Literatura: censura y buenas intenciones

La censura identificada con las grandes causas políticas es peligrosa, porque se presenta como una vía atractiva para el cambio en una época desconcertante.

Por Gisela Kozak Rovero

30 mayo 2022

En la primera entrega de esta serie comenté los vaivenes del arte verbal entre el sometimiento a los valores postulados desde el poder y su impugnación o desenmascaramiento. Tales vaivenes se relacionan con la preocupación de las élites políticas y religiosas respecto a las influencias de la escritura en los lectores. En su bellísimo texto “La muralla y los libros”, Jorge Luis Borges narra la historia de un emperador de China que prohibió los textos del pasado, testimonios de reinados anteriores con los que el suyo podría ser comparado. Otro Jorge, un monje personaje de la novela En el nombre de la rosa, de Umberto Eco, envenena un libro, La Comedia de Aristóteles, para castigar a sus lectores, culpables del mayor pecado posible, la risa, pues quien mucho se ríe llega a burlarse de Dios.

Este monje, ciego y encerrado en una biblioteca laberíntica, constituye un homenaje juguetón e irónico al narrador argentino y también una constatación del celo hacia la palabra escrita. El padre Jorge velaba por la pureza de los buenos católicos al ser indemne a los venenosos efluvios de los libros paganos. El censor perfecto es un estoico con la facultad de dictar lo que conviene o no a los potenciales lectores, considerados como menores de edad. La relación entre iglesia, libros y censura trasciende, desde luego, el juego ficcional: solo los bibliotecarios, los más avezados monjes, los vagos, algún noble, los pícaros y los herejes conocían de las páginas inquietantes de los volúmenes prohibidos. No es casualidad que el personaje que dirige la quema de libros en el Quijote sea un cura, pirómano, católico ejemplar y gran conocedor del canon y de la literatura buena, mala y regular de su época.

En términos de la modernidad ilustrada, un marxista diría que los libros están vinculados con la ideología, capaz de hacer aparecer como aceptable lo inaceptable. Por lo tanto, deben existir instancias que nos protejan de sus posibles efectos. Hasta el siglo XX, la censura como política de Estado era moneda corriente en el mundo, aunque ninguna democracia liberal llegó a los límites de los gobiernos fascistas y comunistas alrededor del planeta. En el entendido de que un mundo completamente sin censura nunca ha existido, habría que reconocer que en las democracias liberales de la segunda mitad de la centuria anterior se llegó bastante lejos. Una vez superada la mayoría de edad, se daba por sentado la adultez, sobre todo en el caso de estudiantes universitarios, expuestos a diversos estímulos intelectuales y estéticos.

¿Sigue siendo así en el siglo XXI?

Somos testigos de actos de censura por parte de los Estados en sociedades que se consideraban de vuelta respecto a esta intervención en las libertades civiles. En Brasil, un funcionario del régimen de Jair Bolsonaro pretendió prohibir textos de temática LGBTQ en una feria del libro en Río de Janeiro, al mejor estilo de los regímenes antiliberales que pululan en Asia, África y Europa del este. En Estados Unidos las bibliotecas públicas en entidades gobernadas por los republicanos retiran títulos considerados peligrosos para la sexualidad y formación moral de niños y jóvenes. Estos dos ejemplos provienen de la derecha, pero no deben llamarnos a engaño: los derechistas no están solos en sus intentos de control dentro de países considerados democráticos.

En las universidades más prestigiosas de Estados Unidos ha prosperado la idea de que el lenguaje es capaz de devenir en extrema violencia. Así, un texto de Ferdinand Celine o de Mark Twain podría perfectamente causar daño a los estudiantes pertenecientes a sectores históricamente discriminados. La elaboración estética ya no salva a la literatura, sometida a la misma lectura unívoca propia de un pasquín. ¿Celine, un gran escritor de conducta infame, no supera en los pasillos universitarios purificados la consideración de su escalofriante antisemitismo y racismo? Parece que no: en lugar de luchar contra la corrupción de la juventud, argumento conservador, se evita causar dolor al estudiantado con lecturas absolutamente fuera de sus valores actuales.

