Un cadáver en el caño de Las Palomas (Cuento)


1. Un cadáver en el caño de Las Palomas (Posible comienzo de la novela)

Un pescador descubre un cadáver y llegan los investigadores.

Domingo 31 de octubre de 1.999

El cuerpo de la mujer yacía en las orillas del caño de Las Palomas. Lo encontró desnudo entre la espesura de los matorrales, Maximino Fernández, un pescador de Gambote, cuando se dirigía a su bote para iniciar su jornada de pesca.  

En las declaraciones que diera a la policía, el hombre contó que, por un instante, la mirada de la mujer lo dejó paralizado, sintió como si, con los ojos, quisiera hablarle. No se sabe si, fue por miedo u por otra razón, que omitió declarar que, poco antes de alejarse horrorizado del lugar, se acercó al cuerpo para comprobar si aún vivía, que pegó el oído izquierdo a los labios de la mujer en el instante en que estos se movieron y balbuceaba algunas palabras en una especie de último suspiro. Con las palabras resonando en su cabeza, Maximino, lleno de pavor se alejó presuroso del lugar.

Llovía desde la media noche. A Maximino le pareció que nunca escamparía. Empapado y, con el frío mañanero pegado a su cuerpo, más que correr, voló hasta llegar al pueblo para dar aviso a la policía. Los dedos amoratados de sus pies reflejaban el escueto cubrimiento de las capelladas de las sandalias que usaba, pero las suelas, de grueso caucho, impregnaban con nitidez las huellas arqueadas que dejaba en su afanosa carrera.     

Era la mañana del domingo 31 de octubre de 1999. Un día fatídico como todos los de ese mes para el común de la gente de Gambote. Sería el último día del año del vigésimo siglo y del segundo milenio. A decir verdad, esto no era exacto, faltaba un año más para que finalizaran. Sucedió que, la gente presurosa por armar la baraúnda, olvidó que el último año de un de un siglo o de un milenio terminaba en ceros, y se anticiparon a celebrar como si, de verdad, este que terminaba en noventa y nueve, fuese el último. 

La idea de la gente era celebrar dos veces y no una el fin del siglo y del milenio. No estaban seguros si celebrarían otro siglo u otro milenio más. Además, el acontecimiento, daba pie para festejar doce meses continuos. Amanecer festejando un nuevo siglo y de un mileno era cosa que no se daba todos los días. Así que los festejos se iniciarían este año y se extenderían durante trescientos sesenta y cinco días. La euforia que, rebosaba los espíritus, iba bien con la gente de Gambote, más no con el de Granciano Benítez, el clarividente.

Como un verdadero augur, Granciano se mantenía alejado de las ruidosas celebraciones. Demasiados agobios pesaban sobre su cabeza para ocuparse de cosas diferentes a la de vaticinar. La escritura en el Codex, los resultados de las predicciones hechas en los primeros días del año y las que se avecinaban para el funesto 31 de octubre y los finales del milenio, así como las urgencias de sus pacientes y lo de la hecatombe del dinero, apremiaban demasiado.

Hacía nueve meses que Granciano había vaticinado la fatalidad del dinero y permanecía atento a los resultados de esas predicciones y a lo que sobrevendría de no tomarse las precauciones del caso.

Suficientes hechos lo mantenían en alerta frente a lo que pudiera suceder. Mal presagio, exclamaría momentos después al enterarse del hallazgo del cadáver. Rosario su mujer y su amigo Armando, el Singo, apenas dieron muestras de haberlo escuchado. 

Esa mañana, por alguna extraña razón, las bandadas de palomas, de mariposas, de codornices y de otros animales mañaneros no amanecieron en el caño. Tal vez, la lluvia las obligaba a permanecer guarecidas en medio de la espesura. Por algo inexplicable, también, el zumbido de los mosquitos y el canto de los grillos semejaban un lúgubre canto alrededor del lánguido cadáver de la mujer.

Los habituales moradores de la ribera, casi todos pescadores, permanecían a la espera de que el tiempo cambiara. Un extenso manto de atarrayas con el color de la nostalgia colgaba de las estacas sembradas en el suelo pantanoso. Otras atarrayas, abrumadas por la desilusión del día anterior, permanecían atadas a las paredes de las chozas. Con el olor a pescado pegado en las piolas, cubrían las fachadas con el color de la desazón. En las puertas de sus casuchas, algunos pescadores, con la paciencia en sus caras, se asomaban para ver caer la lluvia. El resto de las casas parecían abandonadas o vigilar la marisma.

