Parecía dormir (Fragmento)


Parecía dormir

Leonardo Gutiérrez Berdejo

De la novela «Codicia».

Las horas caían y las figuras de la noche se transformaban en los alrededores del hospital de Gambote. El cadáver de la joven mujer parecía dormir. Pálido e inerte, yacía sobre el frío mesón en la morgue. Era el cuerpo de Ain, la hija menor de Abidakar Gussein. Procedente de El Cairo, llegó a esta ciudad junto con su madre Nathifa y su hermana mayor, Akila, seis meses antes; tres después que lo hiciera su padre. Poco se sabía de ella, salvo que vivía en el Castillo de propiedad de los Benítez, al lado de su familia. 

Como sucedía siempre con cualquier muerto que apareciera tirado en las calles o en cualquier otro lugar, la noticia de la muerte de Ain corrió de boca en boca. El detective Miranda había logrado averiguar que la occisa trabajaba en un banco de propiedad de Midas Soro, gerenciado por Ismael Almagro. Su padre laboraba con el clarividente Granciano Benítez en el puerto del Castillo. Averiguó también que Abidakar había llegado en el vuelo inaugural de la ruta Dubái-Gambote a comienzos de febrero, y que días después de su llegada, Granciano Benítez lo encargó del manejo del puerto. 

Más adelante se enteró de que las operaciones del puerto, para el momento del arribo de Abidakar, eran pocas. Se reducían a esporádicos intercambios comerciales, de menor cuantía, con países orientales, una o dos veces al año.  En realidad, no era mucho lo que había que hacer en el puerto para la fecha de la llegada del turco Gussein, como llamaban a Abubakar, pero Granciano, de todos modos, lo ocupó por la amistad que mantenían.

Por lo que averiguó con el comandante de la policía, Miranda supo que la llegada del turco Gussein coincidió con los disturbios ocasionados por los seguidores del Encomendador, originados por su campaña al Presídium, máxima autoridad de gobierno del país. De ahí que su arribo a Gambote pasara inadvertido para las autoridades. Otros informes lo llevaron a saber que, días después de la llegada, Ain comenzó a trabajar en uno de los bancos de Midas Soro, y al poco tiempo se la veía andar en el lujoso Porsche, color azul, de propiedad de Ismael Almagro, gerente del banco.

Si había algo más, Miranda lo desconocía. No llegó a enterarse, por ejemplo, de que el clarividente Granciano lo había esperado, junto con su esposa Rosario y su amigo Armando, en el aeropuerto; que con ellos le había dado la bienvenida. Tampoco se enteró de que los bravucones de Ismael Almagro, enviados en secreto por él, lo acecharon todo el tiempo para mantenerlo informado de los pasos que diera, apenas llegara. Mucho menos supo que, a partir de ese momento, se convirtieron en su sombra y de que el egipcio había mostrado a las autoridades un pasaporte y una visa falsas. Lo sabría tiempo después del hallazgo del cadáver y de que visitara el Castillo a interrogar a sus moradores.

Había otras cosas que el detective Miranda desconocía, pero de ellas se enteraría en el momento en que el propio Abubakar se las mencionara. Para el día en que llegó, Granciano, en cambio, sí sabía que su amigo trataba de huir de las autoridades egipcias. Sin embargo, lo acogió en El Castillo, a pesar de las advertencias que su padre Benancio le hiciera. 

A comienzos de mayo, cuando la esposa y las dos hijas de Abubakar llegaron, poco se ocupó Granciano en averiguar sobre la reserva que Abubakar Hussein había guardado sobre este suceso. Aunque sí se sorprendió, al enterarse de que las tres mujeres habían llegado en el Porsche de Almagro. Lo supo horas después, cuando su amigo Singo se lo informó.

Días después, cuando Granciano le indagó sobre este detalle a Abubakar, el turco le respondió que había sido un acto generoso de Ismael Almagro, por ocuparse con prontitud de alguna operación. En ese momento, Granciano se lo creyó. Pero Abubakar no le informó de qué operación se trataba. Así que el caso quedó más de dudas cubierto que de verdades.

El hecho, aunque carecía de importancia, no tenía explicación, por donde se quisiera mirar. Era posible que, a través de las operaciones del puerto, Abubakar hubiese conocido a Ismael. Pero Almagro, el secuaz y compinche de Midas, jamás había pisado el puerto y aún, en el caso de que lo hubiese pisado, recoger a Nathifa, su esposa, y a sus dos hijas, Akila y Aín, era algo propio de la intimidad familiar, por lo que le parecía extraño, por no decir sospechoso. Así, por decir lo menos, lo creía Granciano.

