Relatos

1. Presagios

La noche en que Granciano reemplazó a su padre Benancio en la tarea de escribir en el último de los cuadernos del Codex-Benítez, no pudo conciliar el sueño un minuto más. Esa noche, igual que en las anteriores, había tenido la misma pesadilla: tres figuras terroríficas, dos vestidas de negro y una de rojo, enmascaradas, con espadas y tridente en las manos, venían en su contra amenazándolo de muerte. Desde lo más oscuro de los cimientos del elevado edificio del edificio que parecía ser el de la Cumbre, emergían como fantasmas y caminaban agresivos hacia él. Vociferaban maldiciones, escupían blasfemias. Era medianoche y el primer canto de los gallos ya se había dado.

Pudo también, y a lo mejor, haber augurado, tanto el robó del péndulo ojo de tigre, como el asesinato en El Cairo de Tarik El Sayed Kun, el clarividente egipcio que le enseñó interpretar los mensajes del péndulo, el estallido del avión en pleno vuelo y la bomba que destruyó un edificio, ocurridos cerca y en la capital del país y, tal vez, el robo que harían al almacén de tela del rabino Elías David Musa, recién llegado a Gambote, y hasta la propia muerte por sobredosis de su amigo Mike Carter las hubiera también augurado.

Las pesadillas, las acrobáticas convulsiones, el constante trajinar del ojo derecho y los acuciantes zumbidos en el oído izquierdo y otros achaques que lo martirizaban sin descanso eran la clara señal, el aviso oportuno de que algo, en algún instante, pasó, estaba pasando o iba pasar en Gambote o en otro lugar del país o del mundo.

Para quien, como Granciano Benítez, no ha hecho otra cosa más en su vida, que augurar, vaticinar y predecir estos hechos y muchísimos otros más que ocurrirían en Gambote, hubieron podido ser avizorados en los más mínimos detalles y con antelación. La causa de esto bien pudiera ser porque los instrumentos que Granciano empleaba a diario para la adivinación y la clarividencia estuviesen dañados o también podría haber sucedido que, por un descuido o por las pesadillas de las que sufría, no los ensayaba, como debía hacerlo a diario, antes de usarlos o por cualquier otra causa.

Pero Granciano es un hombre de cuidados, sabía cuidar lo suyo. Así que el péndulo ojo de tigre, las cartas de Zander, la baraja española, la bola de cristal, el dominó astrológico, el maletín del profesor Abraham Van Helsing, arma eficaz para adivinar ataques de vampiros, el canto del gallo anunciando los mensajes alectománticos y hasta la misma ventana corrediza, abierta en el techo del Salón de clarividencia, para consultar al firmamento y el Codex- Benítez, los cuadernos, fuente suprema del saber en la que los Benítez han plasmado lo que ha de saberse sobre Gambote y sobre todo lo existente e imaginable, además de la adivinación, estaban funcionando perfectamente. Nada anunciaba, pues, que pudiera existir algo real o sobrenatural que interfiriera la interpretación de los mensajes, a menos que existiera otra razón desconocida sin identificar.

Pareciera, como sí las señales o mensajes que enviaban los objetos de clarividencia, las cubriera una espesa humareda que impedía interpretarlos. Así pasaba también con el conocimiento que extraía del propio Codex-Benítez, los cuadernos empleados para hacer sus predicciones: se mostraba borroso y nublado. A lo mejor, quizá, el dios de la violencia y de la corrupción, como afirmaban muchos, se hubiera establecido en Gambote e impedía que cualquier mensaje emanado de los objetos pudiesen ser escuchados, vistos u olfateados.

Pero Granciano no creía que ese tal dios, por más poderes sobrenaturales que tuviera, había llegado a Gambote y hasta la propia puerta de El Castillo, su casa. ¿Un dios visitando su casa? Se negaba creerlo.

Por una razón u otra, Granciano no se percataba o no quería creer que Gambote había cambiado. Lo sabría años después del asesinato de Rosendo, la noche en la que su propio padre Benancio fuera brutalmente atacado por unos delincuentes que querían obligarlo a que les vendiera El Castillo, la casa en la que él y sus padres y todas las anteriores generaciones de los Benítez habían vivido, desde que Ramabén Benítez, el primer Benítez que pisó este lugar, la construyó.

Hasta pocos segundos antes que su padre Benancio fuera brutalmente acuchillado, Granciano Benítez todavía se negaba a aceptar que ese dios violento y corrupto, del que se hablaba, se había tomado Gambote. No imaginaba que el pueblo en el que había nacido y crecido fuera otro.

Esa noche, cerca de las nueve, con la ayuda de su madre, Fidencia Concepción, después de levantar a su padre Benancio que yacía tendido, malherido, en el piso, al frente de su casa, El Castillo, y curarle las heridas que le produjeron unos desconocidos, Granciano, pensativo e incrédulo, se retiró a descansar. Hubiera deseado, como después se lo dijera a la policía, perseguir a los violentos que habían ultimado a su padre, pero una borrasca huracanada que llegó de repente y amenazaba con tumbar todo lo que encontrara a su paso, se lo impidió.

Sumergido como estaba en la lectura del Codex-Benítez, y en las prácticas de la clarividencia, que no le querían funcionar, Granciano vivía convencido de que más allá de las cuatro paredes en las que permanecía absorto, todo seguía igual a como lo había conocido. A los ojos de cualquiera, parecía que a Granciano le interesara poco lo que pasara fuera de su estrecho mundo, pero, en realidad, no era así.

De que la violencia había llegado hasta las propias puertas de Gambote, Granciano lo ignoraba o no quería creerlo. Tal vez, pudo haberse convencido el día en que Rosendo Brochero, padre de la maestra Rosario Brochero, fuera asesinado por el coronel Rito Santoro, hombre de confianza del Encomendador, suprema autoridad en el extenso territorio donde se encuentra Gambote, pero en ese entonces lejos estaba de aceptarlo.

La muerte de Rosendo ocurrió en pleno velorio de Porfirio Valle, el héroe minero que evitó que este pueblo desapareciera por cuenta de una crecida gigantesca del Río Grande, el límite de Gambote por el costado oriental, y tres días antes que una bala perdida acabara con la vida de Porfirio, el líder minero amigo de Rosario Brochero, que organizó la marcha para pedir que los beneficios de la mina fueran para todos y no para un grupo no más.

Para que Granciano, por fin, se convenciera de que las cosas en Gambote ya no eran iguales a como él las había conocido tiempo atrás, pasaría un tiempo más. Sucedió, cuando su madre Fidencia Concepción fuera también mortalmente herida por un delincuente que penetró en el Salón de Clarividencia en El Castillo para robarse el péndulo ojo de tigre, que Ramabén Benítez, a su vez, había robado y traído de Egipto. Para entonces, la realidad de la violencia que ya había pisado sus talones, y era tan real como que él, Granciano Benítez, clarividente de nacimiento y de profesión, era hijo de Fidencia Concepción y de Benancio Benítez.

Un tiempo largo más tendría que pasar, todavía, para descubrir que lo sucedido al padre de Rosario Brochero, al líder minero Porfirio, a su padre Benancio y a Fidencia Concepción, su madre, eran parte de un siniestro plan preparado por el propio Encomendador, la Sombra, el alcalde Pasmenio y por Ismael Almagro, el hombre clave del poderoso Midas Soro. Llegaría a descubrir que estos actos, en apariencia aislados, iban mucho más allá de ser unos simples hechos de inseguridad o de la violencia que se vivía en Gambote, como lo afirmaba el alcalde Pasmenio.

