Consejo práctico para superar el miedo a las tempestades
Leonardo Gutiérrez Berdejo
No es fácil vencer el miedo a las tempestades. Hay razones de peso para creerlo. Como se sabe, el miedo reside en cada uno de los humanos como una cruel pesadilla. Tampoco es imposible vencerlo. Como en muchas otras actividades de la vida, es necesario tomar, de antemano, medidas de precaución y tenerlas a la disposición a la hora en que se presente una tempestad.
¿Qué es una tempestad? Es una perturbación atmosférica que se manifiesta por cambios bruscos en la presión del medioambiente y por fuertes vientos huracanados, generalmente, acompañados de lluvias, granizo o nieve, truenos y relámpagos. Por su cercanía, se asocia al temporal, a la borrasca, al huracán y a la tormenta con nubes grises y oscuras, truenos, rayos y relámpagos. Es una tormenta grande con vientos de extraordinaria fuerza y agitación.
En el mar se manifiesta por la agitación violenta del agua, causada por los fuertes vientos y, casi siempre, acompañada de grandes olas. Por la violencia que entraña, la expresión se extiende al carácter excitado del estado de ánimo de una persona, que puede producir una desgracia, dada la indignación que encierra.
Por el fuerte impacto que causa, el término ha sido también asociado a los nombres de bandas de música y de películas en las que se busca expresar el carácter agitado o violento de las canciones y de las historias contadas.
Vemos el término ligado también a ciertos comportamientos anímicos que, de algún modo, buscan alterar la tranquilidad con fines oscuros y siniestros; de ahí la expresión “levantar tempestades”, con la que suelen designarse las situaciones en las que se busca producir desórdenes, agitación e indignación en personas o en grupos. Este campo, sin duda alguna, responde a comportamientos humanos que, en el fondo, aspiran a ocultar algo o a sacar un provecho particular. Sin embargo, la orientación que desea dársele en este relato es diferente de esta provocación malsana de quienes buscan brillar con luz ajena o a costa de las desgracias de otros.
El camino por seguir es otro: el del miedo que provocan, en algunas personas, las tempestades, ocurridas como consecuencias de las alteraciones del ambiente. Y no es para menos: las nubes grises, los vientos huracanados, las olas descomunales, los rayos, las centellas, los truenos causan, efectivamente, miedo. Este miedo es uno de los más arraigados en la naturaleza humana, y puede decirse que está ligado a las primeras manifestaciones del hombre primitivo, que salía a refugiarse al primer asomo de los avatares de la naturaleza, unida, entrañablemente, a las cosas del destino.
Epicuro, famoso filósofo griego que vivió entre los siglos III y IV antes de Cristo, padre del hedonismo, sostenía que el hombre, por encima de todas las cosas, estaba destinado a buscar la felicidad y que había cuatro aspectos o temores que la negaban, es decir, que provocaban un efecto contrario, la infelicidad. Estos temores o miedos son el temor al destino, a los dioses, a la muerte y al dolor. Como vemos, pues, los tres primeros, dentro de la reflexión epicurista, responden a cosas del destino, de la naturaleza. Pero, ¿qué es el miedo?
La Real Academia Española señala que el miedo es una perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario; es un recelo o aprehensión que uno tiene de que le suceda una cosa contraria de la que desea. La propia RAE señala que tener demasiado miedo puede llevar a la comisión de un delito.
La enciclopedia Wikipedia, va mucho más allá y señala que “el miedo o temor es una emoción caracterizada por una intensa sensación desagradable, provocada por la percepción de un peligro, real o supuesto, presente, futuro o, incluso, pasado. Es una emoción primaria, que se deriva de la aversión natural al riesgo o a la amenaza, y se manifiesta en todos los animales, lo que incluye al ser humano. La máxima expresión del miedo es el terror. Además, señala esta enciclopedia, que el miedo está relacionado con la ansiedad”.
Existen diferentes estudios realizados sobre el ser humano y sus miedos y, de acuerdo con ellos, nada impide afirmar, entonces, que el miedo es una emoción, que ha acompañado al ser humano en toda su historia. Esta cruel realidad del miedo es compartida con las demás especies del reino animal, quienes, al estar en presencia de un peligro, real o imaginario, asumen comportamientos que lleven a evitarlo, a la huida o al ataque.
Al abordar el miedo como una emoción, puede decirse, según lo señalado por Maturana y Bloch (996), que las emociones «constituyen, en cada instante, el fundamento relacional variable del existir de todo ser vivo, y todos los seres vivos pueden vivir en distintos dominios relacionales en distintos momentos» (p. 29).
Agregan Maturana y Bloch (1996) que las emociones básicas en su diversidad son todas y cada una importantes y necesarias, de forma tal que el fluir permanente de emociones es el que permite la plenitud. Estos autores señalan cuatro estados emocionales básicos: alegría, tristeza, enojo y miedo.
Los temores que enfrentamos los seres humanos no son los mismos en todos los lugares ni en todos los tiempos. Estos se expresan de acuerdo con las amenazas que experimentan a lo largo de su vida.
Los antiguos veían en el miedo un castigo de los dioses. Los griegos divinizaron estas emociones en dioses, como Deimos, que representaba el temor, y Phobos el miedo, esforzándose por reconciliarlos en tiempo de guerra. A los dioses Deimos y Phobos correspondían las divinidades romanas Pallor y Pavor.