El caño de Las Palomas era un brazuelo del río Grande. Se desprendía por el costado sur de Gambote, kilómetros antes de llegar al límite, y bordeaba la periferia suroccidental. Al final, se escabullía por entre la maleza hasta penetrar lento y silencioso en el mar. Los turistas interesados en conocer el lugar con tan llamativo nombre, todavía no llegaban. Tardarían un par de horas más.

Los alrededores del caño estaban convertidos en un inmundo albañal.  El hedor que soltaba apenas dejaba respirar. El alcalde, Pasmenio Andrés Del Corral, había dicho que no tenía recursos para la limpieza del lugar. Pero, aunque lo hubiera tenido, no había en Gambote quien quisiera hacerlo. Pero esto era no más una suposición, ya que, por lo visto, fácil era suponer que la gente se había acostumbrado a esa pestilencia. En las calles, se oía decir que la fetidez del albañal no podía ser peor que el de la corrupción que atenazaba a Gambote. Pero esto era otra cosa de la que más tarde había de ocuparse.

Lo cierto era que, el olor de la inmundicia no alcanzaba a encubrir la fragancia juvenil que despedía el inerme cuerpo que se encontraba mezclado entre la suciedad del caño. Así lo percibieron Maximino Fernández, el detective Rodrigo Miranda, y el resto de personas que llegaron a investigar el hecho.

Alrededor del cuerpo, infinitos hilos transparentes de agua se deslizaban cuesta abajo, formando flujos más gruesos que terminaban en el caño.

Abundaban los senderos que llevaban a cualquier lugar, pero escaseaban los avisos o señales que indicaran por dónde transitar. Llegar o salir de las orillas del caño, se dificultaba. El edificio de la Cumbre que se erguía a lo lejos en el centro de Gambote, era la única guía en el lugar. De no existir esa torre, cualquier persona corría el riesgo de perderse entre la maleza invasora del caño. 

Al pescador lo invadió el miedo. Alejado de los tres policías y de las otras personas se mostraba impaciente. Sin poder alejar de su mente la mirada intensa del cadáver ni las últimas palabras que balbuceó, sacudía el sombrero de un lado a otro. Permanecía callado.

Al lado del detective Rodrigo Miranda, estaban el médico Salustiano Hernández y el fotógrafo Tomás Clavijo. Los tres trabajaban para la fiscalía a cargo James Remberto Manzano, un abogado recién aparecido que había descollado por el manejo habilidoso que sabía darle a la maraña de esfinges que escondían los códigos para inclinarlas en favor de los poderosos corruptos de Gambote y del país. 

La desnudez del cuerpo resaltaba entre la maleza inundada de florecillas de variados colores. A primera vista, el cadáver no mostraba señales de tortura.  Los dos policías que permanecían cerca del lugar examinaban el cuerpo con ojos inquisidores. Sus buitreas miradas devoraban centímetro a centímetro el cadáver de la mujer. Lo escrutaban de arriba abajo, mientras permanecían a la espera de que el investigador y sus dos acompañantes terminaran sus labores. De vez en cuando, sacudían las manos para espantar la nube de mosquitos que los acosaban.

El investigador Miranda, con manos enguantadas y tapabocas en su cara, examinó la zona, antes de acercarse al cadáver.  Ordenó a los policías acordonar el lugar en un área de setenta metros. Apenas protegido por una sombrilla que sostenía con dificultad, dibujó en un cuaderno un plano del lugar, y señaló el punto exacto del hallazgo del cuerpo. Moviéndose de norte a sur y de este a oeste, en la búsqueda de rutas de huidas o de algunas otras señales, se desplazó entre la espesura de los matorrales, tratando de cubrir franjas paralelas del cenagoso terreno, pero sin encontrar algo de interés.  Clavijo lo seguía con la cámara dispuesta.

Había dejado de serenar cuando terminó el recorrido. La sofocación amenazaba en el momento en que se acercó, con pasos cuidadosos, al cadáver de la mujer. Alertó a Clavijo, cuando se fijó en las huellas dispersas en el suelo pantanoso, alrededor del cuerpo. Los ojos verdes todavía abiertos de la mujer, parecían hablarle. Una extraña sensación recorrió el cuerpo del detective al ver las formas armoniosas del cadáver de la joven. Las palabras del médico lo despabilaron. Él lo miro y le pidió tener cuidado con las huellas en el suelo.

