Fragmentos de mi novela La Cumbre y el círculo del fuego
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Pareciera, como sí las señales o mensajes que enviaban los objetos de clarividencia, las cubriera una espesa humareda que impedía interpretarlos. Así pasaba también con el conoci-miento que extraía del propio Codex-Benítez, los cuadernos empleados en sus predicciones: se mostraba borroso y nublado. A lo mejor, quizá, el dios de la violencia y de la corrupción, como lo afirmaban muchos, se había establecido en Gambote e impedía que cualquier men-saje emanado de los objetos pudiesen ser escuchados, vistos u olfateados.
A decir verdad, Granciano no creía que, ese tal dios, por más poderes sobrenaturales que tuviera, había llegado a Gambote y hasta la propia puerta de El Castillo, su casa. ¿Un dios visitando su casa? Se negaba creerlo.
Por una razón u otra, Granciano no se percataba o no quería creer que Gambote había cambiado. Lo sabría años después del asesinato de Rosendo Brochero, la noche en la que su propio padre Benancio fuera atacado por unos delincuentes que querían obligarlo a que les vendiera El Castillo, la casa en la que él, sus padres y todas las anteriores generaciones de los Benítez habían vivido, desde que Ramabén Benítez, el primer Benítez que pisó este lu-gar, la construyó.
Hasta segundos antes de que su padre Benancio fuera acuchillado, Granciano Benítez todavía se negaba aceptar que ese dios violento y corrupto, del que se hablaba, se había tomado Gambote. No imaginaba que el pueblo en el que había nacido y crecido fuera otro.
Esa noche, cerca de las nueve, con la ayuda de su madre, Fidencia Concepción, después de levantar a su padre Benancio que yacía tendido, malherido, en el piso, al frente de su casa, El Castillo, y curarle las heridas que le produjeron unos desconocidos, Granciano, pensativo e incrédulo, se retiró a descansar. Hubiera deseado, como después se lo dijera a la policía, perseguir a los violentos que habían ultimado a su padre, pero una borrasca huracanada que llegó de repente y amenazaba con tumbar todo lo que encontrara a su paso, se lo impidió.
Sumergido como estaba en la lectura del Codex-Benítez, y en las prácticas de la clarividen-cia, que no le querían funcionar, Granciano vivía convencido de que más allá de las cuatro paredes en las que permanecía absorto, todo seguía igual a como lo había conocido. A los ojos de cualquiera, parecía que a Granciano le interesara poco lo que pasara fuera de su es-trecho mundo. Pero, en realidad, no era así.
De que la violencia había llegado hasta las propias puertas de Gambote, Granciano lo igno-raba o no quería creerlo. Tal vez, pudo haberse convencido el día en que Rosendo Brochero, padre de la maestra Rosario Brochero, fuera asesinado por el coronel Rito Santoro, hombre de confianza del Encomendador, suprema autoridad en el extenso territorio donde se en-cuentra Gambote, pero en ese entonces lejos estaba de aceptarlo.
La muerte de Rosendo ocurrió en pleno velorio de Porfirio Valle. Porfirio, era el héroe mi-nero que evitó que este pueblo desapareciera por cuenta de una crecida gigantesca del Río Grande, el límite de Gambote por el costado oriental, tres días antes que una bala perdida acabara con su vida. También había sido el líder minero amigo de Rosario Brochero, la única hija de Rosendo, y el mismo que organizó la marcha para pedir que los beneficios de la Mi-na fueran para todos, no sólo para un grupo.
Para que Granciano, por fin, se convenciera de que las cosas en Gambote ya no eran iguales a como él las había conocido tiempo atrás, pasaría un tiempo más. Sucedió, cuando su ma-dre Fidencia Concepción fuera también mortalmente herida por un delincuente que penetró en el Salón de Clarividencia en El Castillo para robarse el péndulo ojo de tigre, que Rama-bén Benítez, a su vez, había robado y traído de Egipto. Para entonces, la realidad de la vio-lencia ya había pisado sus talones. Tan real como que él, Granciano Benítez, clarividente de nacimiento y de profesión, era hijo de Fidencia Concepción y de Benancio Benítez.
Un tiempo más tendría que pasar, todavía, para descubrir que lo sucedido al padre de Rosa-rio Brochero, al líder minero Porfirio, a su padre Benancio y a Fidencia Concepción, su madre, eran parte de un siniestro plan preparado por el propio Encomendador, la Sombra, el alcalde Pasmenio y por Ismael Almagro, el hombre clave del poderoso Midas Soro. Llega-ría a descubrir que estos actos, en apariencia aislados, iban más allá de ser unos simples he-chos de inseguridad o de la violencia que se vivía en Gambote, como lo afirmaba el alcalde Pasmenio.
Lo que ocurría, rebasaba la detestable historia de que Pasmenio Andrés Del Corral, sólo por el simple deseo de poseerla, consiguiera de manera fraudulenta, la propiedad de la Mina que en vida perteneciera a Rosendo Brochero. Lo que sucedía, iba más allá de la aparente acti-tud inocente y caprichosa del propio Pasmenio de pretender El Castillo, la casa en la que sus padres, sus abuelos, sus tatarabuelos y todos los otros antecesores de los Benítez y él mis-mo, por siempre, han vivido.
Esa nefasta noche por nada del mundo la ha podido olvidar. Después de lo sucedido a su padre y de tirarse sobre la cama a descansar, se tendió boca arriba y, por un instante, pensó en lo ocurrido. Se preguntó sobre quién o quiénes pudieran haberlo lastimado de esa manera brutal y por qué. La última campanada, de once que dio el reloj, apenas la escuchó. Escasos tres minutos habían transcurrido, cuando percibió la cercanía de las tres figuras que durante el sueño vienen a acosarlo.