“Algún día, se lo preguntaré, de nuevo”, pensó Granciano. De todos modos, ellas estaban ligadas al círculo afectivo de Granciano, mucho más que al de Ismael Almagro, a quien escasamente conocían. De ahí, que no entendía la razón de la reserva con la que manejó Abubakar la llegada de las tres mujeres a Gambote. 

***

Granciano había conocido a Abubakar en El Cairo, cuando andaba en busca del péndulo ojo de tigre. Desde ese tiempo estrecharon sus lazos de amistad. La muerte del vidente egipcio Tarik El Sayed Kun los acercó aún más. Cuando Abubakar fue apresado por posesión y tráfico de drogas y enviado al desierto, Granciano lo ayudó a soportar la tragedia y asistió, por mucho tiempo, a su familia. En sus cartas, sintió el dolor de su mujer y el de sus dos hijas por el drama de Abubakar, confinado a una cárcel en el desierto.  Eso era suficiente para él.

Con el correr de los días, Miranda se enteraría de las andanzas de Ain con la hija del alcalde Pasmenio Andrés Del Corral y de sus llegadas a deshoras a la casa. También sabría que, desde que Ain bajó del avión, e Ismael Almagro la llevara en su lujoso carro hasta el Castillo, puso los ojos en ella. Los idiomas que dominaba Ain fueron motivo para que Ismael la vinculara al banco que dirigía, de propiedad de Midas Soro. Esto despertó la envidia de su hermana Akila pero sin que pasara a mayores.

Para ese mismo tiempo, Miranda se informó de que, poco tiempo después de haber llegado Ain, Almagro había logrado convertirla en su amante. También investigó que Almagro se había acostumbrado a las amantes de turno, así que, cuando conoció a Ain, abandonó los amoríos con Norelba Carullo, esposa del alcalde Pasmenio Andrés Del Corral. De este modo, pudo dedicarse por completo a la menor de las dos hijas de Abubakar quien, apenas, rozaba los veintiún años.

Tiempo atrás, Midas Soro le había advertido a Almagro, sobre el peligro que corrían los hombres dedicados a las finanzas con las amantes esporádicas. “Dinero y amoríos, es una combinación fatal que trae mala suerte”, le había dicho. Pero Ismael desoyó sus palabras. Al fin y al cabo, el patrón no vivía en Gambote para vigilarlo. Vivía en la capital. 

Lo que sí evidenció Miranda, por los análisis realizados a los registros del puerto, fue que desde el instante en que las tres mujeres de Abubakar llegaron, las operaciones y los ingresos se habían multiplicado de manera sorprendente. Se incrementaron hasta el punto de que el vidente dejó de abrir el consultorio y de consultar los instrumentos. “Abandonó la clarividencia para dedicarse de tiempo completo a contar el dinero que entraba a chorros”, concluiría el detective.   

Quien sí se mantuvo pendiente de Abidakar Hussein fue Ismael Almagro. Le había armado una estrecha vigilancia desde que pisó el suelo de Gambote. Sin que esto transcendiera, Almagro, testaferro y agente en Gambote de Midas Soro, le puso los ojos encima desde el momento en que el turco llegó. Estaba a la espera de lo que su patrón le instruyera sobre qué hacer para saber qué órdenes darle al desconocido. De sobra sabía que todo regalo que él hiciera, por fútil que fuera, tenía una contraprestación. Era una verdad que Ismael y sus guardaespaldas conocían bien. El banquero detestaba la generosidad. 

No sabía para qué, pero esperaba a que en cualquier momento Midas lo llamara con el objetivo de que Abidakar cumpliera algún encargo en el interior del Castillo. Podía haber sido esta la condición para transportarlo desde Dubái hasta Gambote, pero la desconocía. De lo que sí se enteró fue de que, también su esposa Nathifa, y sus hijas, Akila y Aín, serían transportadas desde El Cairo, y podrían llegar en cualquier momento.