Diálogo entre el forense Salustiano Hernández y el detective Rodrigo Miranda

—Sobredosis —dijo el médico Salustiano—. Enseguida agregó: —No es necesario emplear el luminol. Hay señales de jaloneo y de sujeción, más o menos fuertes. Más tarde, en la morgue, te daré más detalles. Me demoraré un poco en llegar.

  —Lo usaré de todos modos —respondió Miranda. Nunca se sabe, cualquier señal es útil.

  —Tomaré la temperatura del cuerpo por el ano

Miranda ordenó a los dos policías que voltearan la cara hacia otro lado, mientras el médico introducía el termómetro en el cuerpo de la muerta.  

  —Tibia…entre dos y cuatro horas de muerta. No más.

Miranda desvió la mirada hacia el cadáver.

  —Comenzó mal este 31…me recuerda lo de la Cumbre hace cinco años.

  —Era de esperarse —apuntó el forense—. Y añadió: —Lo de la Cumbre fue en la noche. Ninguna pertenencia. La autopsia nos arrojará más información. 

  —Sostengo, como Sherlock Holmes, que detrás de estos crímenes, poca virtud hay, pero si demasiadas líneas que los unen a algún pecado capital, por ejemplo, a la lujuria, a la ira o a la codicia.

  —¡Vaya uno a saber! La autopsia algo nos dirá.

  —Tarde o temprano daremos con el lujurioso, el iracundo o el codicioso. Aunque podría ser otro.

La lividez del cadáver de la joven no sobresaltó a Miranda. No pasaba de los 21 años. Miranda percibió que los ojos de la mujer, lo miraban como si quisieran transmitir algún mensaje. Se acomodó el morral que llevaba sobre la espalda, y se agachó para examinarlo de cerca. Murmuró que, en vida, esos ojos habrían reflejado el brillo de dos lunas desérticas. Un sinnúmero de gotas de agua lluvia se deslizaban por el cuerpo terso de la mujer, como si se deslizaran por encima de un pétalo.

La piel era fresca y de color meloso. Sin asomo de cansancio. Brillaba con las primeras luces del amanecer. Mantenía la tersura primaveral de los primeros años. Nariz ligeramente aguileña, pómulos salientes, y cabello negro, sedoso y abundante. De la fisura de sus labios parecían brotar las últimas palabras que pronunciara. Miranda destacó cada uno de los delicados rasgos faciales, y, con sólo verlos, afirmó que la mujer no era de Gambote.

Deslizó su mirada hacia abajo. La frescura de un manantial o la espesura de un oasis brotaba del entumecido pubis. Miranda quiso cerrar los ojos del cadáver, pero no resistió la intensa mirada que de él brotaba. Parecían taladrar sus propios ojos. Lo dejó para más tarde. No sobrepasaba el metro sesenta y cinco centímetros de estatura.  Se movía con extremo cuidado al examinar el cadáver y registrar las huellas dactilares.  

  —No parece ser de Gambote —dijo Miranda, sin apartar la vista del cadáver.

Nadie respondió.

No había rastros de sangre ni de las vestimentas de la mujer. El fotógrafo Tomás hizo varias tomas de la zona y de las huellas encontradas. Miranda anotó que sus manos hablaban de la ausencia de trabajos rudos. Quizá se ocupaba en tejer o bordar. Anotó la posición y el estado del cadáver y de varios detalles más de los alrededores. Volvió a mirar las huellas cercanas al cadáver. Cubrió las manos de la muerta con bolsas de papel; se fijó en algunas heridas leves en los brazos y en las señales rojizas que mostraba en las muñecas y en los tobillos. Ordenó fotografiarlas.  Cuando finalizó, se dirigió hacia donde estaba el pescador que seguía paralizado del miedo y permanecía atento a lo que Miranda hacía.

Diálogo entre el detective Rodrigo Mirando y el pescador

—Fue usted la persona que encontró el cadáver? —preguntó el detective.

—Sí señor —respondió el pescador, con cara de preocupación y frotándose las manos.

—¿Cuál es su nombre y qué hacía usted por este lugar?   —preguntó de nuevo el investigador.

—Máximo Fernández, vengo a pescar, es mi trabajo —respondió el hombre, sin dejar de frotarse las manos. 

—¿A qué horas llegó?

—Cerca de las seis…un poco antes.

—¿Podría precisar la hora?

—No uso reloj, pero le digo que no eran las seis.

—¿A qué se dedica?

—Ya le dije que soy pescador.

—¿Quién más estaba en este lugar cuando usted llegó?

—Nadie más…, sólo yo.

—¿Dónde vive?

—Cerca de aquí, en una de esas casuchas. Vivo con mi mujer y un hijo.