Entre los hombres y mujeres creadores de literatura las reacciones ante estas tendencias censuradoras no han sido unánimes. A raíz del terrorífico atentado de unos fundamentalistas islámicos a la revista francesa Charlie Hebdo, el Pen Club Internacional se dividió entre los defensores irrestrictos de la libertad de expresión y aquellos que acusaron a los redactores e ilustradores de la publicación de racistas, sin justificar del todo el atentado, por supuesto. En otras palabras, no se avala el atentado, pero se comprende la indignación que lo anima y se deja por sentada tal comprensión. ¿Se tendría la misma tolerancia si se tratara de un atentado de cristianos fundamentalistas a una editorial feminista en Estados Unidos? ¿O el cristianismo si es recusable pero el islamismo no? ¿Se impone entonces la excusa de la diferencia cultural que considera a los valores liberales como trasunto colonial cuando se trata de religiones no cristianas?

Estamos frente a una ruptura, tal vez definitiva, con lo que justificó la importancia cultural de la literatura durante los últimos siglos: su experimentación, en tanto arte verbal, con todas las posibilidades de la imaginación. La estética, dimensión del conocimiento y la sensibilidad humanas, no tiene importancia a nombre de causas ligadas con el avance de los derechos humanos; no es la primera vez que la izquierda asume este papel paternalista, también lo hizo al apoyar la censura en los países socialistas (sobre esta relación entre literatura y revolución escribiré en una próxima entrega).

Incluso, las personas adultas deben ser protegidas de representaciones simbólicas que recuerden las diversas discriminaciones existentes en el pasado y en el presente o que propicien lecturas no unívocas sobre temas polémicos, al estilo del suicidio y la pedofilia. Se parte de que la letra tiene el poder material de hacer daño de un modo análogo a como lo han hecho la esclavitud, la tortura y el asesinato. Desde luego, hay que combatir este absurdo y subrayar que un libro siempre podrá ser discutido y cuestionado entre iguales, mientras que la fuerza bruta implica una relación de poder caracterizada por su verticalidad, con efectos perdurables en el cuerpo de las víctimas. La universidad es el lugar perfecto para esa discusión y cuestionamiento, sin límites ni prohibiciones. Así, está en la obligación de abandonar las tendencias autoritarias y de liderar la lucha contra la censura dentro de las sociedades democráticas, censura que hoy no toma solamente los ropajes vulgares de la derecha más ignorante sino los muy refinados inspirados en la teoría posestructuralista o en la teoría decolonial.

La censura identificada con las grandes causas políticas es la más peligrosa de todas, porque tiene el atractivo de presentarse como la vía para el cambio en una época desconcertante, vivida como peligro inminente. Provee, además, de un bien escaso: la espléndida certeza absoluta, la dulzura mayor del fanatismo.

No.282 / junio 2022

El destino de las universidades

Siglo XX: la épica de ser escritor

Siglo XX: la épica de ser escritor

En el siglo XX los escritores fueron referentes de una sabiduría basada en el poder de la letra. Hoy, su importancia ha disminuido. El culto al genio ha desaparecido.

Cuando yo estudiaba Letras en los años ochenta, Mario Vargas Llosa visitó Caracas y ofreció una charla en la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad Central de Venezuela. El auditorio estaba a reventar de gente, especialmente de estudiantes. Años antes, Julio Cortázar había llenado el Aula Magna de la misma casa de estudios, con un aforo de unas tres mil personas. Los escritores eran una suerte de estrellas de rock: convocaban multitudes, se entrevistaban con presidentes, hablaban para la televisión y eran escuchados hasta por la gente que no los había leído. En los años cuarenta, Rómulo Gallegos se convirtió en el primer jefe de Estado venezolano elegido por votación universal, directa y secreta; su fama de escritor constituyó la mejor carta de presentación. El ciclo novelesco de Gallegos resultaba inaccesible para un gran número de venezolanos analfabetas, pero igual se sabía quién era el autor de Doña Bárbara.

