmaban muchos, se hubiera establecido en Gambote e impedía que cualquier mensaje emanado de los objetos pudiesen ser escuchados, vistos u olfateados.

Pero Granciano no creía que ese tal dios, por más poderes sobrenaturales que tuviera, había llegado a Gambote y hasta la propia puerta de El Castillo, su casa. ¿Un dios visitando su casa? Se negaba creerlo.

Por una razón u otra, Granciano no se percataba o no quería creer que Gambote había cambiado. Lo sabría años después del asesinato de Rosendo, la noche en la que su propio padre Benancio fuera brutalmente atacado por unos delincuentes que querían obligarlo a que les vendiera El Castillo, la casa en la que él y sus padres y todas las anteriores generaciones de los Benítez habían vivido, desde que Ramabén Benítez, el primer Benítez que pisó este lugar, la construyó.

Hasta pocos segundos antes que su padre Benancio fuera brutalmente acuchillado, Granciano Benítez todavía se negaba a aceptar que ese dios violento y corrupto, del que se hablaba, se había tomado Gambote. No imaginaba que el pueblo en el que había nacido y crecido fuera otro.

Esa noche, cerca de las nueve, con la ayuda de su madre, Fidencia Concepción, después de levantar a su padre Benancio que yacía tendido, malherido, en el piso, al frente de su casa, El Castillo, y curarle las heridas que le produjeron unos desconocidos, Granciano, pensativo e incrédulo, se retiró a descansar. Hubiera deseado, como después se lo dijera a la policía, perseguir a los violentos que habían ultimado a su padre, pero una borrasca huracanada que llegó de repente y amenazaba con tumbar todo lo que encontrara a su paso, se lo impidió.

Sumergido como estaba en la lectura del Codex-Benítez, y en las prácticas de la clarividencia, que no le querían funcionar, Granciano vivía convencido de que más allá de las cuatro paredes en las que permanecía absorto, todo seguía igual a como lo había conocido. A los ojos de cualquiera, parecía que a Granciano le interesara poco lo que pasara fuera de su estrecho mundo, pero, en realidad, no era así.

De que la violencia había llegado hasta las propias puertas de Gambote, Granciano lo ignoraba o no quería creerlo. Tal vez, pudo haberse convencido el día en que Rosendo Brochero, padre de la maestra Rosario Brochero, fuera asesinado por el coronel Rito Santoro, hombre de confianza del Encomendador, suprema autoridad en el extenso territorio donde se encuentra Gambote, pero en ese entonces lejos estaba de aceptarlo.

La muerte de Rosendo ocurrió en pleno velorio de Porfirio Valle, el héroe minero que evitó que este pueblo desapareciera por cuenta de una crecida gigantesca del Río Grande, el límite de Gambote por el costado oriental, y tres días antes que una bala perdida acabara con la vida de Porfirio, el líder minero amigo de Rosario Brochero, que organizó la marcha para pedir que los beneficios de la mina fueran para todos y no para un grupo no más.

Para que Granciano, por fin, se convenciera de que las cosas en Gambote ya no eran iguales a como él las había conocido tiempo atrás, pasaría un tiempo más. Sucedió, cuando su madre Fidencia Concepción fuera también mortalmente herida por un delincuente que penetró en el Salón de Clarividencia en El Castillo para robarse el péndulo ojo de tigre, que Ramabén Benítez, a su vez, había robado y traído de Egipto. Para entonces, la realidad de la violencia que ya había pisado sus talones, y era tan real como que él, Granciano Benítez, clarividente de nacimiento y de profesión, era hijo de Fidencia Concepción y de Benancio Benítez.

Un tiempo largo más tendría que pasar, todavía, para descubrir que lo sucedido al padre de Rosario Brochero, al líder minero Porfirio, a su padre Benancio y a Fidencia Concepción, su madre, eran parte de un siniestro plan preparado por el propio Encomendador, la Sombra, el alcalde Pasmenio y por Ismael Almagro, el hombre clave del poderoso Midas Soro. Llegaría a descubrir que estos actos, en apariencia aislados, iban mucho más allá de ser unos simples hechos de inseguridad o de la violencia que se vivía en Gambote, como lo afirmaba el alcalde Pasmenio.

