Fragmento de mi próxima novela «Las águilas no cazan moscas»
Leonardo Gutiérrez Berdejo
Feliciana se levantó temprano como de costumbre. Era martes nueve de noviembre y no tarareó la canción de sus recuerdos, que de niña había aprendido de su madre. La aflicción que le causaba el secuestro de Paula, de la señora Rosario, del niño Gabriel y de la anciana madre de Rosario la mantenía aturdida, y temerosa como el miedo al martes nueve. Se duchó, se despabiló, y se hizo una moña en su negra cabellera, pero no se emperifolló. Con la pesadilla del secuestro, fue a la cocina, preparó café, y, al rato, salió para donde Benancio con una taza humeante.
Al llegar, entreabrió la puerta y miró por el espejo de cuerpo entero que colgaba de la pared al frente de la cama. Un susto la sacudió cuando vio a Benancio flotar por encima de la cama. Lo vio elevarse, con los zapatos puestos, sus largos brazos pegados a su cuerpo y su cabeza tiesa, estirado y rígido como si estuviera enyesado y muerto. A un metro por encima de la cama, lo vio ascender igual que un globo. En otras ocasiones, ella lo había visto practicar su viaje al más allá amortajado y con los ojos cerrados, tendido en su cama, pero flotar jamás lo había visto. Esta vez, sí lo veía elevarse y no era cosa de la imaginación.
Al verlo ascender, Feliciana decidió llamarlo con el poder de la mente que creía tener. Creyó que, por ser martes nueve o porque podría ser un maligno sonambulismo cimarrón, no podía hacerlo. “No es bueno espantarlo en un martes”, pensó. Lucía el liquilique planchado el día anterior y parecía un faquir preparado para las mortificaciones del cuerpo y el alma. Sus esqueléticas manos y la palidez del rostro eran las huellas del lúgubre encierro de años. Feliciana cerró los ojos, se concentró por unos segundos y lo llamó, y de inmediato le respondieron. Un escalofrío sacudió su cuerpo, al escuchar una voz lánguida y ahuecada, como venida de los profundos socavones del averno, que le respondió que Benancio había partido para el más allá. “Adiooos Fe…li…cia…na”, gimió la voz al despedirse. Aterrorizada, Feliciana abrió los ojos como lagartija, soltó el pocillo y corrió espantada a buscar a Granciano.
Pálida y temblando, llegó adonde Granciano y quiso hablarle, pero un nudo en la garganta se lo impidió.
—¡Agghhh, agghhh, agghhh, agghhh! — tartamudeó atragantada.
Al verla así, Granciano la tomó por los hombros y la sacudió.
—¡Chana! ¿qué pasa?, por favor, —le preguntó alarmado Granciano.
Ella no respondía. Había entrado en extrañas convulsiones con los ojos saltones y la boca abierta como queriendo lanzar un bostezo final. Con todas sus fuerzas, Granciano le sopló la cara y ella reaccionó, y como pudo, con los ojos desorbitados, gritó desesperada.
—¡Se murió!, señor, ¡se murió! —gritó espantada.
—¿Quién murió?
—¡Su papá, su papá…!
—¿Cómo sabes que murió?
—¡Está volando, va camino al más allá!
—¿Qué dices, Chana?
—¡Es martes nueve y ojalá no pierda el camino!
—¡Chana!
—Tiene puesto el liquilique que ayer le planché y ya va camino por encima de la cama.
—Ningún muerto vuela Chana.
—¡Él sí, parece una estatua de yeso! ¡Se estrellará contra el techo!
—Iré a ver qué sucede. Nadie muere por ponerse un liquilique.