Lo único seguro era que nada generoso se movía alrededor del banquero. Aunque vistas las cosas desde su lado, el asunto era más difícil de desentrañar. Había que esperar. Con el pensamiento puesto en las futuras ganancias que llegarían, después de un acuerdo con el siciliano y un supuesto príncipe de Dubái, Abubakar sería la pieza clave para ocuparse de algunas de operaciones en el puerto del Castillo. Contar con él, en ese lugar, era no solo necesario, sino también uno de los tantos pasos que daría para el plan que lo llevaría a combatir la disminución de las ganancias. Además, sería el precio por ayudarlo a escapar de las autoridades y transportarlo desde Dubái hasta Gambote.

Ignoraba el detective que, la entrada de Abubakar en el Castillo sería para Midas el mayor de los éxitos logrados. De concretarse, sería la maniobra que coronaría el esfuerzo de toda una vida dedicada a las finanzas. Sería la culminación del empeño realizado para prestar, ganar y acumular, el camino para hacerse a lo que siempre había deseado: poseer esa vieja casa de los Benítez, al arma secreta para combatir la disminución de las ganancias que se avizoraban en los negocios.

El que Granciano ignorara esto y no lo advirtiera en sus instrumentos de adivinación, llegaría a ser su peor desgracia. Aunque sí auguró lo de la catástrofe del dinero. Con estas y otras ideas, el detective Miranda se paseaba por los pasillos del vetusto edificio de la morgue, a la espera de acumular más información sobre esta muerte. A ratos, sacaba su libreta de apuntes y anotaba cualquier cosa que creyera de interés, pero seguía cavilando.

De vez en cuando, entraba al lugar en el que el cuerpo reposaba y, desde la puerta de entrada, miraba el manto blanco que cubría el cadáver. Con una extraña sensación en su cuerpo, mostraba la intención de acercarse, pero se contenía. “Parece dormir”, dijo en voz baja y siguió en su andanza.  Noche transfigurada de Arnold Schoenberg, se escuchaba por los pasillos.

***

Hacia el anochecer, el detective seguía a la espera de los resultados de la necropsia que el forenseHernández realizaría. Por el momento, estaba pendiente de la llegada de los padres y de la hermana de la muerta para lo del reconocimiento.

El día había transcurrido tranquilo y, aparte del jolgorio de los niños que deambulaban por las calles de la mano de sus padres reclamando dulces, no esperaba más sorpresas.  Otra cosa serían los resultados de las ceremonias satánicas de las que, se decía, abundaban por los alrededores de Gambote. Hacía cinco años lo del incendio de la Cumbre y, aunque nadie olvidaba el fatal suceso, nadie tampoco deseaba mencionarlo.

Miranda abrigaba la idea de que sería un buen comienzo interrogar a Ismael Almagro en la Cumbre y a Abubakar Hussein en el puerto. No descartaba interrogar a Granciano Benítez, dueño del Castillo. Al fin y al cabo, los Gussein vivían en ese lugar, y eso era suficiente para interrogarlo a él y todos los que allí vivían.

De que Ain Gussein se había convertido en amante de Ismael Almagro y en amiga de Antonia Natividad, la única hija del alcalde Pasmenio Andrés Del Corral y Norelba Carullo, era un asunto conocido. Lo supo, días después de iniciada la investigación. A lo mejor, era algo que sus padres ignoraran o, avergonzados, o lo mantenían en reserva, pero el asunto era muy conocido por sus compañeros de trabajo y de casi media Gambote.

Algo en el interior del detective le decía que los pormenores que rodeaban el homicidio de Ain no era el final de un drama, pero tampoco el comienzo. Que a lo mejor podría ser una respuesta o una amenaza. Pero “¿respuesta a qué y por qué?, ¿Amenaza de y a quién, y por qué?”, pensó Miranda.

“De no ser el comienzo ni el final de una situación, entonces, “¿cuál podría ser la causa de esta muerte?, ¿qué podría haberla originado, o de qué cosa podría ser el final?, ¿cuál sería el mensaje enviado, en caso de que fuera ese el motivo?”, se preguntaba Miranda. Por lo pronto, no tenía respuestas. Esperaría al forense. “Una muerte por sobredosis de una joven y hermosa mujer, con tan sólo unos cuantos meses de haber llegado a Gambote, no era fácil de aceptar sin formularse preguntas”, terminó diciéndose el detective. 