Gabriel García Márquez se tuteaba con dictadores como Fidel Castro y era el ídolo del primer mandatario estadounidense Bill Clinton, por no hablar de sus entrevistas a presidentes como Carlos Andrés Pérez y Hugo Chávez. Gabriela Mistral y Pablo Neruda, premios Nobel, contaban con un público popular que recitaba sus versos de memoria. Los funerales de Víctor Hugo en Francia y de Amado Nervo en México convocaron multitudes. Octavio Paz y Carlos Fuentes fueron referencias internacionales, con todos los amores y odios que ello despertaba; también los franceses Jean Paul Sartre, Albert Camus y Simone de Beauvoir.

Que Boris Pasternak no recibiera la autorización de la Rusia soviética para recibir el premio Nobel causó consternación. Pasternak, al igual que Anna Ajmátova, vivieron el acoso del poder, inconforme con su obra. Los seguidores de la poeta memorizaban sus poemas aprendidos de copias manuscritas porque se le prohibió publicar. La importancia concedida a los escritores durante la dictadura de Stalin, quien los definió con la infeliz metáfora de ingenieros del alma, significó paralelamente la ruina personal de muchas voces y su prestigio internacional. No es casualidad que León Trotsky, nada más y nada menos que jefe del ejército rojo en los años veinte del siglo pasado, les concediera un rol preferente en la construcción del socialismo y escribiera sobre el tema. Los afanes de control de las dictaduras de distinto signo señalaban, paradójicamente, su respeto a los efectos de la literatura como práctica cultural. Como bien señala Mercedes Monmany en Sin tiempo para el adiós, el ascenso de Hitler empujó al exilio a lo mejor de la literatura alemana de esa época, con nombres como Thomas Mann o Stefan Zweig; sus textos caerían en el mismo saco en el que cayeron las esculturas y pinturas presentadas en la exposición de arte degenerado, organizada por los propios nazis. Leerlos a escondidas significaba un acto de resistencia.

Instituciones educativas, gobiernos, editoriales, medios de comunicación y público se daban la mano al concederle a la imaginación literaria una comprensión superior del mundo; el arte y la literatura formarían las sensibilidades de los hombres y mujeres de las naciones emergentes y consolidadas, de los países revolucionarios y de las elites intelectuales. Los escritores se convirtieron en faro y guía de la nación y la juventud, maestros de una sabiduría basada en el poder de la letra, depositaria del destino de la cultura. Con la crisis de la esperanza infinita que significó el siglo XX en el mundo y con el auge de los medios de comunicación, la importancia de la literatura y de los escritores disminuyó. Por ejemplo, la revolución bolivariana jamás se interesó en los escritores. Los medios de comunicación, en especial la televisión, copaban su atención, a diferencia de su régimen homólogo cubano, siempre atento a lo dicho y escrito por sus narradores y poetas. Solo los países más absurdamente autoritarios siguen pendientes de estos temas, al estilo del chino o del nicaragüense, capaz de prohibir la última novela de Sergio Ramírez.

Sería muy fácil afirmar que esta pérdida de relevancia cultural se conecta con el cuestionamiento del rol del intelectual en la esfera pública. Tiene relación, pero va más lejos: el culto al genio ha desaparecido. La exaltación de la inteligencia y el talento, propia del ideario romántico decimonónico, que atravesó el siglo veinte en manifestaciones tan distintas como la ciencia, el arte, la literatura y el pensamiento, ya solo se manifiesta en la adoración de las figuras deportivas. El cuerpo es el depositario del talento comprobable, parece decirnos esta época. En otras áreas la legitimación es mucho más relativa, con la excepción de la ciencia, cuya dificultad la deja fuera del alcance de la mayoría. Todos somos artistas, escritores y pensadores: las redes sociales, los blogs y la “fan fiction” desarrollada a partir de obras como las del ciclo de Harry Potter (J.K. Rowling) así lo indica. Cualquier youtuber que escriba un libro tiene mucho más lectores que un escritor o escritora de lo que convencionalmente se considera literatura.