Lo que ocurría, rebasaba la detestable historia de que Pasmenio Andrés Del Corral, sólo por el simple deseo de poseerla, consiguiera de manera fraudulenta y sospechosa, la propiedad de la mina que en vida perteneciera a Rosendo Brochero o de la aparente actitud inocente y caprichosa del propio Pasmenio de pretender El Castillo, la casa en la que sus padres, sus abuelos, sus tatarabuelos y todos los otros antecesores de los Benítez y él mismo, por siempre, han vivido.

Esa nefasta noche, que por nada del mundo ha podido olvidar, después de lo sucedido a su padre y de tirarse sobre la cama a descansar, se tendió boca arriba y, por un instante, pensó en lo ocurrido. Se preguntó sobre quién o quiénes pudieran haberlo lastimado de esa manera brutal y por qué. La última campanada, de once que dio el reloj, apenas la escuchó. Escasos tres minutos habían transcurrido, cuando percibió la cercanía de las tres figuras que continuamente durante el sueño vienen a acosarlo.

Dos de las tres figuras vienen adelante vestidas con túnicas negras. El horror del odio y de la maldad se reflejan en las máscaras que usan. Blanden largas y afiladas espadas en actitud amenazante. La tercera figura viene detrás de las otras dos, y trae encasquetada una túnica roja. Con una máscara diabólica en su cara, tiene en una de sus manos un tridente con el que amenaza ensartar el pecho de Granciano. Las tres figuras vociferan, maldicen, lanzan imprecaciones vulgares y arengas satánicas; el olor nauseabundo del odio llega hasta él. Se encuentra indefenso y acorralado contra la pared. Suda, como si estuviera encerrado en un sauna; tiembla, y el espasmo del pavor que le corre por la sangre, lo mantiene paralizado. Está frío como un témpano de hielo, respira horror, exhala pánico.

Mira, lleno de espanto, a los dos hombres que vienen adelante con espadas en mano, lanzarse contra sus piernas con la intención de cortárselas, en tanto ve al espectro de rojo lanzar el tridente directamente a su pecho. Lanza un grito de dolor que se escucha en todo El Castillo y se despierta empapado en sudor. Permanece sentado un instante en el borde de la cama, mientras Fidencia Concepción, su madre, que ha escuchado los gritos de espanto, le trae un vaso de agua. Trata de calmarlo y de conversar con él, pero está aterrorizado y con la lengua paralizada. El sueño se ha ido.

Liberado del temor, se levanta y se dirige a la biblioteca. Saca un voluminoso cuaderno, toma un bolígrafo y escribe: “Las pesadillas de los tres malditos espectros han vuelto de nuevo, no me dejan dormir. Cual inexorable cita, apenas me sumerjo en el sueño, de inmediato aparecen los tres con diabólicas maneras… Cada noche siento que los tres me acorralan y cada vez más, el frío de las cimeras afiladas de sus espadas destroza mi piel, me cercenan las piernas, en tanto que la rústica y pesada lanza tridente desgarra mi corazón. Estoy desesperado. Mi alcoba y toda la casa son una caja de horror, tiene el olor de la sangre impregnada…Lo más seguro es que sea un presagio. He de protegerme y proteger a mi madre Fidencia y a Benancio, mi padre. Nada parece ser igual después de lo sucedido a mi padre Benancio… Desde el tenebroso e indescifrable mundo de las pesadillas, la envidia y el horror, las amenazas y el odio, han empezado a acechar la vida de El Castillo, mi casa, mi hogar de siempre, que nada de especial tiene…salvo la historia, además del tamaño y la ubicación… frente al mar…”.

Suspende la escritura y, por un instante, recuerda a su antepasado Ramabén Benítez, el primer y el más antiguo de los Benítez que llegó a estas tierras, ciento ochenta y un años antes de que lo hiciera el almirante Cristóbal Colón. “Aquí, en este lugar, se estableció y pudo preservar de la mejor manera los cuadernos y el péndulo ojo de tigre que trajo consigo, además de otros objetos que pudo rescatar cuando huyó de Egipto. Razones de sobra tuvo para levantar este caserón, edificado con la ayuda de Pascual, el jefe indígena, y de su pequeña tribu con quienes se encontró en este lugar, y hacer dentro de la inmensa mole, este reservado lugar en el que ahora me encuentro, sólo para resguardar, en lo más recóndito de los pasadizos de esta colosal y laberíntica estructura, lo mejor que pudiera el Codex-Benítez, el cuaderno en el que está plasmada la historia de los Benítez. Mientras se construía la colosal obra, Ramabén practicaba la lecanomancia con las piedras y dejaba atónitos a los indígenas que estuvieron cerca considerarlo un dios, de no ser porque él los convenció de lo contrario”.

Cuando Granciano termina de leer y releer las quince páginas que ha escrito en un voluminoso cuaderno, lo cierra y lo regresa al estante al lado de otros idénticos. Con delicadeza, examina otros, y selecciona uno más. Lo abre en la parte en la que está una pequeña concha rectangular de carey que hace de separador y lee unas siete u ocho páginas más. Al terminar la lectura, lo regresa al mismo lugar en el que estaba, al lado del anterior.

Son más de ciento cuarenta y tres cuadernos los que allí se encuentran. Algunos tienen hasta dos mil páginas. La mayor parte de ellos, están plegados, cosidos y encuadernados a mano y otros están guardados en estuches hechos en cuero bellamente repujado con el escudo de armas de los Benítez. También se encuentran rollos y pergaminos antiguos. Todo este conjunto de cuadernos, rollos, pergaminos, es el Codex en el que los Benítez han consignado durante siglos el testimonio fiel de su historia, logros destacados y los avances culturales y científicos alcanzados en siglos de trabajos.

Allí, en el Codex-Benítez, se encuentran relatos de mitos y leyendas, inventos y descubrimientos de fórmulas químicas y de medicamentos. Se reseñan costumbres, prácticas y recetarios de cocina. La similitud y el estricto orden que guardan los cuadernos en los estantes es asombrosa, pero los tamaños y los colores varían. Su nombre completo es el Codex-Benítez.

Un olor rancio, penetrante, invade el recinto y un ligero polvillo se adhiere a su mano al manipular los cuadernos. “Suficiente por hoy”, dice Granciano con voz apagada. Se muestra cansado, pero satisfecho. Muestra una sonrisa maliciosa. Mientras se dirige a la salida, se alisa el desordenado cabello con las manos, apaga el interruptor de la luz y cierra finalmente el lugar con una pesada puerta metálica. Es una recóndita biblioteca, con la entrada camuflada entre las paredes de la antigua, pero bien conservada construcción. Es inmensa, como lo es la propia historia del lugar en el que nació Gambote.

Al salir, Granciano asegura la puerta con una malla de acero y con un candado, tan viejo como la propia edificación. Por último, camufla la acerada malla con una cortina de paño. Se encamina, luego, con pasos calculados y serenos, por un largo pasillo, débilmente iluminado, hacia el Salón de Clarividencia ubicado al otro costado de la casa, cerca de la inmensa entrada. Varias claraboyas ubicadas en lo alto de las paredes abren paso a los primeros rayos del sol. Se le ve soñoliento.