No son pocos los autores que se han referido al miedo. Para Sócrates, citado por muchos, «el miedo no es más que la idea de un mal inminente». Aristóteles define el miedo como una expresión del mal». P. Sartre, señala que «todos los hombres tienen miedo, todos. El que no tiene miedo no es normal: eso no tiene nada qué ver con el valor”.
Sin embargo, y a pesar de las reacciones que provoca el miedo, es necesario como una voz de alarma ante los peligros existentes, de forma tal, que contribuye a la supervivencia de las especies. Sin esa voz de alarma, el ser humano estaría irremediablemente perdido. Este es el punto al que deseo llegar. ¿Qué sentido tendría, entonces, tener miedo y dejarnos abatir?
Algunos temores nos detienen más que otros. Los más fuertes se comportan como camisas de fuerza sobre nuestras habilidades, haciendo que nuestros sueños se vuelvan imposibles. Para superar con éxito esta situación, debes “tomar al toro por los cuernos”.
El consejo práctico que deseo compartir para vencer el miedo a una tempestad durante la noche parte de una experiencia personal y única, que puede funcionar en otras personas. Se sabe que, entre octubre y noviembre, es la temporada de lluvia de tempestades y truenos. También lo es en otras latitudes de los sunamis y los huracanes.
No se trata, entonces, de evitarlo, ya que es un imposible: se le debe hacer frente a este fenómeno natural frecuente con la mejor de las defensas que tiene el hombre, la emoción del amor. El amor hace milagros, y el amor a una mujer, los multiplica, y este es uno de ellos. ¿Qué medidas se deben tener en cuenta antes de que se presente una tempestad?
Como en muchas otras circunstancias de la vida, antes de que se presente una tempestad, tenga lista una serie de objetos que le serán de gran ayuda para cuando este tormentoso aparezca. Tenga a la mano una pijama vistosa, preferiblemente de colores vivos, una loción fina, cuatro cirios, una lámpara de mano, media docena de condones, un libro, que bien puede ser el Kamasutra, El jardín perfumado del sheik Nefzaui o El amante de lady Chatterly, vaselina suave o cualquier otra crema sedosa y un par de botellas de vino. Principal y especialmente, procure que su mujer esté cerca.
Llegado el momento de la tormenta, es cierto que usted se enfrentará a lo peor: a la amenaza de los ruidos, a los relámpagos que parecen cabalgar sobre briosos corceles, a la furia de los truenos y a los incendiarios fogonazos de los rayos, pero no es menos cierto que usted dispone de su mejor arma: Eros. Al primer trueno, póngase la pijama, empápese de loción para espantar el olor a azufre; tómese un par de vasos de vino, encienda los cirios y lea de tres a seis páginas de los libros que tiene a la mano. Viene, ahora, la parte más importante: asociar cada detalle de la tempestad con la furia erótica que empieza a despertar en usted. Al encender los cirios, debe saber que lo hace por dos motivos: son de gran utilidad en caso de que se vaya la luz o para descubrir si hay alguna ventana abierta por donde pueda penetrar el viento que viene con la tempestad.
Tranquilícese, pero evite llegar a un estado ataráxico: haga uso de lo mejor que tiene para subyugar a su compañera, asocie los soles de fuego de la tempestad con el sol ardiente del deseo que lleva dentro de sí. Ahora, tómese otro vaso de vino, coja un poco de vaselina suave y acaríciese las partes íntimas, olvídese del destino, de los dioses, de la muerte, del odio, de cualquier dolor y de cuanta perturbación religiosa, deportiva o política le asalte. Afuera, seguirá tronando, pero usted lo único que escuchará es el ritmo acelerado de la sangre que corre por todas sus arterias, y sentirá su cabeza ardiendo con el fuego de la pasión.
Agítese, como el mar embravecido; sienta un huracán en sus entrañas, olvídese del estoicismo y de cualquier otra escuela. No recuerde, para nada, las anécdotas ni las experiencias cansonas de sus amigos. Recuerde que son para desviar la atención. Concéntrese en lo que está, haga que su mujer se empijame con una bata india de la guajira o de cualquier otra parte.
Tempestad
Cabalgan en la noche,
hasta perderse en el horizonte infinito,
montan en agrestes corceles de fuego,
para estallar, luego,
en tropel indómito de furiosas lides.
Desbordados, se extienden
desde las tierras nacientes
hasta el opulento oeste,
desde los lamentos del sur
hacia el helado norte,
para perderse fieros en la nada del cielo.
Retumban amenazantes
latigazos encendidos,
multiplicados tantas veces
hasta sumirnos en el miedo,
fundidos en el más allá;
son cientos de soles ahora
y cientos de oscuras noches
que, aunque airosas,
cabalgan desafiantes con el viento a su lado
mientras caen encendidos
en el inerme suelo los soles de fuego.
Se estremecen los colosos
abiertos al espacio y al viento:
unos caen derrotados;
otros retan al ruido y al viento,
mientras el eco centelleante
se extiende cual furia a otros cielos.
¿Quién detiene ese tropel nocturno,
de fuego y de truenos?
Impotentes, solo escuchamos.
Inermes nos miramos
tú y yo, cubiertos con el abrigo del miedo
frente a ese cabalgar del trueno
por ese cabalgar de fuego
que corre furioso
hasta la inmensidad del cielo,
mientras la noche
camina lenta, parece detenerse
en su largo camino hacia el eterno infinito
en tanto tú y yo nos arropamos
con la soledad de la noche
y con un abrazo de temor y hielo.