Las señales rojizas de las muñecas y los tobillos parecían ofrecer alguna pista. Igual pensaba de las huellas del carro y de las pisadas en los alrededores del caño y del cadáver. Un delgado hilo parecía unir a Ismael Almagro con Abidakar Gussein y el Castillo de los Benítez con el cuerpo sin vida de Ain, pero era muy temprano para sacar conclusiones.

Para los habitantes de Gambote era un homicidio más que quedaría en la impunidad, como tantos otros. Así funcionaban las cosas en Gambote cuando se trataba de muertos del común.

****

Pasadas las seis de la tarde, Miranda se frotaba las manos y miraba con inquietud hacia todos lados.  Lo urgía la autopsia y la llegada de los padres de Ain para lo de la identificación, sin poder mantenerse en calma. Le urgía saber el porqué de las pequeñas heridas y magulladuras que el cuerpo de la mujer presentaba en varias partes. Desconocía con qué fueron hechas y por qué se las hicieron. Lo que sí pudo adelantar, es que un instrumento |fino y delgado se empleó para causarlas. Quería ver también las fotos que el fotógrafo Clavijo había tomado de los alrededores.  

Sin poder contenerse, el investigador entró al cuarto frío del edificio. Aseguró la puerta. Las notas lúgubres de Noche transfigurada de Schoenberg cesaron. Observó el manto blanco que cubría el cuerpo exánime de Ain Hussein sobre el mesón de cemento. Las formas del cuerpo se delineaban suaves y gráciles a la vez. No resultada difícil identificar lo armonioso del cuerpo de la joven. Tendida, cuan larga era, sobre la loza fría y cubierta de pies a cabeza, el cadáver de Ain parecía la efigie arropada de una diosa. 

Miranda se acercó. Destapó el rostro y se sobresaltó con los ojos verdes de la mujer que seguían abiertos. Los cerró. Arrimó su cara a una de las orejas del cadáver y pareció susurrarle algo. Pasó uno de sus dedos por los contornos de los labios, sintió el frío de la piel; deslizó el manto hacia abajo…, los pechos de la joven quedaron al descubierto. Firmeza y tersura: mezcla juvenil atractiva. Parecían gemir en una especie de goce póstumo. Miranda los acarició y acercó su boca a uno de los pezones. Se contuvo. Se dirigió a la puerta, la aseguró con el pestillo. Regresó al mesón. 

Corrió el manto un poco más. El cuerpo entero quedó expuesto a su mirada. Un escalofrío lo invadió; se sintió atraído por una especie de devoción mórbida; observó obsceno la tranquila belleza extenderse en el cemento. Imaginó que despedía atrayentes mensajes. Un susurrante llamado, igual a una voz tibia y silente, escuchó. Era un mórbido “acércate”, un maléfico eco venido de un recóndito más allá. Miranda se acercó. 

La necrófila voz resonaba en su cabeza, mientras que las fibras del deseo lo aguijoneaban con enfermiza saña. Sujetó con sus manos los tobillos de la occisa; suavemente abrió las pálidas piernas y el frondoso monte se extendió vivo. Los labios se desplegaron inmóviles. Frío, el flácido pubis quedó expuesto…, lo acarició. Sintió el hervor de la sangre en la parte baja de su abdomen; apartó las piernas un poco más y, esta vez, la flor asomó rosácea e inerme. En los yertos pétalos posó su mano y el fuego del deseo llegó como colibrí sediento…, deslizó el dedo anular sobre los pliegues de la úvula fría y membranosa. 

Con la mirada fija en la cónica membrana, el detective entró en mortificantes espasmos.  Temblaba. Miró hacia los lados, bajó la cremallera del pantalón y la fálica brasa deseosa tropezó con el frío mesón. Atrajo el cadáver hacía él. A punto de penetrar el cuerpo inerme, escuchó pasos que se acercaban por el pasillo.

Segundos después, sintió golpes en la puerta. Con la rapidez que pudo se arregló el pantalón y acomodó el cadáver. Lo cubrió con el manto. Se aliso el cabello y se apresuró a abrir la puerta. La tristeza entró con las notas lúgubres de Noche transfigurada que irrumpieron presurosas en el salón refrigerado. 

Eran los padres de Ain. Después de cerrar la puerta, Miranda saludó a la familia con un leve movimiento de cabeza y expresó las condolencias. Un póstumo silencio se movía callado entre todos. Al lado de su esposa Nathifa, Abidakar quedó paralizado al ver el cadáver de su hija. Gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas. Nathifa y Akila también lloraban.