***

Tres semanas después de lo ocurrido a Benancio, con los primeros pasos que da Granciano para dirigirse, como lo hace a diario, al Salón de Clarividencia, cree escuchar lo que parece ser la voz de su padre. Pareciera que, desde el lugar de la casa en el que se encuentra, la voz emergiera, igual a como si brotara de lo profundo de una caverna o de un enredado laberinto. Granciano se detiene…, silencio…, la voz no está, se ha ido.

Un instante después, Granciano sigue su camino. Piensa que esa voz se fue días atrás con los golpes recibidos que le propinaran los criminales y, ahora, sólo aparece por momentos, cuando la memoria le llega. Llega y se va, igual a las golondrinas que van y vienen o como el enjambre de millones de mariposas blancas y verdes que año tras año, sobrevuelan el extenso campo cubierto de girasoles con las primeras lluvias de abril, para marcharse sin pérdida de tiempo en dirección al sur.

Granciano, deseoso de escuchar la voz de Benancio, hubiera deseado que fuese real. Le habría gustado y, quizá, hasta le habría respondido. Después de los golpes que recibió su padre, con seguridad, por negarse a vender El Castillo, lo ha reemplazado en la tarea de continuar las anotaciones cada acontecimiento que sucede en Gambote y en el país, en el último de los volúmenes acomodados, distinguido con las letras MCMLXXVIII,

En el preciso instante en que Granciano abre la puerta del Salón de Clarividencia, en otro lugar, lejos de donde se encuentra, un avión de pasajeros de una reconocida aerolínea estalla en pleno vuelo. El estallido del avión se presenta cuando apenas han transcurrido quince minutos después de haber despegado del aeropuerto. Decenas de miles de minúsculas partes del avión se esparcen como polvo de tormenta desértica a varios kilómetros a la redonda. Golpean como bólidos certeros las casas cercanas. Por encontrarse en Gambote, a setecientos treinta y siete kilómetros de distancia, Granciano no pudo haber escuchado el estruendoso estallido que formó el avión. Pero su cuerpo sí pareció presentirlo, porque de inmediato entró en acrofóbicas convulsiones que en ese momento no supo interpretar.

Había alcanzado apenas poner un pie en el interior del salón cuando sintió que se estremecía como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Su corazón comenzó a palpitar aceleradamente, sin saber por qué.

Años atrás, Granciano recuerda haber sentido con alguna frecuencia lo mismo. Fue en los tiempos de la década del miedo que inauguró el honorable Presídium aquel que habló de que, para mantener la anhelada tranquilidad, tanto a la inseguridad como a la corrupción y la propia violencia, no había que eliminarlas por completo sino mantenerlas en sus justas proporciones para que existiera un justo equilibrio entre las partes.

En Gambote, esto del equilibrio entre las partes jamás se dio. Por el contrario, quedó más desbarajustada que antes, convertida en una cámara de horror y espanto que fue aprovechada para eliminar a todos los que caminaban en contravía. Convencido estaba el honorable Presídium y el eterno Encomendador de que la idea de uniformar a la población, para que pensaran en un solo sentido. era lo mejor que podía ocurrirle al país. Sucedió un poco antes de aquellos días en los que un palacio en la capital ardió en llamas.

Las llamas se elevaron hasta cubrir por completo el cielo de la capital. A ellas se sumaron miles y miles de ráfagas de fusiles enloquecidos que se disparaban por todos lados hacia el interior del palacio, hasta que las balas vomitadas con la furia de un volcán, encontrando lugar por donde penetrar o chocando con lo que fuera, formaron un río de sangre que salió desbordado hacia las calles buscando cadáveres, muebles o lo que fuera que arrastrar con su torrente.

El río, enrojecido y espeso y lento como una corriente de lodo, pero embravecido como las fauces de un monstruo, corría por las calles llevándose todo cuanto encontraba en su camino. Se vio entonces a los que salían caminando vivos del palacio, regresar muertos minutos después, corrientes arriba, en el mismo río de sangre. Lo hacían sólo para recoger papeles y otras cosas más que empaquetaban cuidadosamente en cajas de cartón para, después, tenderse de una vez por todas, muertos en las frías losas del piso con sus paquetes debajo de los brazos. Quizás, esperaban a que los levantaran como se levantan a los que parten para siempre o como si presagiaran que era mejor que los encontraran tendidos muertos allí en el piso frío del palacio a tener que padecer los sufrimientos de la tortura que vendría después, si escapaban vivos del trágico lugar agujereado por todos lados por las balas.

Fuego y sangre, balas y gritos de horror, se mezclaban en un doloroso ritual, mientras que, en medio de una llovizna pertinaz, un grupo de funcionarios de alta distinción, cercanos al honorable Presídium, expectantes desde una ventana de un edificio cercano, celebraban a coro y a carcajadas, con champaña en mano, el espectáculo que parecía anunciar, en una especie de preludio siniestro, de vaticinio mortal y, como nunca se había visto, lo que vendría horas más tarde.

Pocas horas más tarde, en efecto, Granciano volvió a sentir la descarga eléctrica, pero mucho más intensa y duradera, cuando un río de lodo bajara de la montaña, en medio de la noche, para sepultar a todo un pueblo sin que nadie se salvara y todo porque a un funcionario que pudo evitar que los muertos se contaran por miles se le dio por decir que quienes anunciaban que esa tragedia ocurriría eran unos charlatanes que buscaban presionar al gobierno para conseguir  quién sabe qué cosas a través de sembrar el pánico y de llenar de miedo a la gente.

Fue tan fuerte esta descarga que su madre Fidencia Concepción tuvo que amarrarlo a una columna de cemento para que no se desajustara. “¡Es el baile de San Vito, llama al médico!!”, gritó su padre Benancio desde la alcoba. Pero ni Fidencia ni Granciano escucharon sus palabras o, tal vez, se hicieron los desatendidos, ya que Granciano, en vista de que no tenía dificultad que le impidiera caminar, hablar o tragar, no tenían por qué creer que padecía del baile de San Vito. El caso fue que tampoco esta vez pudo Granciano, por más esfuerzo que hiciera, interpretar la causa de las descargas, a pesar de la intensidad y la duración de éstas. Tampoco pudo interpretar la causa de los pálpitos que lo agobiaban. Calló por horas y por días, hasta que se le pasó así nomás.

Un mal presagio, fue en lo único que pensó, y por algunos minutos quedó paralizado y con ridículas convulsiones esperando a que se le pasara, en medio de la oscuridad que cubría el recinto, y a la espera de que le viniera alguna explicación. La mano derecha de Granciano se extendió afanosa, buscando el interruptor para encender la luz, pero no pudo encontrarlo. Cuando por fin dio con el interruptor, quince minutos más tarde, la luz se fue por problemas en el suministro y Gambote y el Salón de Clarividencia quedaron sumidos en una pesada oscuridad.

