Maggie


Por los senderos del miedo ficcional

Maggie

Leonardo Gutiérrez Berdejo ©

El “caso” es una historia breve preñada con un interrogante que jamás se resuelve. La responsabilidad de dilucidar la respuesta queda en manos del auditorio. El “enigma” presenta también una pregunta, pero la resolución por parte del destinatario es fundamental. Además, quien plantea el enigma conoce de antemano la respuesta (Irène Bessière en Le récit fantastique, 1974, citada por Pola Sofía Schiavone, Universidad Nacional de Tucumán, Argentina).

Acto I

Cuando la conocí, se llamaba Maggie, pero yo la llamaba Dulce morena. Para entonces –creía yo–, había superado los estragos de un terrible trastorno causado por el virus de la muerte. Me sentía reanimado, pero no dispuesto a encarar otros designios por más afectivos y dulces que fueran. Y fueron muchos los días que visité esa playa de tierra bronceada, tantas las noches en las que las luces de las remotas danzas del jolgorio me incitaron. El latido de las olas me apañaba; veía mecer las palmas sedientas de sol. La escalera de la luna ardiente no bajaba hacia mí.

Por un tiempo, rechacé el deseo de hundirme en esas recónditas arenas por donde transitaban las guardianas de Afrodita. Eros cayó abatido y la balsa del amor se alejó para dejar a la deriva el lánguido crepitar de unas llamitas encendidas que apenas flameaban con el viento del ocaso. No había dolor que curar ni cicatrices que ocultar; aspiraba a saciar mi sed en lo que quedaba de la fuente de la vida; soñaba cubrirme con el calor marchito de las auroras del crepúsculo.

Un día, cansado de las huestes rebeldes del capricho, cedí [PMMV1] al empuje de los vientos del deseo y al embrujo del sol de los amaneceres abiertos; sucumbí al encanto de la playa de tierra bronceada; hordas crepusculares de ansias amarillentas cubrieron el delgado césped del sosiego. Sentí el llamado de su piel y escuché la voz de su deseo. El crepitar de las llamitas se remozó. Fue en un recodo del mar de aguas cristalinas donde las prohibidas danzas de las noches primitivas del jolgorio vencieron las pequeñas volutas de mi voluntad; fantasías enervantes cubrieron mis lerdos pasos; acalorados fantasmas aprisionaron mis tardíos momentos de placidez; llamaradas de fuego encendieron pasiones adormitadas. Me cubrió la ardiente luz de la luna.

Y fuimos olas briosas en la playa desierta; fuimos fuego en un mar de ímpetus inesperados; fuimos lujurias enloquecidas; pecaminosas caracolas llegaron a mí; amaneceres de vientos vedados gemían en su piel. Visité su alcoba y tibias sábanas cubrieron torrentosos ímpetus desparramados sobre un río de codiciosos besos. Y me perdí en el regazo de sueños perversos. Se llamaba Maggie, y en el azufre de la noche lunar me dormí acunando espejismos obscenos.

Acto II

Lejos del alba y cerca de las horas somnolientas, con el centelleante trueno en fugaz partida a silenciosos lares, entre sábanas blancas aromadas de jardines de campos abiertos pegadas a su desnudo cuerpo, allanado de sumisos gemidos, escuché su voz. El fuego del vino bañaba su aliento. «¿Qué es magia?», dijo entre resuelta y enternecida. Abrí mis ojos, sedientos de fantasías y asestados de visiones borrosas; azucé mi mente; puncé mi frágil corazón y me apresuré a responder antes de que las máculas del olvido cegaran mi voluntad, perdida entre las fatigas ancladas a un jadeo indescifrable. Respondí al ver su rostro empapado de primavera, de contemplar su primavera que arrulla otoños, de sentir mis caducos otoños preñado de lujurias enmohecidas, de ver su júbilo que acaricia regocijos…, de ver sus manos anudadas a mis manos, de escuchar mi voz arrullando su piel.

Magia es el azul en el insondable espacio, los estruendosos silencios cubiertos de calladas tristezas, los frágiles mensajes de dioses adustos que con sus fulgurantes rayos fustigan pecados desconocidos. Es el rayo que tiñe el jardín de manzanos edénicos, el arrebol de cansadas tardes y la penumbra de sensuales noches. Es fuego apasionado, sorpresiva exaltación y lluvia presurosa que ahoga delirantes deslices ensartados en oscuros callejones mareados por el tiempo.

Magia es la arisca montaña que ciega las praderas cultivadas y cubre los caminos polvorientos en abierto desafío a la serena quietud de los silencios; el frágil aleteo del colibrí y el pomposo amanecer del amarillo maíz; el estridente río que baja al cadencioso mar; la blanca arena de playas soñadoras frente al ímpetu bravío del perenne visitante; el altivo pino y el sumiso jazmín, la engreída rosa y el perfumado clavel; el indómito pecho frente a la bala asesina; el inflexible coraje de los escudos de la primera línea; la resiliencia silenciosa frente al adverso opresor atiborrado de inicuos mensajes; la esperanza incierta de los infantes que corren rezagados detrás de la infamia de los centros poblados.