Miranda destapó la parte superior del cadáver y preguntó si lo reconocían.  Abubakar, Nathifa y Akila asintieron con la mirada y con un leve movimiento de cabeza. Si, era ella.  

En ese instante, Abubakar creyó tener la respuesta a esta tragedia, pero prefirió callar. Ain parecía dormir. Apartó la vista. Pensó que su muerte no era el comienzo de nada, tampoco creyó que sería el final de lo que venía sucediendo. Un nudo de acontecimientos le provocaron una ira incontenible que apenas pudo ocultar. Hizo memoria, y, esos fatídicos recuerdos que creyó marcaron el inicio de lo ocurrido, cayeron como un mazo sobre su cabeza, cual si aplastaran sobre una piedra a una débil lagartija.  Sabía que fue asesinada.

Con el rostro humedecido, el recuerdo de lo vivido, meses atrás, lo sacudió.

—No puede tocar el cadáver antes de la autopsia —advirtió el detective con voz amistosa.

—Está bien —respondió Abubakar.

  —No se encontró ninguna pertenencia con el cadáver —interrumpió Rodrigo con un tono de voz con el que pretendía acallar el necrófilo llamado de Ain.

Akila miró de soslayo al detective, pero no le respondió. Nathifa, con la cara entre las manos, lanzó una última y compasiva mirada a Ain. 

  —Duerme —dijo Nathifa.

  —Sí —respondió Akila —parece dormir.

  —Parece dormir —repitió Abubakar.

El forense hizo su entrada y ordenó a todos salir del frío cuarto.

  —Procederé a realizar la autopsia.

  —Esperaré los resultados —respondió Miranda.

Se dirigió a la familia y le anunció que los visitaría en El Castillo. En este instante, Abubakar deseó comentarle al detective Miranda toda la historia de los últimos nueve meses, pero prefirió callar. Se la contaría primero a Nathifa y a Akila y luego a Granciano. Les pediría que lo perdonaran. Quizás, ellos sabrían ayudarle a encontrar una salida al infortunio que no terminaba con esta muerte. Esperaría.

Compungido, lanzó una última mirada al cadáver de Ain. Creyó, como todos en Gambote, en la fatalidad del último día de octubre. Percibió que un desolador y escueto mensaje afloraba del cuerpo de Aín. Solo uno: “obedecer y asesinar es más sencillo que engañar a un avaro”. Así había sucedido con Midas Soro. El poderoso banquero no era fácil de engañar.

El precio de reunirse con su familia había sido alto. Pero no sería el final. Lo sabía. Al dolor de la ausencia de Ain, se sumaban la desconfianza de Akila y de Nathifa, y la amistad perdida de Granciano.   

De regreso al Castillo, repasó cada momento vivido. Quizás, haría algo para vengar la muerte de Ain. Su hija menor merecía mucho más que compadecerse.

Con las sombras de la noche, escuchó la voz de Akila que retumbó en sus oídos, igual a un eco cavernario.

—Parecía dormir —dijo Akila en tono de lamento.   

Abubakar quiso responder. No pudo. Con un nudo en la garganta, en su memoria se apilaban las ideas acerca de cómo confesarle al detective los últimos meses vividos, desde que fue rescatado por Midas Soro en el desierto de Dubái, nueve meses atrás. Quien respondió fue su esposa. Cuando Akila terminó de pronunciar la última palabra, Abubakar ya había decidido contar su drama. Contaría desde su partida de Dubái y de su llegada a Gambote hasta lo ocurrido el día anterior.

Hablaría de Almagro, de Midas y del Encomendador; contaría de su trabajo en el puerto y de los ricos turistas; referiría lo de la orden recibida para asesinar a Granciano…, diría lo de Midas … No dudaría. Hablaría desde el momento en que Midas lo recogió entre Abu Dhabi y Dubái. Referiría lo de las llamadas de Ismael y de las órdenes recibidas; lo del yate y de lo que escuchó decir a los guardianes de Midas, gracias al licor que les ofrecía. Nada omitiría.

“¡Nada me detendrá, diré todo lo que sé!”, pensó Abubakar.

—Sí, parecía dormir —dijo Nathifa.

Con el rostro humedecido por la tristeza, esbozó una sonrisa leve y melancólica. Pero no habló más. Atrás quedaron los sones de Noche transfigurada.