Semanas antes, había sentido iguales convulsiones y el mismo trepidar enloquecido de su corazón, en el instante en el que se cometiera un asesinato en El Cairo, Egipto, pero él no se enteró en ese momento. Su madre, Fidencia Concepción, fiel oyente de las noticias de la radio, se lo diría más tarde. Ese día, Granciano tampoco pudo explicarse los motivos de las convulsiones ni de las agitaciones embravecidas del corazón.

Como le sucede justamente ahora, también en aquel momento pensó que era un mal presagio, pero se olvidó del asunto. Lo recordaría días después cuando su madre le dijera, como lo hacía con todo cuanto escuchara en la radio o viera en la televisión, que un vidente, cuyo nombre, no recordaba por lo difícil que era, había sido asesinado en El Cairo, Egipto. En ese instante, recordó a Tarik El Sayed Kun, su amigo, el clarividente egipcio, el vidente que le había enseñado interpretar los secretos del péndulo ojo de tigre, el amuleto con virtudes sobrenaturales que a estas tierras trajo Ramabén Benítez cuando lo robó de una de las pirámides. Pero no dijo nada, prefirió guardar silencio.

Mientras tanto, por las calles de Gambote, un rumor corre. Se dice que lo del avión es un claro mensaje de declaración de guerra al gobierno por quienes prefieren morir aquí que estar encarcelados en otra parte. Quienes permanecen al tanto de lo que viene ocurriendo, aseguran que el mensaje: “Mejor una tumba en Gambote, que una cárcel en otro lugar, así sea un paraíso”, que se escucha decir en el legendario Café San Moritz y en otros mentideros públicos y privados y se lee en las numerosas publicaciones clandestinas, va en serio, como van en serio las construcciones de las ostentosas tumbas.

La gente se asombra de la rapidez con la que se construyen lujosos mausoleos en el cementerio para personas desconocidas. De la noche a la mañana, en el camposanto de Gambote aparecen construidas tumbas faraónicas, con fachadas en mármol importado de la ciudad de Dante, en Italia. Nadie sabe quién las construye ni para quiénes son. Se sospecha, más no se pronuncia nombre de persona alguno. Las cruces que las adornan, con incrustaciones de gemas preciosas, unas son de oro, otras de plata y, las menos, de platino. Son tan lujosas que a diario el cementerio atrae tal cantidad de gentes de otras partes y desfilan de tal modo como si fuera una peregrinación camino a un santuario. Pero pronunciar un nombre equivale tanto como querer pasarse a vivir por siempre a este lugar.

El cementerio de Gambote parece haberse convertido en un barrio más de clase alta. Las construcciones panteónicas rivalizan entre sí, ya sea por su tamaño o por las opulentas fachadas que lucen como las mansiones de los nuevos ricos que emergen a granel. Lo que no se sabe es si es por culpa de estas romerías a por estas construcciones o por cualquier otra cosa, que la inseguridad, que corre a la par con la violencia y la corrupción en Gambote, esté desbordada, aunque la gente dice que ese dios caótico ya echó raíces aquí.

Aun así, ensimismado como se le ve en sus pensamientos y en lo que a diario lo ocupa, Granciano no ignora lo que sucede en el mundo exterior. Pareciera que a él nada en este mundo le interesara, pero no es así. Otra cosa diferente es que ni su madre Fidencia ni su padre Benancio, cuando tiene memoria, entienden cómo puede escribir sobre aquello que pareciera no interesarle o de lo que parece estar alejado. Como ellos lo ven, su mundo, si así se le puede llamar a lo que lo rodea, está formado por su madre Fidencia Concepción, su padre Benancio, que despierta por momentos, la biblioteca encubierta en un lugar recóndito en El Castillo, el péndulo ojo de tigre, el colorido gallo gigante que se pavonea en el jardín y algunos otros objetos más empleados en la clarividencia.

Confiados visitantes y creyentes en el poder clarividente de Granciano, llegan a diario hasta donde Granciano y le comentan sobre todas las cosas que se presentan en el ajetreo de la ciudad. Su madre Fidencia Concepción, cree que con esto se mantiene alejado de los diarios trasiegos de Gambote y del resto del mundo. Está lejos de estimar que Granciano, su hijo, dedica gran parte de la noche a hacer anotaciones y averiguaciones en el Codex-Benítez para vaticinar hechos. Granciano trabaja sin descanso, escribiendo todo cuanto escucha u observa, y sacando conclusiones para los vaticinios. Escribir, leer y deducir, este es su mundo.

Ha reseñando la visita de tres hombres que le han preguntado por su padre Benancio y por su madre Fidencia Concepción. Pero él les ha dicho que, por el estado de salud de su padre, no pueden atenderlos. Granciano les pregunta sobre el motivo de la visita, pero los hombres no responden, y sin esperar otra explicación se marchan. Él queda perplejo.

Escribir en los Benítez es algo misional. Lo hicieron las generaciones anteriores a la de Ramabén Benítez, el mismo que robara péndulo ojo de tigre en Egipto y lo continúa haciendo Granciano, el último los Benítez. Benancio, su padre, se lo habría inculcado muchísimos años antes de que recibiera los golpes y comenzara a padecer de los esporádicos olvidos y empezara a extraviarse en los laberintos de la memoria. Agobiado, Benancio por los padecimientos de los que sufría, suspendió esa tarea que por años adelantaba. Benandino, padre de Benancio y abuelo de Granciano, lo había hecho desde cuando tenía uso de razón y se la encomendó a su padre de Benancio, cuando por culpa de un trágico accidente que le cercenó las manos, dejó de hacerlo. Benandino, a su vez, había recibido este misional encargo de su padre Benandecio. Granciano, concentrado en sus pensamientos, ahora teme que la violencia de la que mucho hablan su madre Fidencia Concepción y quienes a diario lo visitan, llegue de nuevo hasta él.

No se ha repuesto Granciano del primer estremecimiento padecido por lo del avión, cuando su cuerpo comienza a convulsionar de nuevo, los ojos le trajinan enloquecidos, como si fueran moscas aturdidas y los oídos le zumban como si un enjambre de abejas africanas o de canatos cocoteros le revoloteara a su alrededor. Granciano Benítez, creyente de todas las señales que cada centímetro de su cuerpo le envía, sentencia de inmediato que algo grave ha ocurrido en algún lugar, que está ocurriendo en ese preciso instante o que está por ocurrir. Pero no puede precisar qué.

Esas mismísimas palabras las había pronunciado días antes cuando su madre Fidencia Concepción le comunicara lo del vidente egipcio. Pero en aquella ocasión, como sucede ahora, no interpreta lo que ocurre, aunque en ambos casos, la pesadilla de las tres terroríficas figuras y la imagen del edificio hexagonal de La Cumbre, situado en el puro centro de Gambote, desde la cual despacha Ismael Almagro, y que divisa desde una de las ventanas de su casa, le vienen a la mente con sorprendente nitidez. Calla.

Al asomarse, en medio de la espesa oscuridad que envuelve el Salón de Clarividencia, y antes de que su mano derecha encuentre el interruptor, Granciano divisa en el fondo una luz que irradia refulgente. Proviene del fondo del salón y deja escapar un misterioso destello que atrae la mirada, casi ensoñadora, de Granciano. Es el péndulo ojo de tigre que trajo Ramabén Benítez de Egipto. El brillo aletargado que suelta, se abre paso hasta sus ojos, como suplicándole que lo mire, lo acaricie, que lo brille con el paño que lleva en sus manos, como en una especie de mensaje secreto entendible sólo entre los dos y con el que se pretendiera una relación osmótica e íntima. En la solitaria quietud en la que permanece, el péndulo ojo de tigre resalta sobre los otros objetos que hay en el Salón de clarividencia.

