Gambote 1994
Gambote ha cambiado. Lo ocurrido a mi padre, a mi madre, a Rosendo Brochero, el robo del péndulo, son señales que me dicen que así es. Ya sea porque pasé muchos años por fuera del país, por mi larga estadía en Barcelona, en El Cairo y en otras ciudades de Asia y del Medio oriente o porque me he ocupado en otros menesteres o por pura indiferencia mía, quizá, yo, Granciano Benítez, creo haberme mantenido alejado de la realidad de Gambote. Lo peor quizá sea que no he percibido estos cambios. También ha sido mucho el tiempo que he pasado encerrado en El Castillo, mi casa, y, por culpa de este encierro, ignoro los porme-nores de estas nuevas realidades. Por una cosa u otra, estoy alejado de la realidad de Gam-bote.
Por otra parte, soy un convencido de que la verdadera historia de Gambote se encuentra en las páginas del Codex-Benítez, pero la nueva Gambote, la que se abre ante mis ojos, es algo diferente a lo que leo en el Codex-Benítez.
Cierto es que la historia de Gambote la inició Ramabén Benítez, el primer Benítez que puso pie en estas tierras. El mismo que trajo el Codex-Benítez, el que robó el péndulo ojo de tigre y el que construyó la casa, con la forma de una pirámide tirada al suelo, que los nativos lla-maron El Castillo, que no es más que una réplica exacta de una de las pirámides que vio en Egipto, de donde sustrajo el péndulo ojo de tigre y los planos con los que construyó El Cas-tillo. Sólo que su estructura semeja una pirámide diferente a las de Egipto, es una pirámide volcada sobre unos de sus lados en el suelo de Gambote, edificada sobre el gran peñasco que da de frente al mar, el único y privilegiado lugar en el que se podía levantar, y de paso, construir un malecón que sirviera de atracadero para los negocios de ultramar que Ramabén emprendería.
Que han sido más de treinta y cinco generaciones de los Benítez las que han continuado escribiendo cada caso, cada detalle, cada suceso ocurrido, no hay duda. La voz de Gambote es la voz de las escrituras de los Benítez. Lo hicieron Brauliano y Teósofo Benítez y tam-bién mi bisabuelo Benandecio, mi abuelo Benandino y mi padre Benancio que relataron de Gambote todo lo que había que relatar y, quizá, mucho más. Algo, muy poco, quedará en la memoria de quienes se ufanan por creerse descendientes de los pobladores que llegaron con el almirante Colón y después de él. Casi nada reposa en la cabeza de aquellos que presumen descender de lo más rancio de los inmigrantes españoles.
No existe tal ascendencia rancia ni tal linaje de alcurnia heredado de inmigrantes españoles. La realidad, según lo registra el Codex-Benítez, no es más que ellos son unos simples here-deros directos de un contingente de peligrosos delincuentes escapados de una de las maz-morras de Cádiz, en un momento en el que las autoridades, temerosos de su peligrosidad, quisieron trasladarlos a una de las islas más lejanas de las Filipinas. Así, lo registró Braulino Benítez, descendiente directo de Ramabén Benítez, quien vivió ese crucial encuentro con el almirante Colón y sus hombres. Fue el propio almirante quien informó de este hecho.
Al descubrir lo que ocurriría y en protesta por este traslado que los llevaría a la lejana Filipi-nas, y con el fin de evitarlo, los prisioneros escaparon de la mazmorra. Se refugiaron luego en una de los galeones del almirante en su segundo viaje que hiciera a América. El almirante los descubrió en su embarcación, pero falto de marineros como estaba, se hizo el desatendi-do y les permitió viajar a cambio de que se comportaran como marineros de bien.
Ya, para ese entonces, los Benítez gozaban del privilegio de haber llegado muchísimo antes a estas tierras y de tener una descendencia ligada a la realeza indígena del extenso territorio que ocupaba Gambote. Para ser exacto, siete generaciones de los Benítez habían pasado.
Se sabe que, años después, Benandecio Benítez, padre de Benancio y abuelo de Granciano, quiso dar a conocer esta historia, pero no alcanzó. Jacobo Del Corral, bisabuelo de Pasmenio Del Corral, que para entonces era alcalde de Gambote, le prohibió adelantarla y para evitar que lo hiciera, lo encarceló, sin juicio alguno, durante setenta y dos meses.