La pulcritud ideológica de izquierda y de derecha exige a los escritores de fama mundial ser comedidos y cuidadosos en sus opiniones. Gente que jamás ha leído a Vargas Llosa lo condena por sus ideas políticas, lo cual me recuerda a algunos comunistas risibles que no leían a Jorge Luis Borges, considerado un hombre de derecha. No importa su genio, porque el genio es visto con desconfianza y la mediocridad es virtud. Por supuesto, sigue existiendo un público literario exigente y con lecturas, respaldado por editoriales interesadas en este tipo de arte verbal; se trata de un circuito minoritario amparado por revistas y suplementos culturales a los que se les van recortando las páginas. Como decía Borges en su ensayo “Los clásicos”, los grandes nombres de la literatura del pasado pueden devenir en páginas muertas. Ya está pasando: ¿acaso James Joyce o Proust, exaltados por su audacia verbal, son leídos en las escuelas de Letras y los postgrados de literatura? Crear un nuevo mundo con la palabra es ahora prerrogativa, como dije en el primer artículo de esta serie “La literatura no es lo que era”, de los escritores arraigados en los mitos del pasado, estilo George R. R. Martin (Canción de hielo y fuego).

No hay nostalgia ni crítica en mi comentario, solo constatación. Se trata del fin de una épica del artista y del escritor, propia de una época histórica que creyó en el poder de la innovación simbólica tanto como creyó en el poder de la política para reconstruir un mundo a la medida de los deseos de los hombres y mujeres comunes.

Borrones

Letras libres

Borrones

Mauricio Molina, cuentista y novelista excepcional, frecuente colaborador de Letras Libres, falleció hace un año. Lo recordamos con este texto inédito donde reflexiona acerca de la escritura: sus motivos, métodos, estímulos y su parecido con el jugo de zanahoria.

Por Mauricio Molina

13 junio 2022

Escribir es una lata. Es una actividad que no le recomiendo a nadie, salvo que tenga una pistola en la cabeza, lo haga por dinero o de plano por necesidad, como es mi caso. Soy de los que piensan que quien escriba en busca de la felicidad ya ha perdido la partida. La mera diversión no basta. Hay muchas otras actividades que hacer, por ejemplo leer, ir al cine, adentrarse en la naturaleza. Ponerse a escribir cuando hay un buen partido de futbol, cuando el día está grandioso o cuando una mujer ha aceptado una cita, sería, desde mi punto de vista, absurdo. La única explicación plausible que encuentro para esta actividad en mi caso se reduce a una sola palabra: obsesión. Sumergido en este territorio enfermizo me he encontrado con algunas alegrías, algunos hallazgos, pero estos han aparecido en mi vida más como actos fallidos que como acciones planeadas. En este sentido solo puedo enfrentarme a textos de corta distancia. Así como hay maratonistas de la escritura, yo podría decir que soy un sprinter. No me puedo levantar del escritorio si al menos no he dejado concluido algo, ya sea un capítulo, un segmento, un cuento, que después pasarán por las sinuosas tortuosidades de la reescritura.

Se dice que Fitzgerald, Hemingway o Lowry escribieron grandes páginas gracias al alcohol. Lo mismo se afirma de Burroughs con la heroína y otras drogas, Michaux con la mescalina o, más clásicamente, Gautier y Baudelaire con el hachís y el ajenjo. Debo de admitir que yo jamás he podido escribir una sola página bajo el influjo de ninguna sustancia que no sean el café, el tabaco y las cocacolas (sustancias igualmente nocivas para la salud y también altamente adictivas). Siguiendo esta línea de pensamiento debo de concluir con la hipótesis de que o bien ellos son, para mi desgracia, de otra especie, o de que a mí por lo menos el alcohol y las drogas me hacen daño.