El salón, de forma circular, alcanza a tener unos nueve metros de diámetro, con un techo que remata en la parte superior en una cúpula abovedada, a una altura de quince metros. En una necia pretensión humana de imitar la celestial casa de los dioses, guarda semejanza con la mayoría de los altares de los templos y mezquitas, esparcidos por todo Gambote. En el centro de la cúspide de la cúpula, se encuentra una ventana, a la que Ramabén Benítez, cuando la construyó, le puso especial cuidado.

Ramabén era un convencido de que ese boquete en el techo sería por siempre la puerta de entrada del sol, el camino de ascenso al universo del alma, la abertura por donde el universo entraba a encontrarse con el espíritu de quienes reposaran aquí. Adaptada a los tiempos de hoy por Granciano, se abre tan solo con oprimir un botón situado en el piso al alcance de los pies, cuando se encuentra sentado frente al escritorio. Granciano lo activa en los casos aquellos cuando en alguna consulta, por la dificultad que encierra, necesita auscultar a las estrellas.

A decir verdad, no está comprobado que Granciano consiga algo cuando se dirige a las estrellas con esta práctica. Pero él las consultas de todos modos. A lo peor, nada pierde con intentarlo. Quizá lo que más logre conseguir con esta práctica sea sorprender la ingenuidad de los incautos visitantes, porque algo que evidencie con absoluta seguridad que descienda de las estrellas, nunca se ha visto.

En cualquier caso, muchos esperan que ese día llegue y, no pocos, están seguros de que llegará. Granciano, también, cree que sí: él percibe a diario el ascenso a las estrellas de las fragancias emanadas del jardín y el de las que brotan de las sustancias quemadas por el fuego, y, como se sabe, nada, por poco que sea, las estrellas o el universo lo ignora, como una manera de que todas las partes existentes, por pequeñas que sean, se integren en un solo y único haz universal y cósmico.

Si después de haber empleado el péndulo ojo de tigre Granciano no tiene alguna respuesta, procede a abrir la ventana del techo abovedado, el mensaje que con seguridad envía a la persona que tiene al frente es que está a punto de un peligro inminente, que lo menor sería ordenar las cosas en tierra, y poner la mente y todos los sentidos en dirección a las fuerzas infinitas del cielo, porque el peligro que ha de venir nada lo detendrá.

Pero, sea que esté sumergido en la oscuridad de la noche o en medio del resplandor de la luz de una lámpara o entre la fragancia del incienso o del aroma de las flores o de cualquier otra sustancia, Granciano vive convencido de que una ventana abierta al cielo es la vía más próxima para comunicarse con las estrellas o con los dioses. Más aún, si se está en busca de una respuesta, aunque la más de las veces no haga más que sorprender a los que llegan hasta el Salón de Clarividencia en busca de consejo para una vida mejor. A lo mejor, Granciano trata de ayudar a esas pobres criaturas y evitar que sus almas se desvíen hacia el infierno. Pero, esto, sólo él lo sabe.

Además de haber levantado el edificio en el único peñasco en todo Gambote que da de frente al mar, Ramabén multiplicó con creces la genialidad de esta idea, con otras más: pensando siempre en cómo sobrevivir honradamente del comercio, mientras se llenaba de sabiduría con los libros, hizo construir también el malecón, ese imponente tajamar y embarcadero, a la vez, que llegó a convertirse en un punto estratégico de Gambote para los negocios con el mundo exterior, levantó en lo más recóndito de la casa, una bien camuflada biblioteca, y un jardín interior que no tiene que envidiarle nada a los que construyó un iluso monarca francés. Universo, tierra, agua, aire, aroma y sabiduría, conjugado todo en un lugar.

Sea por lo que fuere, Granciano está convencido de que lo mejor que pudo ocurrírsele a Ramabén Benítez fue haber construido El Castillo y, dentro del mismo, el salón de clarividencia, la biblioteca y el jardín. Esto ocurrió hace más de setecientos años, cuando Ramabén pensó conjugar en un mismo espacio, un lugar para los negocios como lo era el malecón y un místico salón dedicado a la meditación, al consuelo, a la sanación a través de la clarividencia.

Pudo Granciano Benítez, con el acervo de todo este exuberante legado generacional, vaticinar, augurar o adivinar, que son la misma cosa, lo que había pasado, lo que estaba ocurriendo o lo que se vendría para Gambote y su gente, pero no lo logró. Tenía y tiene a la mano, no sólo lo extraído de los cuidadosos estudios realizados en el Codex-Benítez, con lo que ha alimentado su mente y ha enriquecido el ejercicio de la clarividencia, sino, además los innumerables objetos de clarividencia de que dispone, en especial el péndulo ojo de tigre, que le permiten esclarecer o vaticinar cualquier desgracia o acontecimiento en Gambote, pero no lo ha hecho.

Pudiera ser por cualquier razón desconocida que la clarividencia no le haya funcionado hasta ahora, o tal vez por alguna preocupación inconsciente de verse un día sin la compañía de su madre Fidencia o de la de su padre Benancio o por fuera de El Castillo, pero él no lo sabe. Tampoco parece preocuparle. Con solo pensar que tiene en sus manos el Codex- Benítez y el péndulo ojo de tigre y el amplio salón dispuesto para la clarividencia, sería suficiente para vaticinar cualquier caso o cosa, pero no lo ha conseguido…, hasta este momento.

Relatos

2. Astucia y linaje

El intradós de la bóveda del Salón de Clarividencia es amplio y lo rodea un misterioso y atrayente aire místico. Pareciera que todas las respuestas a las preguntas de la vida estuvieran ahí. Granciano, a diario, se extasía con las pinturas al fresco del augur y de otros famosos clarividentes que Ramabén y otras generaciones de los Benítez dibujaron sobre esa superficie. Se les observa con la mirada austera y la severidad en los rostros, perfectamente delineados, traducen rigor y sabiduría.

Entre la gama de sobrios colores y con alucinante nitidez, resaltan las imágenes de un augur de la antigua Roma y de la diosa egipcia Nut, diosa de los cielos, hija de Shu y Tefnut, esposa de su hermano Geb, madre de Osiris, Isis, Seth, Neftis y Horus y creadora del universo. Aparece desnuda y con su cuerpo arqueado. Al pie del augur se encuentra un ave, es un gallo, muy parecido al que Granciano tiene en el jardín. Los contornos de las figuras son claros, precisos, bien definidos y los colores conservan la frescura y la tonalidad aplicadas. Las dibujó Ramabén Benítez, influenciado como estaba por la filosofía griega y por esa diosa, después de recorrer Egipto y otros territorios árabes.

Siete generaciones más tarde, Gregorio Benítez dibujó la imagen de Leonardo Da Vinci y, años después, Brauliano Benítez pintó la de Nostradamus y la de Rasputín. Aunque a los dibujos les falta el toque maestro de la genialidad, Granciano vive satisfecho con ellos. A pesar de los años, parecen recién acabados de pintar. Es increíble pero sus miradas y sus labios reflejan grandes momentos solemnes de la humanidad y resaltan con gravedad la imperturbable actitud como si estuvieran expectantes de lo que abajo, en la mísera tierra, pasara, que no es poco.

