Regreso al refugio


Regreso al refugio

Leonardo Gutiérrez Berdejo ©

Al entrar, el portón de color incierto, lanza un chirrido de alegría.

La Planada se extiende generosa, la cerca viva se mantiene firme y acumula los ataques de la pandemia que no ha logrado atravesar sus afiladas espinas.

La verde grama se inclina y esparce sobre mis zapatos enlodados el rocío que recogió durante la noche.

Los pájaros, libres al viento, anuncian alborozados mi llegada.

Gusanos, hormigas, abejas, orugas y polillas corren a esconderse, y el limonar lanza su ácido silbido.

Las ramas secas del mandarino me abrazan y sollozan;

el guayabo adormecido me cuenta del raudo verano y de la lluvia incesante de los últimos días que no pudo remozarlo; y  

el orgulloso níspero se inclina, y ramos de azahares engalanados perfuman el camino.   

Hormigas deambulantes corren a esconderse por el temor al fuego del Lorsban. ¡Maldito!, gritan igual que los desplazados del camino que huyen de los oficiales de turno.

No tienen vergüenza, siempre con hambre trituran lo que encuentran.

Silba el viento y trinan los canarios en lucha abierta contra los ágiles azulejos que anidan

entre los pinos reverdecidos, los amarillos crotos, y las perpetuas siemprevivas.

Gorjean las mirlas, el águila acecha, la paloma arrulla y desde el empinado risco las guacharacas parlotean desesperadas.  

El alpiste del suelo se ha acabado. Solo quedan granos de arroz triturados, algunas plumas de colores precarios y frutas secas que el viento desprendió. Carúnculas yertas se esconden en medio del pastizal vecino.

Saltan Juguetón y Muñeco, y babean mi mano que apenas los saluda;

insisten en corretear a mi lado para abrirme camino y contarme del hambre que han sentido durante mi ausencia. Sus rebanados rabos hablan de furtivos visitantes, pero yo no los escucho.

Advierto plumas en el corredor y el olor de la cocina se me encima.  

Huyen las aterradas lagartijas a resguardar sus camas, juegan las mantas sobre la cama esperando que el amor las endulce, las botellas de güisqui y cerveza tintinean jubilosas y explayan sus bocas untadas de alcohol a la espera de mis sedientos labios.  

Abro la ventana y el campo se agiganta a mi vista ufana: naranjos, mangos y guayabos crecen cerca del cauce del arroyo altanero; gotas de agua se deslizan lentas por el suelo recubierto de polvo escurridizo. Abunda la mala hierba.

Recorro el sendero que me lleva al final de la huerta y respiro profundo para llenar de aire mis pulmones perplejos cansados de la oscura ciudad.

Un gallo escarlata extiende su pícara algarada sobre la loma del cocotero y un labriego amistoso me saluda con un grito charanguero al pasar sobre su asno corretón;

Vuelvo a la cabaña.

El fogón llamea, gimen los platos y claman las cucharas, me abrazo al jarrón de los sedientos y huyo de la agreste escalera de salientes afiladas que despiadada partió mi cabeza el día que me fui.