Lo que ocurría, rebasaba la detestable historia de que Pasmenio Andrés Del Corral, sólo por el simple deseo de poseerla, consiguiera de manera fraudulenta y sospechosa, la propiedad de la mina que en vida perteneciera a Rosendo Brochero o de la aparente actitud inocente y caprichosa del propio Pasmenio de pretender El Castillo, la casa en la que sus padres, sus abuelos, sus tatarabuelos y todos los otros antecesores de los Benítez y él mismo, por siempre, han vivido.

Esa nefasta noche, que por nada del mundo ha podido olvidar, después de lo sucedido a su padre y de tirarse sobre la cama a descansar, se tendió boca arriba y, por un instante, pensó en lo ocurrido. Se preguntó sobre quién o quiénes pudieran haberlo lastimado de esa manera brutal y por qué. La última campanada, de once que dio el reloj, apenas la escuchó. Escasos tres minutos habían transcurrido, cuando percibió la cercanía de las tres figuras que continuamente durante el sueño vienen a acosarlo.

Dos de las tres figuras vienen adelante vestidas con túnicas negras. El horror del odio y de la maldad se reflejan en las máscaras que usan. Blanden largas y afiladas espadas en actitud amenazante. La tercera figura viene detrás de las otras dos, y trae encasquetada una túnica roja. Con una máscara diabólica en su cara, tiene en una de sus manos un tridente con el que amenaza ensartar el pecho de Granciano. Las tres figuras vociferan, maldicen, lanzan imprecaciones vulgares y arengas satánicas; el olor nauseabundo del odio llega hasta él. Se encuentra indefenso y acorralado contra la pared. Suda, como si estuviera encerrado en un sauna; tiembla, y el espasmo del pavor que le corre por la sangre, lo mantiene paralizado. Está frío como un témpano de hielo, respira horror, exhala pánico.

Mira, lleno de espanto, a los dos hombres que vienen adelante con espadas en mano, lanzarse contra sus piernas con la intención de cortárselas, en tanto ve al espectro de rojo lanzar el tridente directamente a su pecho. Lanza un grito de dolor que se escucha en todo El Castillo y se despierta empapado en sudor. Permanece sentado un instante en el borde de la cama, mientras Fidencia Concepción, su madre, que ha escuchado los gritos de espanto, le trae un vaso de agua. Trata de calmarlo y de conversar con él, pero está aterrorizado y con la lengua paralizada. El sueño se ha ido.

Liberado del temor, se levanta y se dirige a la biblioteca. Saca un voluminoso cuaderno, toma un bolígrafo y escribe: “Las pesadillas de los tres malditos espectros han vuelto de nuevo, no me dejan dormir. Cual inexorable cita, apenas me sumerjo en el sueño, de inmediato aparecen los tres con diabólicas maneras… Cada noche siento que los tres me acorralan y cada vez más, el frío de las cimeras afiladas de sus espadas destroza mi piel, me cercenan las piernas, en tanto que la rústica y pesada lanza tridente desgarra mi corazón. Estoy desesperado. Mi alcoba y toda la casa son una caja de horror, tiene el olor de la sangre impregnada…Lo más seguro es que sea un presagio. He de protegerme y proteger a mi madre Fidencia y a Benancio, mi padre. Nada parece ser igual después de lo sucedido a mi padre Benancio… Desde el tenebroso e indescifrable mundo de las pesadillas, la envidia y el horror, las amenazas y el odio, han empezado a acechar la vida de El Castillo, mi casa, mi hogar de siempre, que nada de especial tiene…salvo la historia, además del tamaño y la ubicación… frente al mar…”.