En alguna ocasión, a Granciano le pareció que su imagen resaltaría como la de esos reconocidos clarividentes. Aspiraba figurar en esa solemne galería. Se dio, entonces, por divulgar la idea de que sus ancestros se remontaban hasta los de un faraón, pero ni los meticulosos registros de nacimiento de los Benítez ni los más avanzados estudios realizados por los más sobresalientes genealogistas de Gambote, pudieron encontrar rastro alguno de esta conexión. Por más esfuerzos de indagación que se realizaron, nada se comprobó y, aunque fuera cierto eso de que las raíces de sus antepasados se perdieran en la inmensidad del tiempo, no había prueba alguna que lo testificara.  Así que Granciano no tuvo más remedio que abandonar esta pretensión y conformarse con la imagen que hoy proyecta en los demás.

Pero Granciano sabe que, si bien su imagen y su ancestro no están ligados con la de ese desconocido faraón, si es la de un auténtico y aplomado Benítez. Que es heredero de la más rancia alcurnia y de la más original de las tradiciones de la humanidad, diferente de cualquier otra imagen o a la de alguno de los Del Corral, unos allegados a Gambote, descendientes de un verdugo, que usurparon el poder y lo hicieron suyo, como si fuera un legado divino o descendiente de alguna fuente autoritaria para ejercerlo. Su apellido Benítez significa mucho para él y para Gambote, y, quizá, hasta para la humanidad.

Por el contrario, está registrado que el primer Del Corral que llegó a Gambote fue el verdugo oficial de Pablo Morillo. Ese tétrico y cruel personaje cuyo único acto de piedad que se le conoció fue el que realizó con una mujer negra a la que le perdonó la vida en una ceremonia de ajusticiamiento masivo en la plaza pública de Gambote. Ese día, después de decapitar por rebeldía, con una frialdad inenarrable a 474 escuálidas y esqueléticas mujeres, de 475 que estaban en lista para ser ejecutadas, se compadeció de la última.

Era una mujer de raza negra. Mostraba el horror del hambre, pero, aun así, lucía una agraciada belleza y una destacada armonía que resaltaba a primera vista. El verdugo le aplazó la ejecución, pero no por piedad sino porque se había quedado sin fuerzas en los brazos de tanto decapitar mujeres rebeldes y no tuvo más remedio que dejar la ejecución de esta última hasta el día siguiente. Pero algo curioso sucedió entre la mujer y el verdugo.

Esto ocurrió en un día del mes de enero de 1816. Gambote mostraba el horror de la muerte. Los cadáveres se amontonaban por las calles y los que quedaban vivos apenas podían moverse, si era que podían hacerlo. Caía una pertinaz llovizna que los nativos llamaban pajareque. Para esa fecha, habían pasado más de trescientos años desde cuando Brauliano Benítez le había tendido la mano al almirante Cristóbal Colón, al capitán Vicente Yáñez Pinzón y al maestre Juan Niño para ayudarlos a descender de La Niña. Ese día, por la tarde, después de almorzar pescado, yuca y maíz, Brauliano les comentó sobre la hazaña realizada por su antepasado, Ramabén Benítez, al llegar a estas tierras en una nave frágil. Les dijo a los recién llegados que todavía hasta ese día no había nadie que pudiera explicar cómo fue que lo hizo, ya que la nave en la que atravesó el océano estaba fabricada de modo rústico con maderas de pino y chaparro, velamen latino, sin rizos y con un sistema de jarcias ajustados a un costado del buque que apenas podía resistir cualquier ventisca.

Apenas el verdugo le informó a la mujer que le fue aplazada la ejecución para el otro día, la mujer quedó con ganas de agradecerle ese acto compasivo que tuvo para con ella. Pero, también entró de inmediato en sospechas. Ella intuyó que el hombre no se había ajuntado con mujer alguna desde que llegó a Gambote.

Lo sospechó por la languidez de la piel, la tembladera de manos y piernas y por los ojos, que se le veían resecos como laguna en verano, y montó sin tardanza su estrategia. ¿Por qué no había tenido contacto con mujer alguna?, fue lo primero que se preguntó la negra. Y, al instante, astuta como era, ella misma se respondió: quizá, por andar ocupado en decapitar rebeldes o por estar en estos menesteres, sólo tiempo tendría para ocupar sus manos en complacencias íntimas personales o tal vez por no querer desprenderse de esa horrible máscara. ¡Vaya que tipo de vida para un hombre! Y la negra sonrió de manera maliciosa, como sonríen las mujeres cuando están seguras de su malicia, dejando ver la blancura y la uniformidad de su dentadura, porque creyó tener la respuesta a esos males.

 La mujer quería vivir y, para lograrlo, se propuso seducir al verdugo en las pocas horas que le quedaban de vida. Comenzó con espabilarse un poco y a enviarle señales provocativas con la boca y con los ojos, realzando sus pechos con ciertos movimientos y moviendo las caderas, un poco para allá y un poco para acá, hasta el punto de que el verdugo no resistió estos ataques de la mujer y se acercó. Se rindió, pensó ella. Él, dejó oír su voz ronca y atragantada por la máscara que llevaba puesta y le preguntó por lo que buscaba con esas morisquetas que hacía. Ella, entonces, ni corta ni perezosa, le habló para decirle que estaba agradecida por el aplazamiento, que lo veía seco como una plaga de sequía y quería concederle el deseo de satisfacerlo un poco.

El hombre, aunque desconfiado de la negra, pero reseco de mujeres como estaba, aceptó de inmediato. Es mío, pensó de nuevo la condenada, pero le dijo que sólo le permitiría que la poseyera una sola vez en esa única noche. El verdugo aceptó y cumplido estuvo en la celda a la hora convenida. Para la mujer fue traumática y decepcionante esta primera vez. El hombre alebrestado y muy arrecho como estaba, al ver desnuda a la negra, se le avanzó como caballo desbocado, con máscara, botas y polainas y con el resto de ropa que traía puesta. Sólo dos segundos duró esta relación. Como siguiera brioso y su falo erecto como una varilla acerada, el hombre le rogó para una segunda vez.

Ella se negó al comienzo, pero, después de tanta insistencia del hombre, se compadeció de él y acabó por aceptar con la condición de que si quedaba embarazada el hijo que naciera llevara su apellido, que hasta entonces nadie sabía. Además, le dijo que fuera esa misma noche ya que, si era en otra noche, corría el riesgo de que sus propios compañeros de celda la descubrieran y la mataran por acostarse con un verdugo cruel y sanguinario. El verdugo aceptó y esta vez la relación duró tres segundos, y al terminar, como siguiera con igual o mayor ímpetu, de nuevo le insistió para una tercera vez.

Ella volvió a negarse como la primera vez, pero de nuevo se compadeció del hombre y aceptó con la condición de que le regresara el pato de oro que le había entregado. El aceptó, pero no había terminado de eyacular cuando ya estaba implorando por una cuarta relación. Y así siguió, una y otra vez, hasta la octava relación, en la que, igual a las ocasiones anteriores, ella terminó por decirle que sí, pero esta vez le pidió que se quitara la máscara para conocerle la cara al hombre con el que había tenido estado. Pero esta vez fue el verdugo quien no aceptó por temor a ser castigado por Pablo Morillo y, por más que la mujer le insistiera, el sombrío personaje prefirió alejarse de la mujer, todavía alborotado y con el falo tieso y parado como un mástil, antes que quitarse la fúnebre máscara de verdugo que le había encasquetado Pablo Morillo.