—¿Durante la noche notó algo sospechoso que llamara su atención?

—No señor, estuvo lloviendo desde la medianoche. Al rato de comenzar la lluvia se vieron unas luces de un carro que se estacionó en ese camino, cerca de donde está la ambulancia. Pero con frecuencia llegan carros a este lugar de noche… la droga y el…, usted sabe —agregó el pescador.

—¿Carros? ¿Drogas? ¿Luces?

—Sí señor, usted sabe. Las luces de un carro, pero se veían lejos. Estaba oscuro y con la lluvia, es difícil distinguir.

—¿Tocó el cuerpo o removió algo del lugar?

—No señor, cuando pasaba por este camino pasé cerca del cuerpo tirado entre la maleza. Sí, me acerqué un poco, pero me asusté mucho con la mirada de la mujer y corrí hasta Gambote para avisar a la policía.

Mirando bajó la vista y observó las sandalias empantanadas del pescador, pero desvió la mirada de inmediato encarando al pescador.

—Hizo bien —dijo el investigador—. Siendo la primera persona que vio el cadáver, se convierte en el primer sospechoso —le advirtió al pescador el investigador Miranda. 

—¿Yo…sospechoso?, ¿por qué? —inquirió el pescador—. Yo sólo avisé.

—No puede salir de Gambote —volvió advertirle Miranda al pescador.

—Yo nunca he salido de Gambote.

—Mucho mejor —respondió el investigador, con aire de haber terminado. Y añadió: —En cualquier momento puedo llamarlo a ampliar su declaración.

—Siempre estoy por aquí.  

—Mejor que sea así.

Miranda le dio la espalda al intonso pescador y ordenó tomarle una foto y otras más al lugar que el hombre había señalado en donde pudo haberse estacionado el carro. A pesar de la lluvia, las señales de llantas en el piso, todavía eran claras. Tomó varias muestras del barro del lugar y ordenó fotografiar las huellas de las llantas y de las pisadas desde varios ángulos. Enviaría todo a la capital para un examen más minucioso. El fotógrafo Clavijo obedeció sin decir ninguna palabra.  

Con el sombrero en mano, el pescador lo miraba estupefacto. Moviéndose de un lado a otro, chapoteando los charcos y barbotando maldiciones, se lamentaba de haber avisado a la policía. “Con lo corrupto que son, mejor hubiera sido quedarme callado. Ahora soy yo el sospechoso”, refunfuñó el hombre. Pero el pescador se equivocaba, Miranda podría ser cualquier otra cosa, pero no un corrupto. Tal vez su jefe lo sería, pero él no.

El detective metió las notas en el morral, y por un momento más se quedó observando el cadáver. Ordenó a uno de los policías cubrir el cadáver con una sábana. Como el agente demorara en hacerlo, le arrebató con fuerza la sábana y la arrojó sobre el cadáver. Luego, hizo traer la camilla, pero no permitió que la ambulancia se acercara al lugar del hallazgo.

Los dos auxiliares que habían permanecido cerca de la ambulancia se dirigieron presurosos al lugar. Cubrieron de una mejor forma el cadáver, lo montaron sobre la camilla y lo transportaron hacia el carro. Pasaron por delante del pescador y este quiso decir algo, pero prefirió callar.

Con el sombrero sobre su cabeza y con la mente puesta en los ojos vidriosos de la mujer, vio alejarse a los camilleros por entre la espesura de los matorrales en dirección la ambulancia. Con ellos se iba el verde de los ojos de la mujer y la blancura de la piel del cuerpo del que estuvo cerca. No se inmutó por haber callado al detective las últimas palabras que le pareció escuchar a la mujer, y regresó a la choza.

Sintió el llamado de la pardusca atarraya colgada sobre las estacas. La tomó entre sus manos y limpió cada una de las piolas; arregló los nudos sueltos, y fijó su pensamiento en la forma en la que la arrojaría al caño. Los peces escaseaban y esperaba que la pesca de hoy fuera mejor. Sentado en un banco de madera, se quitó las sandalias impregnadas de barro y las sacudió con fuerza contra el suelo. Se levantó, dio un par de pasos, miró hacia la choza y, de nuevo, se sentó en la banca. El calor aumentaba y las palabras de la mujer que resonaban en su mente, parecían atormentarlo.

De un momento a otro, se quitó el sombrero y lo sacudió contra sus pantalones y, con la vista clavada en la red, exclamó:

—¡Los muertos no hablan, carajo! —gritó, al tiempo que se dirigía hacia la vetusta choza. —Son iguales a los peces.