Suspende la escritura y, por un instante, recuerda a su antepasado Ramabén Benítez, el primer y el más antiguo de los Benítez que llegó a estas tierras, ciento ochenta y un años antes de que lo hiciera el almirante Cristóbal Colón. “Aquí, en este lugar, se estableció y pudo preservar de la mejor manera los cuadernos y el péndulo ojo de tigre que trajo consigo, además de otros objetos que pudo rescatar cuando huyó de Egipto. Razones de sobra tuvo para levantar este caserón, edificado con la ayuda de Pascual, el jefe indígena, y de su pequeña tribu con quienes se encontró en este lugar, y hacer dentro de la inmensa mole, este reservado lugar en el que ahora me encuentro, sólo para resguardar, en lo más recóndito de los pasadizos de esta colosal y laberíntica estructura, lo mejor que pudiera el Codex-Benítez, el cuaderno en el que está plasmada la historia de los Benítez. Mientras se construía la colosal obra, Ramabén practicaba la lecanomancia con las piedras y dejaba atónitos a los indígenas que estuvieron cerca considerarlo un dios, de no ser porque él los convenció de lo contrario”.

Cuando Granciano termina de leer y releer las quince páginas que ha escrito en un voluminoso cuaderno, lo cierra y lo regresa al estante al lado de otros idénticos. Con delicadeza, examina otros, y selecciona uno más. Lo abre en la parte en la que está una pequeña concha rectangular de carey que hace de separador y lee unas siete u ocho páginas más. Al terminar la lectura, lo regresa al mismo lugar en el que estaba, al lado del anterior.

Son más de ciento cuarenta y tres cuadernos los que allí se encuentran. Algunos tienen hasta dos mil páginas. La mayor parte de ellos, están plegados, cosidos y encuadernados a mano y otros están guardados en estuches hechos en cuero bellamente repujado con el escudo de armas de los Benítez. También se encuentran rollos y pergaminos antiguos. Todo este conjunto de cuadernos, rollos, pergaminos, es el Codex en el que los Benítez han consignado durante siglos el testimonio fiel de su historia, logros destacados y los avances culturales y científicos alcanzados en siglos de trabajos.

Allí, en el Codex-Benítez, se encuentran relatos de mitos y leyendas, inventos y descubrimientos de fórmulas químicas y de medicamentos. Se reseñan costumbres, prácticas y recetarios de cocina. La similitud y el estricto orden que guardan los cuadernos en los estantes es asombrosa, pero los tamaños y los colores varían. Su nombre completo es el Codex-Benítez.

Un olor rancio, penetrante, invade el recinto y un ligero polvillo se adhiere a su mano al manipular los cuadernos. “Suficiente por hoy”, dice Granciano con voz apagada. Se muestra cansado, pero satisfecho. Muestra una sonrisa maliciosa. Mientras se dirige a la salida, se alisa el desordenado cabello con las manos, apaga el interruptor de la luz y cierra finalmente el lugar con una pesada puerta metálica. Es una recóndita biblioteca, con la entrada camuflada entre las paredes de la antigua, pero bien conservada construcción. Es inmensa, como lo es la propia historia del lugar en el que nació Gambote.

Al salir, Granciano asegura la puerta con una malla de acero y con un candado, tan viejo como la propia edificación. Por último, camufla la acerada malla con una cortina de paño. Se encamina, luego, con pasos calculados y serenos, por un largo pasillo, débilmente iluminado, hacia el Salón de Clarividencia ubicado al otro costado de la casa, cerca de la inmensa entrada. Varias claraboyas ubicadas en lo alto de las paredes abren paso a los primeros rayos del sol. Se le ve soñoliento.

***

Tres semanas después de lo ocurrido a Benancio, con los primeros pasos que da Granciano para dirigirse, como lo hace a diario, al Salón de Clarividencia, cree escuchar lo que parece ser la voz de su padre. Pareciera que, desde el lugar de la casa en el que se encuentra, la voz emergiera, igual a como si brotara de lo profundo de una caverna o de un enredado laberinto. Granciano se detiene…, silencio…, la voz no está, se ha ido.

