- El cuerpo de la mujer yacía en las orillas del caño de Las Palomas. Lo encontró desnudo entre la espesura de los matorrales Maximino Fernández, un pescador de Gambote, al dirigirse a su bote para iniciar la jornada diaria. Llovía desde medianoche y hacía poco asomaban las primeras luces. Hora y media más tarde, en las declaraciones que diera al detective Miranda, el pescador contó que la mirada de la mujer lo paralizó: “Vi moverse sus labios, sus ojos hablar y me acerqué atemorizado” —dijo Maximino con el sombrero entre sus manos. No dijo más.
Maximino Fernández no confesó lo que creyó escucharle a la mujer al exhalar un último suspiro. Calló que, al acercarse para comprobar si aún vivía, pegó el oído izquierdo a los labios moribundos de la mujer en el instante en que ella los movía para balbucear dos postreras palabras. “Corrí horrorizado para avisar a la policía” —dijo con firmeza, pero ocultó que lo hizo con el eco de las últimas dos palabras resonando en su cabeza.
Tiritando por el frío mañanero, el pescador voló a la estación de la comandancia. Sus piernas, fuertes y ágiles, contrastaban con los dedos amoratados de sus pies, que asomaban tímidos por entre las escuetas capelladas de tela que reflejaban la pobreza de las sandalias. Las suelas de caucho (del empleado en los neumáticos de llantas), dejaban impresas en el suelo, con notoria nitidez, las huellas de cada pisada.
Era domingo treinta y uno de octubre,día fatídico como todos los de ese mes para la gente de Gambote. Sería el último octubre del último año del vigésimo siglo y del segundo milenio. Pero esto no era exacto; en realidad, faltaba un año para este triple final. Ansiosos por armar la baraúnda, olvidaron que el último año de un siglo o un milenio termina en ceros. Y anticiparon la celebración de este que finalizaba en noventa y nueve como si de verdad fuese el último año de ambos. La intención era celebrar dos veces, no una el fin de un siglo y de un milenio. Nadie estaba seguro de ver otro acontecimiento similar. El suceso, además, merecía celebrarlo doce meses continuos y no una noche.
Festejar la llegada de un siglo y un milenio no era común. Por este motivo, los festejos iniciados a comienzos de año seguirían hasta el último segundo del año. La euforia rebosaba e iba con el espíritu de la gente, más no con el del clarividente Benítez, quien, como un auténtico augur, procuraba alejarse de las ruidosas celebraciones. Agobios de toda suerte pesaban en su cabeza.
El secuestro de su esposa Rosario y de la madre, de su hijo Gabriel y de Paula, sobrina de la encargada de los oficios, era suficiente para no ocuparse de sucesos diferentes. Apremiado por muchas cosas, dejó de vaticinar y estaba por divulgar las premoniciones del próximo año. Aparte de eso, su amigo Armando, o Singo, llamado así cariñosamente, lo acosaba convencido de la existencia de un oculto pasadizo en el Castillo y, además, la lectura del Códex apremiaba para su hijo Gabriel, que crecía en sabiduría sobre la telequinesia. “Tantas cosas acaban con la escasa tranquilidad” —dijo.
A la medianoche del sábado treinta de octubre, Feliciana, la mujer encargada de los oficios de la casa, sí intuyó que algo grave había ocurrido, con solo oír el primer canto del gallo. Era un canturreo ronco, repetitivo, entrecortado, como si gagueara. ¡Mala cosa! —dijo cuando oyó cantar de ese modo al animal. De inmediato quiso despertar a los de la casa y avisar, pero prefirió no levantarse.