Fue suficiente esa única noche para que ella quedara embarazada y nueve meses después naciera el primero y único descendiente del verdugo. Fue bautizado en secreto con el nombre de Teótimo Del Corral.

De ese modo, la descendencia de los Del Corral, se aseguró, a través de ese hijo que tuvo el despiadado verdugo oficial de Pablo Morillo, cuyo nombre jamás se conoció. Tiempo después, un grupo de esclavos alzados en rebeldía lo ajusticiaron en la orilla del caño de Las Palomas a punta de garrotazos. La mujer nunca recuperó el pato de oro entregado y tampoco pudo verle la cara a ese tétrico personaje, pero se conformó con que le permitiera ponerle el apellido Del Corral a Teótimo. A ella, por extrañas creencias, le parecía que ese nombre era el indicado para timar a Dios o para averiguar el oro acumulado por el verdugo. Pero jamás se supo que hizo el verdugo el oro arrebatado. Iban en ese robo objetos y figuras decorativas, como un cerdo, una lora, seis patos y ciento cuarenta ratas de oro macizo, además de varias decenas de lingotes que les arrebató a quienes eran condenados a la decapitación.

Convencida estaba también la negra de que, con ese nombre, su hijo podría sacarla de la pobreza. Creía que, al heredar de su padre la facultad de acorralar a las víctimas con palabras convincentes para timarlos, podía enriquecerse. Así lo hacía el verdugo al decirles a los condenados que le entregaran el oro a cambio de perdonarles la vida. Y esa mujer negra, llena de atributos físicos y de extrañas creencias, creía que su hijo tendría suficientes armas para timar a las personas o para timar en nombre de Dios, que para ella era lo mismo. Y así fue. Teótimo heredó esa facultad de embaucar a todo el que se le atravesara en su camino.

Tiempo después, el rey de España, todavía con poderes en estas tierras y por sugerencia del propio Pablo Morillo, le concedió a Teótimo la administración de Gambote. Así, de esta manera, el Rey lo compensó por el asesinato que sufrió su padre, el verdugo. Sirvió este acto compensatorio para que la gente sospechara que el propio Rey tenía que ver con esa muerte, pero nada se comprobó. Desde entonces, los Del Corral, en estrecha alianza con los militares desocupados de las guerras de independencia y con los curas inquisidores que aún quedaban, se aferraron al poder empleando todo tipo de argucias y de trampas, pero de manera especial inculcando un miedo fóbico entre los habitantes de Gambote que los atenazaban a unas supersticiones y creencias de las que nunca pudieron librarse. (Actualmente, en Gambote, el miedo sigue, aunque disfrazado bajo otras formas, pero sigue siendo miedo)

Cada uno de los Del Corral inventó cualquier cosa para inculcar, expandir y acrecentar el miedo entre la gente de Gambote. Teótimo, el primer Del Corral, hijo del verdugo, se inventó que la noche, fantasmas y seres malignos como La Llorona, el Perro Negro, La Mano Peluda, el Ánima Sola, rondaban por Gambote para desaparecer a quienes anduvieran por ahí deambulando sin rumbo fijo. Un descendiente de Teótimo, Timolano Del Corral, añadió la existencia de El Mandingas, la Cabellona, la del Angelito Toñeco y la del Cura sin cabeza.

Creencias fabricadas por los Del Corral aseguraban que los rayos, las centellas y las nubes negras que anunciaban borrascas, eran obras del mismísimo demonio. Imaginerías de todo tipo inundaron las cabezas de las gentes de Gambote, y leyendas espantosas, apariciones y aquelarres no hicieron más que amedrentar y aterrorizar. Así, cada generación de los Del Corral, atenazados al poder, poco a poco, fue añadiendo creencias medrosas, fanatismos, pareceres y sospechas, dogmas y doctrinas, que acrecentaron el miedo a cualquier cosa.

Gambote comenzó por temerle al trueno, al rayo, a la oscuridad, a los ruidos, a los animales, a las nubes, a las borrascas, a las crecientes y a los animales escondidizos. Siguió con el miedo al amor, al odio, al frío y al calor, a los vivos y a los muertos, a la soledad y a la multitud, a la gente, a las alturas y a las profundidades, a la noche y al día, a la eternidad y al tiempo, a los temporales, al coraje, a los animales, a las sombras y a las imágenes, al sol, a la luna, a las estrellas, al hambre y al placer. La lista a los miedos era interminable y se alargaba con el miedo al bosque, al chocolate, a los gatos, a los afectos, a las caricias, a los aromas, miedo a la felicidad, al ruido y al silencio, a no ser comprendido y a las vibraciones, al propio miedo, y a lo que fuere, pero nadie escapaba al sufrimiento de algún miedo.

Se sabía de personas que les temían a las nubes, otras al cielo, al agua, al aire, a la tierra y no pocos hombres les temían a las mujeres, a las tetas y a la vagina y mujeres había que, por su parte, les temían a los hombres y al falo, lo que resultaba una infinidad de mezcla de miedos que, a su vez, generaban otros miedos, hasta formar una telaraña infinita de miedos de la que nadie escapaba.

Con el paso del tiempo, a las personas no sólo se le hacían nudos en la garganta o se les helaba la sangre del miedo, sino que también morían asfixiados por esos nudos o porque las venas y arterias se les reventaban por la acumulación del hielo en la sangre. Muchos quedaron sin el don del habla y otros quedaron para siempre con los pelos de punta o con una tembladera, igual a la que le daba a Granciano cuando presagiaba algo.

Al miedo, por mucho que quisieron controlarlo, jamás pudieron hacerlo; por el contrario, se agigantaba. Fue gracias a la piedad de un sacerdote que viendo las trágicas consecuencias que el miedo venía causando entre la gente, predicó que lo mejor era encauzar este miedo hacia el creador de todas las cosas antes que perderse en las telarañas del miedo. Desde entonces se habló del temor a Dios. Esto alivió las cosas, pero no las acabó, ya que la gente de Gambote quedó sufriendo de toda clase de fobias, pero especialmente de tanatofobia, de filofobia, tripofobia y de nictofobia.

El miedo inculcado fue también aprovechado para explotar la Mina. Con el miedo inculcado a los trabajadores, fue como se pudo incrementar la producción de minerales preciosos. De ese modo también, fue como Gambote entró en la senda del olvidó de las enseñanzas humanísticas que Ramabén Benítez y sus más cercanos descendientes habían transmitido, gracias a los aprendizajes logrados en sus viajes por Grecia, Roma y los territorios árabes.