Un instante después, Granciano sigue su camino. Piensa que esa voz se fue días atrás con los golpes recibidos que le propinaran los criminales y, ahora, sólo aparece por momentos, cuando la memoria le llega. Llega y se va, igual a las golondrinas que van y vienen o como el enjambre de millones de mariposas blancas y verdes que año tras año, sobrevuelan el extenso campo cubierto de girasoles con las primeras lluvias de abril, para marcharse sin pérdida de tiempo en dirección al sur.

Granciano, deseoso de escuchar la voz de Benancio, hubiera deseado que fuese real. Le habría gustado y, quizá, hasta le habría respondido. Después de los golpes que recibió su padre, con seguridad, por negarse a vender El Castillo, lo ha reemplazado en la tarea de continuar las anotaciones cada acontecimiento que sucede en Gambote y en el país, en el último de los volúmenes acomodados, distinguido con las letras MCMLXXVIII,

En el preciso instante en que Granciano abre la puerta del Salón de Clarividencia, en otro lugar, lejos de donde se encuentra, un avión de pasajeros de una reconocida aerolínea estalla en pleno vuelo. El estallido del avión se presenta cuando apenas han transcurrido quince minutos después de haber despegado del aeropuerto. Decenas de miles de minúsculas partes del avión se esparcen como polvo de tormenta desértica a varios kilómetros a la redonda. Golpean como bólidos certeros las casas cercanas. Por encontrarse en Gambote, a setecientos treinta y siete kilómetros de distancia, Granciano no pudo haber escuchado el estruendoso estallido que formó el avión. Pero su cuerpo sí pareció presentirlo, porque de inmediato entró en acrofóbicas convulsiones que en ese momento no supo interpretar.

Había alcanzado apenas poner un pie en el interior del salón cuando sintió que se estremecía como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Su corazón comenzó a palpitar aceleradamente, sin saber por qué.

Años atrás, Granciano recuerda haber sentido con alguna frecuencia lo mismo. Fue en los tiempos de la década del miedo que inauguró el honorable Presídium aquel que habló de que, para mantener la anhelada tranquilidad, tanto a la inseguridad como a la corrupción y la propia violencia, no había que eliminarlas por completo sino mantenerlas en sus justas proporciones para que existiera un justo equilibrio entre las partes.

En Gambote, esto del equilibrio entre las partes jamás se dio. Por el contrario, quedó más desbarajustada que antes, convertida en una cámara de horror y espanto que fue aprovechada para eliminar a todos los que caminaban en contravía. Convencido estaba el honorable Presídium y el eterno Encomendador de que la idea de uniformar a la población, para que pensaran en un solo sentido. era lo mejor que podía ocurrirle al país. Sucedió un poco antes de aquellos días en los que un palacio en la capital ardió en llamas.

Las llamas se elevaron hasta cubrir por completo el cielo de la capital. A ellas se sumaron miles y miles de ráfagas de fusiles enloquecidos que se disparaban por todos lados hacia el interior del palacio, hasta que las balas vomitadas con la furia de un volcán, encontrando lugar por donde penetrar o chocando con lo que fuera, formaron un río de sangre que salió desbordado hacia las calles buscando cadáveres, muebles o lo que fuera que arrastrar con su torrente.

El río, enrojecido y espeso y lento como una corriente de lodo, pero embravecido como las fauces de un monstruo, corría por las calles llevándose todo cuanto encontraba en su camino. Se vio entonces a los que salían caminando vivos del palacio, regresar muertos minutos después, corrientes arriba, en el mismo río de sangre. Lo hacían sólo para recoger papeles y otras cosas más que empaquetaban cuidadosamente en cajas de cartón para, después, tenderse de una vez por todas, muertos en las frías losas del piso con sus paquetes debajo de los brazos. Quizás, esperaban a que los levantaran como se levantan a los que parten para siempre o como si presagiaran que era mejor que los encontraran tendidos muertos allí en el piso frío del palacio a tener que padecer los sufrimientos de la tortura que vendría después, si escapaban vivos del trágico lugar agujereado por todos lados por las balas.