Desde entonces, los Del Corral, se acostumbraron a encarcelar por sedición a todo aquel que quisiera hurgar en la historia del pasado de quienes se creían descendientes de la nobleza española.
La historia real y verdadera, la de carne, hueso y espíritu de Gambote está, sin embargo, escrita en el Codex-Benítez. Granciano recuerda también que en algún momento Gambote se conoció como la meca mundial de la felicidad, y, luego, se convertiría o llegó a ser el pueblo más inseguro del mundo. Entre un momento y otro, fue muy poco el tiempo que pasó. Sólo treinta años y siete meses. Granciano lo recuerda bien.
Al miedo del que sufrían se le sumaba el olvido. Miedo y olvido los atenazaba a las creen-cias más insólitas que pudieran existir. Olvidaron los mitos, las leyendas y las creencias que se habían creado, las formas de sembrar, de construir casas, albercas y los utensilios de ma-dera y barro. Se olvidaron de contar y de referir historias.
Llegaron a olvidar que, en algún momento era el pueblo más feliz del mundo y los habitan-tes se lo creyeron. Pero de algo sirvió, y por un tiempo se olvidaron del miedo y de las fo-bias que los azotaban. Entonces, vivían y andaban como si, realmente fueran felices: nacían, vestían, trabajaban, lloraban, copulaban, reían, se alimentaban y hasta morían con una sonri-sa en los labios, convencidos de esta creencia. Hasta que un día se dieron cuenta que Gam-bote ya no era la misma a la de antes, que no había porque nacer y morirse con una sonrisa en los labios. Desconocían que Pasmenio Andrés Del Corral había utilizado un misterioso polvo blanco que mezcló con el agua que allí se consumía y de ahí brotó el aire de felicidad que cubría a las personas.
Lo que Granciano escucha de boca de quienes lo visitan en el Salón, ya no se corresponde con lo que está escrito en El Codex-Benítez. El mundo ha cambiado, y también Gambote. La cercanía del siglo XXI mantiene a todos en un estado de paranoia delirante, alucinan con la creencia de que entraron al futuro y que dejaron de ser lo que antes eran. El honorable presídium que dijo que habíamos entrado al futuro y que la historia había quedado atrás, desequilibró la cordura y eliminó la sensatez y el sentido común del que antes gozaban los gambotenses. En su reemplazo, llegó para quedarse el ánimo proclive hacia la corrupción y la violencia que se conjugaban de muchos modos para llegar hasta lo más recóndito del alma de los gambotenses.
Lo que Granciano percibe ahora, es diferente. Va con que a Gambote se la ha tomado la violencia y la corrupción. Se habla de que está en manos de un fulano llamado Ismael Enri-que Almagro que, según se dice, hace parte de una demoníaca trilogía del mal, junto con el Encomendador y la Sombra. Todos sueñan o esperan que Gambote sea otro pueblo o que pase algo extraordinario que sacuda los cimientos del pueblo. Granciano, por su parte, vive en un presente diferente, uno que aún no está escrito y le corresponde a él escribirlo, des-pués de que su bisabuelo Benandecio Benítez, su abuelo Benandino y su padre Benancio Benítez, dejaron de hacerlo.
Vivía convencido de que conocía Gambote. Quizá, por lo que recordaba y vio en su niñez o por lo que había leído, según lo que su bisabuelo, su abuelo y su padre Benancio habían ano-tado en épocas recientes en los cuadernos del Codex-Benítez. Sería, tal vez, por la ausencia de tantos años o por permanecer encerrado en su consultorio de clarividencia otros años más, sin recorrer las calles, que Granciano creía que nada o muy pocas cosas habían cambia-do.
Se imaginaba que todavía era aquel viejo poblado que recorría en medio de la lluvia con los pies descalzos, creía que era aquel sitio por el que deambulaba de un lado a otro sin pensar en otra cosa que tropezarse con un amigo y hacer pilatunas que los demás celebraban a car-cajadas como si hubiera sido la mejor que se hubiera cometido; pensaba en aquel Gambote que lo vio crecer, estudiar, pasear y hasta enamorar a las chicas que, por su porte y elegancia, su forma de mirar y andar, vivía convencido que eran las únicas criaturas lindas del univer-so.
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