El pueblo de Gambote pasó de ser laborioso y dedicado a los menesteres que facilitaba y encaminaba el trajinar del hombre en la sociedad y para la vida, para dedicarse en cambio, al ocio, a la contemplación del más allá y al trabajo esclavizante de las minas. Los gambotenses se enemistaron con la naturaleza y olvidaron el álgebra y la forma de hacer casas, albercas, baldosas, albóndigas, arepas, buñuelos, y de preparar álcalis, elixires o jarabes; se olvidaron también de comer arroz y de sembrar naranjas, limones, berenjenas, albaricoques, zanahorias, y el hambre y el ocio que nunca se conocieron, gracias a los Benítez y al indígena Pascual, comenzaron a hacer estragos entre los pobladores.

Nunca más practicaron el intercambio de alimentos y de las otras cosas que producían y que realizaban entre sí para procurarse aquello que necesitaban. Lo mejor que encontraron, entonces, fue emplearse de sirvientes, por tan solo un plato de comida al día de los ricos hacendados, de los militares ávidos de guerra y de la familia de los Del Corral, que ocupaban hasta cincuenta personas para los oficios de la casa. Hacendados, militares y los Del Corral, llegaron al punto de controlarlo todo hasta que, muchísimos años después, aparecieron el Encomendador y la Sombra, unos seres extraños y malvados que, con los desalmados hombres a su servicio, despojaron y desplazaron a cientos de miles de campesinos para quedarse con sus propiedades, obligando a los Del Corral a compartir su poder.

***

La ventana del costado oriental de la pared del gran Salón de Clarividencia se abre hacia un hermoso jardín, en el que se encuentra un aljibe con capacidad para almacenar suficiente agua como para resistir varios veranos. El jardín se encuentra muy bien cuidado por un Omairo Calderín, hombre de confianza de Granciano. Omairo comparte su tiempo trabajando de medio tiempo con los Benítez en diferentes quehaceres de la casa y el otro medio tiempo en la mansión de Pasmenio.

El alcalde Pasmenio, conocedor de su laboriosidad, lo contrató para que en el tiempo que le quedaba libre cuidara el jardín de la mansión. Omairo sospecha, por los requerimientos y las preguntas que Pasmenio con frecuencia le hace, que lo contrató más bien para que le contara detalles de la vida íntima de los Benítez que para cuidar el jardín. Pero Omairo sabe callar.

Omairo mantiene el jardín de los Benítez repleto de diversas plantas ornamentales que sueltan diversidad de aromas que se mezclan entre sí y penetran al salón envolviéndolo en una atmósfera de agradables emanaciones que se elevan hacia la cúspide, a la espera de que Granciano les abra la ventana y así abrirse paso hacia las estrellas, al universo.

Con más de 80 kilos de peso, un metro y ochenta y dos centímetros de estatura y a punto de cumplir treinta y cinco años, Granciano sabe utilizar a la perfección la atmósfera mágica provocada por las fragancias de los aromas. De mirada penetrante y de musculatura firme y de atlética apariencia externa, da la impresión de dedicar buena parte del tiempo a los ejercicios físicos, pero es un maestro en usar el efluvio de las flores para dar rienda suelta a interpretaciones sibilinas y embaucadoras. La emplea para resolver los diversos casos o situaciones que le presentan quienes a él acuden en busca de ayuda espiritual o de consejo, que en su mayoría son mujeres deseosas de casamiento o de tener un hijo, comerciantes ávidos de riqueza y personas preocupadas por su futuro.

Paseándose por el jardín y luciendo una empinada y colorida cresta que resalta entre el follaje multicolor de las florecidas matas, un gallo gigante, parecido al que se observa al lado del augur, sobresale caminando solitario y con una extraña tembladera por entre las matas.

Es tal el parecido que guarda el gallo con la imagen del ave que está al lado augur en el intradós del techo que, puede decirse, que es el mismísimo animal. Alguien, alguna vez, llegó a afirmar que esa imagen dibujada en el intradós era la del gallo actual que se pasea vanagloriándose del don de la eternidad. También es posible que la tembladera de la que sufre el arrogante pollo, igual a la tembladera que le da a Granciano cuando presiente algo, sea un rezago del miedo que ronda todavía en Gambote, pero es difícil asegurarlo. Esta afirmación, a lo mejor se hace por la inseguridad reinante.

Con ojos vigilantes y ariscos se le ve siempre mirando hacia el interior del salón en donde se encuentra Granciano. Permanece atento como si esperara alguna orden o el inicio de las lecciones que a diario su amo le imparte con la intención de enseñarle a leer y orientarlo hacia las prácticas de alectomancia. Granciano es la única persona que alimenta el gallo y por nada del mundo permite que su madre Fidencia Concepción u Omairo Calderín lo hagan.

Para orientar al gallo hacia esta práctica, Granciano ha dibujado en la mitad del jardín un círculo de regular tamaño y a su alrededor ha dibujado los diez planetas de la astrología, incluyendo al Sol, la Luna y Plutón. Por encima de los planetas, pero por debajo del círculo están los cuatro elementos existentes: agua, tierra, fuego y aire. Debajo de los planetas se observan los doce signos del zodíaco y, más bajo de los diez planetas, las letras del alfabeto de tres idiomas diferentes. Encima de las letras, cada día, Granciano pone uno o dos granos de maíz o de trigo, según el grado de complicación del caso que tenga en sus manos.

Una vez que Granciano u Omairo abren la puerta del gallinero, el hambriento y presuntuoso animal corre veloz y en dirección hacia el círculo, y picotea a su antojo los granos puestos sobre las letras. De acuerdo al orden de los picotazos del animal y, a medida que gira, de derecha a izquierda, alrededor del círculo, Granciano interpreta las complejas relaciones que se dan entre los picotazos y los elementos, los planetas, los signos y las letras, para luego deducir el resultado, como si fuera un claro mensaje alectomántico. Es a este mensaje, al que Granciano le da un sentido adivinatorio o predictivo. Quienes más acuden a este método son las mujeres en edad de casarse y personas a quienes el miedo los tiene sumido en un terror abismal, como si estuvieran en las puertas del mismísimo infierno o quizás en algo peor.

Cada mañana, después de las lecciones de alectomancia y del aseo que su madre Fidencia Concepción hace en el Salón de clarividencia, Granciano pasa por la alcoba en la que está su padre. Lo hace, una vez finalizados los ejercicios con las cinco barajas de póker, cuatro negras y una roja, que tiene tendidas sobre el escritorio, puestas boca abajo, para comprobar el buen funcionamiento del péndulo ojo de tigre. Más tarde se dedica a la revisión de cada uno de los numerosos objetos empleados en la práctica de la clarividencia dispuestos sobre una mesa de seis metros de largo que tiene la misma forma circular de la pared.

***

Sin reparar en el tiempo que se demora en esta tarea, Granciano, con un paño de lana blanco, especialmente destinado para el caso, se aferra a abrillantar, aún más, los diferentes objetos adivinatorios que allí se encuentran, quizá para lograr un poco más del brillo que su madre Fidencia Concepción es capaz de sacar. Está en esas cuando unos persistentes toques en la puerta lo sacan de esa concentración. Los golpes resuenan en el interior de El Castillo por el efecto del abovedado techo del Salón de Clarividencia, pero Granciano no se sorprende y tampoco se inmuta. Cree saber quién es, pero no está seguro. Alza la vista hacía el intradós como si buscara una respuesta, y su mirada tropieza con la de Nostradamus. Pero Nostradamus nada responde. A lo mejor la respuesta que busca esté en el Codex-Benítez o en el péndulo ojo de tigre.