Fuego y sangre, balas y gritos de horror, se mezclaban en un doloroso ritual, mientras que, en medio de una llovizna pertinaz, un grupo de funcionarios de alta distinción, cercanos al honorable Presídium, expectantes desde una ventana de un edificio cercano, celebraban a coro y a carcajadas, con champaña en mano, el espectáculo que parecía anunciar, en una especie de preludio siniestro, de vaticinio mortal y, como nunca se había visto, lo que vendría horas más tarde.

Pocas horas más tarde, en efecto, Granciano volvió a sentir la descarga eléctrica, pero mucho más intensa y duradera, cuando un río de lodo bajara de la montaña, en medio de la noche, para sepultar a todo un pueblo sin que nadie se salvara y todo porque a un funcionario que pudo evitar que los muertos se contaran por miles se le dio por decir que quienes anunciaban que esa tragedia ocurriría eran unos charlatanes que buscaban presionar al gobierno para conseguir  quién sabe qué cosas a través de sembrar el pánico y de llenar de miedo a la gente.

Fue tan fuerte esta descarga que su madre Fidencia Concepción tuvo que amarrarlo a una columna de cemento para que no se desajustara. “¡Es el baile de San Vito, llama al médico!!”, gritó su padre Benancio desde la alcoba. Pero ni Fidencia ni Granciano escucharon sus palabras o, tal vez, se hicieron los desatendidos, ya que Granciano, en vista de que no tenía dificultad que le impidiera caminar, hablar o tragar, no tenían por qué creer que padecía del baile de San Vito. El caso fue que tampoco esta vez pudo Granciano, por más esfuerzo que hiciera, interpretar la causa de las descargas, a pesar de la intensidad y la duración de éstas. Tampoco pudo interpretar la causa de los pálpitos que lo agobiaban. Calló por horas y por días, hasta que se le pasó así nomás.

Un mal presagio, fue en lo único que pensó, y por algunos minutos quedó paralizado y con ridículas convulsiones esperando a que se le pasara, en medio de la oscuridad que cubría el recinto, y a la espera de que le viniera alguna explicación. La mano derecha de Granciano se extendió afanosa, buscando el interruptor para encender la luz, pero no pudo encontrarlo. Cuando por fin dio con el interruptor, quince minutos más tarde, la luz se fue por problemas en el suministro y Gambote y el Salón de Clarividencia quedaron sumidos en una pesada oscuridad.

Semanas antes, había sentido iguales convulsiones y el mismo trepidar enloquecido de su corazón, en el instante en el que se cometiera un asesinato en El Cairo, Egipto, pero él no se enteró en ese momento. Su madre, Fidencia Concepción, fiel oyente de las noticias de la radio, se lo diría más tarde. Ese día, Granciano tampoco pudo explicarse los motivos de las convulsiones ni de las agitaciones embravecidas del corazón.

Como le sucede justamente ahora, también en aquel momento pensó que era un mal presagio, pero se olvidó del asunto. Lo recordaría días después cuando su madre le dijera, como lo hacía con todo cuanto escuchara en la radio o viera en la televisión, que un vidente, cuyo nombre, no recordaba por lo difícil que era, había sido asesinado en El Cairo, Egipto. En ese instante, recordó a Tarik El Sayed Kun, su amigo, el clarividente egipcio, el vidente que le había enseñado interpretar los secretos del péndulo ojo de tigre, el amuleto con virtudes sobrenaturales que a estas tierras trajo Ramabén Benítez cuando lo robó de una de las pirámides. Pero no dijo nada, prefirió guardar silencio.