Magia es el rebelde viento que azota las praderas del impostor; Tupá victorioso en las incasables marchas del osado militante; luna creadora de sueños; el día fatigado en los recodos de la noche; mancha cercenada por dorados rayos de fugaces tardes; la sonora carcajada del arroyuelo que cruza cadencioso por entre las cascadas.

Magia es canto, trino, arrullo, gorjeo sonoro, ardiente viento y viento seducido; la rima de la engreída poesía; el incesante cavilar de la errante prosa cuando camina hacia escuchas cautivas.

Magia es la danza nocturna de tu fogoso cuerpo en mi agreste quietud; la seda de tu piel y el terciopelo de tu virgen cabellera; el calor de tus manos juguetonas; tu voz en mis oídos torpes y aliento fugaz entre tus afilados marfiles que, desesperados, muerden mi rancia piel.

Es el temblor de tu ardoroso pecho; el palpitar incesante del ansioso corazón; el fogoso deseo de tu vientre y el gozoso rizo que remata el iceberg de tu escondido encanto con olor a miel; la cadente carcajada que catapulta mi tímido deseo atenazado a mi remiso cansancio; el clímax ciego que irrumpe al encuentro de mi torpe hastío.

Magia es el llanto infante que clama por un pecho y la riqueza de mis deleites en tu boca dulce y en tu mirada furtiva; los hechizos espasmos de tus engreídos senos cuando mis manos los besan; la extensa epopeya de un abrazo.

Es tu voz, ajenjo dulce derramado en mi boca ansiosa; la palabra desgranada con el rocío de tu mirada; el arrullo de tus secretos pliegues colmados de jugosos deleites; un himno de suspiros y sollozos anudados a misteriosos encantos preñados de aromas y deleites.

Magia es la vibrante señal de tu llegada al mástil de mi extenuado puerto; el fluir de los deseos del desvelado Eros; la mano victoriosa que se adormita sobre mi pecho; calor apacible de rudos embates, y la apasionada partida a las entrañas del onírico adiós.

Magia es tu ardorosa lengua en mi fogosa garganta; tu brío de mujer y tu débil resistencia.

Magia, Maggie, eres tú en las noches de la briosa luna…

Acto III

Temeroso de los misterios de la noche, despierto en la avidez de la nada y con la tenebrosa nube de la perfidia atenazada a mi mente, entre la bruma de mis sospechosas ruinas y trastornado por los bajos designios de su aliento azufrado, a mí volvieron las nubes negras de la medianoche; llegó el desligue de la razón disuelta. Quise hablarle, pero mi voz se apagó proterva y en tramposa rebeldía.

La villana oscuridad me encegueció y con inmoral saña perturbó la serena fosca que envolvía mi fragor; fulgurantes destellos salían despedidos de un sol de pavores centelleantes; llamaradas de calor intenso brotaban de su cuerpo; fúlgidos fantasmas danzaban alrededor de la cama que ardía infernal, y las sábanas blancas enrojecieron; sentí ahogarme en un mar de niebla embrujada.

El fuego de su piel quemaba mis entrañas y mis aguerridos deseos que, por momentos fueron, saltaron en desbandada. El olor a azufre quemaba mis entrañas. Creí morir. Me llené de terror y me arropé con las angustias del desastroso instante. La alcoba se llenó de sombras danzarinas. Me horroricé al ver una luna llena de macabras facciones, reflejada en su rostro; muecas alevosas de vileza brotaban de su aliento, y me vi morir entre espasmos de terror y escalofriantes sacudidas de pesadillas. Una fuerza obscura me sujetaba a la cama. Permanecí en silencio, no sabía qué hacer. El tiempo pereció en un eterno instante.

La llamé y no respondió. Busqué su cuerpo entre las sábanas morbosas. Saqué mi acerada daga para hundirla en su pecho, pero no lo encontré. Abrí mis ojos y la vi desafiante, de pie, al lado de la cama, mirándome maléfica, riendo a carcajadas satánicas y vociferando maldiciones. De su garganta brotaban llamaradas de malévolos vagidos que me impedían escapar del frío pavoroso y de la terrible oscuridad que me cubría. No eran palabras las que de su boca en llamas infernales salían, eran inquinas repugnantes. Odio, fuego y azufre en letal comunión.

De un momento a otro, sentí un aleteo desesperado. Era como la aletada de un cuervo gigante provocado por un maligno ventarrón que hizo añicos la ventana. Giré mi cara y vi el cuerpo de la «cosa» desvanecerse en medio de una niebla tétrica; carcajadas horrendas brotaban de la nada y maldiciones horrendas salpicaban la alcoba. En la pesada oscuridad, un ave de color incierto y graznido lúgubre escapó en la noche de curso inmarcesible. Huyó, quizás, a las tenazas de la playa morena.

Se llamaba Maggie, pero nunca más quise llamarla Dulce morena.

(Del libro en preparación Doce extraños casos para iniciarse en el miedo)


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