Mientras tanto, por las calles de Gambote, un rumor corre. Se dice que lo del avión es un claro mensaje de declaración de guerra al gobierno por quienes prefieren morir aquí que estar encarcelados en otra parte. Quienes permanecen al tanto de lo que viene ocurriendo, aseguran que el mensaje: “Mejor una tumba en Gambote, que una cárcel en otro lugar, así sea un paraíso”, que se escucha decir en el legendario Café San Moritz y en otros mentideros públicos y privados y se lee en las numerosas publicaciones clandestinas, va en serio, como van en serio las construcciones de las ostentosas tumbas.

La gente se asombra de la rapidez con la que se construyen lujosos mausoleos en el cementerio para personas desconocidas. De la noche a la mañana, en el camposanto de Gambote aparecen construidas tumbas faraónicas, con fachadas en mármol importado de la ciudad de Dante, en Italia. Nadie sabe quién las construye ni para quiénes son. Se sospecha, más no se pronuncia nombre de persona alguno. Las cruces que las adornan, con incrustaciones de gemas preciosas, unas son de oro, otras de plata y, las menos, de platino. Son tan lujosas que a diario el cementerio atrae tal cantidad de gentes de otras partes y desfilan de tal modo como si fuera una peregrinación camino a un santuario. Pero pronunciar un nombre equivale tanto como querer pasarse a vivir por siempre a este lugar.

El cementerio de Gambote parece haberse convertido en un barrio más de clase alta. Las construcciones panteónicas rivalizan entre sí, ya sea por su tamaño o por las opulentas fachadas que lucen como las mansiones de los nuevos ricos que emergen a granel. Lo que no se sabe es si es por culpa de estas romerías a por estas construcciones o por cualquier otra cosa, que la inseguridad, que corre a la par con la violencia y la corrupción en Gambote, esté desbordada, aunque la gente dice que ese dios caótico ya echó raíces aquí.

Aun así, ensimismado como se le ve en sus pensamientos y en lo que a diario lo ocupa, Granciano no ignora lo que sucede en el mundo exterior. Pareciera que a él nada en este mundo le interesara, pero no es así. Otra cosa diferente es que ni su madre Fidencia ni su padre Benancio, cuando tiene memoria, entienden cómo puede escribir sobre aquello que pareciera no interesarle o de lo que parece estar alejado. Como ellos lo ven, su mundo, si así se le puede llamar a lo que lo rodea, está formado por su madre Fidencia Concepción, su padre Benancio, que despierta por momentos, la biblioteca encubierta en un lugar recóndito en El Castillo, el péndulo ojo de tigre, el colorido gallo gigante que se pavonea en el jardín y algunos otros objetos más empleados en la clarividencia.

Confiados visitantes y creyentes en el poder clarividente de Granciano, llegan a diario hasta donde Granciano y le comentan sobre todas las cosas que se presentan en el ajetreo de la ciudad. Su madre Fidencia Concepción, cree que con esto se mantiene alejado de los diarios trasiegos de Gambote y del resto del mundo. Está lejos de estimar que Granciano, su hijo, dedica gran parte de la noche a hacer anotaciones y averiguaciones en el Codex-Benítez para vaticinar hechos. Granciano trabaja sin descanso, escribiendo todo cuanto escucha u observa, y sacando conclusiones para los vaticinios. Escribir, leer y deducir, este es su mundo.

Ha reseñando la visita de tres hombres que le han preguntado por su padre Benancio y por su madre Fidencia Concepción. Pero él les ha dicho que, por el estado de salud de su padre, no pueden atenderlos. Granciano les pregunta sobre el motivo de la visita, pero los hombres no responden, y sin esperar otra explicación se marchan. Él queda perplejo.

Escribir en los Benítez es algo misional. Lo hicieron las generaciones anteriores a la de Ramabén Benítez, el mismo que robara péndulo ojo de tigre en Egipto y lo continúa haciendo Granciano, el último los Benítez. Benancio, su padre, se lo habría inculcado muchísimos años antes de que recibiera los golpes y comenzara a padecer de los esporádicos olvidos y empezara a extraviarse en los laberintos de la memoria. Agobiado, Benancio por los padecimientos de los que sufría, suspendió esa tarea que por años adelantaba. Benandino, padre de Benancio y abuelo de Granciano, lo había hecho desde cuando tenía uso de razón y se la encomendó a su padre de Benancio, cuando por culpa de un trágico accidente que le cercenó las manos, dejó de hacerlo. Benandino, a su vez, había recibido este misional encargo de su padre Benandecio. Granciano, concentrado en sus pensamientos, ahora teme que la violencia de la que mucho hablan su madre Fidencia Concepción y quienes a diario lo visitan, llegue de nuevo hasta él.

No se ha repuesto Granciano del primer estremecimiento padecido por lo del avión, cuando su cuerpo comienza a convulsionar de nuevo, los ojos le trajinan enloquecidos, como si fueran moscas aturdidas y los oídos le zumban como si un enjambre de abejas africanas o de canatos cocoteros le revoloteara a su alrededor. Granciano Benítez, creyente de todas las señales que cada centímetro de su cuerpo le envía, sentencia de inmediato que algo grave ha ocurrido en algún lugar, que está ocurriendo en ese preciso instante o que está por ocurrir. Pero no puede precisar qué.

Esas mismísimas palabras las había pronunciado días antes cuando su madre Fidencia Concepción le comunicara lo del vidente egipcio. Pero en aquella ocasión, como sucede ahora, no interpreta lo que ocurre, aunque en ambos casos, la pesadilla de las tres terroríficas figuras y la imagen del edificio hexagonal de La Cumbre, situado en el puro centro de Gambote, desde la cual despacha Ismael Almagro, y que divisa desde una de las ventanas de su casa, le vienen a la mente con sorprendente nitidez. Calla.

Al asomarse, en medio de la espesa oscuridad que envuelve el Salón de Clarividencia, y antes de que su mano derecha encuentre el interruptor, Granciano divisa en el fondo una luz que irradia refulgente. Proviene del fondo del salón y deja escapar un misterioso destello que atrae la mirada, casi ensoñadora, de Granciano. Es el péndulo ojo de tigre que trajo Ramabén Benítez de Egipto. El brillo aletargado que suelta, se abre paso hasta sus ojos, como suplicándole que lo mire, lo acaricie, que lo brille con el paño que lleva en sus manos, como en una especie de mensaje secreto entendible sólo entre los dos y con el que se pretendiera una relación osmótica e íntima. En la solitaria quietud en la que permanece, el péndulo ojo de tigre resalta sobre los otros objetos que hay en el Salón de clarividencia.

El salón, de forma circular, alcanza a tener unos nueve metros de diámetro, con un techo que remata en la parte superior en una cúpula abovedada, a una altura de quince metros. En una necia pretensión humana de imitar la celestial casa de los dioses, guarda semejanza con la mayoría de los altares de los templos y mezquitas, esparcidos por todo Gambote. En el centro de la cúspide de la cúpula, se encuentra una ventana, a la que Ramabén Benítez, cuando la construyó, le puso especial cuidado.

Ramabén era un convencido de que ese boquete en el techo sería por siempre la puerta de entrada del sol, el camino de ascenso al universo del alma, la abertura por donde el universo entraba a encontrarse con el espíritu de quienes reposaran aquí. Adaptada a los tiempos de hoy por Granciano, se abre tan solo con oprimir un botón situado en el piso al alcance de los pies, cuando se encuentra sentado frente al escritorio. Granciano lo activa en los casos aquellos cuando en alguna consulta, por la dificultad que encierra, necesita auscultar a las estrellas.

A decir verdad, no está comprobado que Granciano consiga algo cuando se dirige a las estrellas con esta práctica. Pero él las consultas de todos modos. A lo peor, nada pierde con intentarlo. Quizá lo que más logre conseguir con esta práctica sea sorprender la ingenuidad de los incautos visitantes, porque algo que evidencie con absoluta seguridad que descienda de las estrellas, nunca se ha visto.

En cualquier caso, muchos esperan que ese día llegue y, no pocos, están seguros de que llegará. Granciano, también, cree que sí: él percibe a diario el ascenso a las estrellas de las fragancias emanadas del jardín y el de las que brotan de las sustancias quemadas por el fuego, y, como se sabe, nada, por poco que sea, las estrellas o el universo lo ignora, como una manera de que todas las partes existentes, por pequeñas que sean, se integren en un solo y único haz universal y cósmico.

Si después de haber empleado el péndulo ojo de tigre Granciano no tiene alguna respuesta, procede a abrir la ventana del techo abovedado, el mensaje que con seguridad envía a la persona que tiene al frente es que está a punto de un peligro inminente, que lo menor sería ordenar las cosas en tierra, y poner la mente y todos los sentidos en dirección a las fuerzas infinitas del cielo, porque el peligro que ha de venir nada lo detendrá.

Pero, sea que esté sumergido en la oscuridad de la noche o en medio del resplandor de la luz de una lámpara o entre la fragancia del incienso o del aroma de las flores o de cualquier otra sustancia, Granciano vive convencido de que una ventana abierta al cielo es la vía más próxima para comunicarse con las estrellas o con los dioses. Más aún, si se está en busca de una respuesta, aunque la más de las veces no haga más que sorprender a los que llegan hasta el Salón de Clarividencia en busca de consejo para una vida mejor. A lo mejor, Granciano trata de ayudar a esas pobres criaturas y evitar que sus almas se desvíen hacia el infierno. Pero, esto, sólo él lo sabe.

Además de haber levantado el edificio en el único peñasco en todo Gambote que da de frente al mar, Ramabén multiplicó con creces la genialidad de esta idea, con otras más: pensando siempre en cómo sobrevivir honradamente del comercio, mientras se llenaba de sabiduría con los libros, hizo construir también el malecón, ese imponente tajamar y embarcadero, a la vez, que llegó a convertirse en un punto estratégico de Gambote para los negocios con el mundo exterior, levantó en lo más recóndito de la casa, una bien camuflada biblioteca, y un jardín interior que no tiene que envidiarle nada a los que construyó un iluso monarca francés. Universo, tierra, agua, aire, aroma y sabiduría, conjugado todo en un lugar.

Sea por lo que fuere, Granciano está convencido de que lo mejor que pudo ocurrírsele a Ramabén Benítez fue haber construido El Castillo y, dentro del mismo, el salón de clarividencia, la biblioteca y el jardín. Esto ocurrió hace más de setecientos años, cuando Ramabén pensó conjugar en un mismo espacio, un lugar para los negocios como lo era el malecón y un místico salón dedicado a la meditación, al consuelo, a la sanación a través de la clarividencia.

Pudo Granciano Benítez, con el acervo de todo este exuberante legado generacional, vaticinar, augurar o adivinar, que son la misma cosa, lo que había pasado, lo que estaba ocurriendo o lo que se vendría para Gambote y su gente, pero no lo logró. Tenía y tiene a la mano, no sólo lo extraído de los cuidadosos estudios realizados en el Codex-Benítez, con lo que ha alimentado su mente y ha enriquecido el ejercicio de la clarividencia, sino, además los innumerables objetos de clarividencia de que dispone, en especial el péndulo ojo de tigre, que le permiten esclarecer o vaticinar cualquier desgracia o acontecimiento en Gambote, pero no lo ha hecho.

Pudiera ser por cualquier razón desconocida que la clarividencia no le haya funcionado hasta ahora, o tal vez por alguna preocupación inconsciente de verse un día sin la compañía de su madre Fidencia o de la de su padre Benancio o por fuera de El Castillo, pero él no lo sabe. Tampoco parece preocuparle. Con solo pensar que tiene en sus manos el Codex- Benítez y el péndulo ojo de tigre y el amplio salón dispuesto para la clarividencia, sería suficiente para vaticinar cualquier caso o cosa, pero no lo ha conseguido…, hasta este momento.