El cerebro es un órgano muy delicado y traicionero. Uno puede pasarse días enteros buscando algo entre la maraña de pensamientos para poder escribir y no pasa nada. Otras veces basta con un pequeño atisbo, una iluminación (diría Walter Benjamin) y todo el armamento verbal, todas las potencias de la imaginación se echan a andar y como un prisma reflejan un arcoiris de matices, sugerencias, intuiciones.

Escribir requiere de mucho entrenamiento. A menudo practico durante meses solo para que de repente aparezca un pequeño texto que gana por nocaut apenas en el segundo round. Otras veces me paso horas y horas redactando páginas enteras hasta que de repente, en el último minuto aparece el gol, no siempre de una espectacular chilena, ni merced a una jugada excepcional, sino, como ocurre casi siempre, por un error de la defensiva.

Las resistencias de la realidad a ser alterada, aunque sea por medio de unas cuantas palabras, son muchas. Atrincherada más allá, la realidad, compuesta por los hechos duros y cotidianos, se niega a cooperar con la escritura.

Una serie de imágenes, una trama, un conjunto de palabras que de repente resuenan en mi mente, y que durante varios días (a veces son semanas o meses), se van marinando, de pronto un día inesperado toman la forma de un ensayo, de un cuento. A menudo estas “epifanías”, como las llamaba Joyce y que yo más humildemente llamaría momentos inspirados, se disparan merced a la lectura de otros autores. Sin la lectura de los otros no podría escribir una sola línea. Ignoro si este acto mimético resta originalidad a mi trabajo o si, como prefiero pensar, hay un sustrato lingüístico, mitológico, una hermandad profunda que me une a esos autores y, atrapado en mis propias emociones y pensamientos, estos solo pueden adquirir forma a través de la frecuentación de otros libros. La creación literaria siempre es, en mi caso, un acto de lenguaje al cuadrado. Es como si mis capacidades creativas solo pudieran existir como una continuación de la lectura.

El mundo es un lugar refractario a la interpretación. A menudo me resulta claramente hostil, sobre todo cuando veo los noticieros o cuando reviso los periódicos. Todo lo que me rodea me parece impregnado de una profunda ironía. Cuando reparo en lo que he escrito –un puñado de cuentos, un par de novelas y algunos ensayos– me doy cuenta de que en muchos casos el punto inicial de mi trabajo de ficción es la paranoia. Mis ficciones más intensas, aquellas que han merecido publicarse o antologarse, están revestidas de un aura amenazante. Desde este punto de vista soy el albacea de mis pesadillas antes que de mis alegrías o felicidades. El amor, la felicidad, la contemplación de la belleza, están vedadas en mi trabajo: es como si estas experiencias no pudieran verbalizarse y estuviera condenado a expresar solo el lado oscuro de las cosas. Me imagino que en mi caso estas sensaciones y emociones pertenecen a lo que Wittgenstein llamara el lenguaje privado. Inenarrable, inexpresable, la felicidad se da en mí en un ámbito extralingüístico. Rara vez he podido escribir sobre esos temas salvo bajo la óptica de la memoria, de la nostalgia, de lo perdido: de la ironía.

No soy un escritor sistemático, de esos que escriben una novela al año o que elaboran grandes continentes novelísticos o ensayísticos. Esos son escritores de una geografía vasta y continental. Proust, Joyce y Musil son algunos de mis autores predilectos, pero su propensión a la monumentalidad me está vedada. Si hubiera una figura que describiera mi trabajo ésta sería la del archipiélago: un conjunto de islas e islotes, el mapa punteado de un planeta que no termina de formarse.

Soy un escritor nocturno. Esto se debe a que por lo regular la noche es silenciosa. De hecho es como si el día fuera demasiado claro y contundente como para adentrarse en el mundo del pensamiento y la imaginación. Esto es por supuesto un lugar común. Por lo demás no pretendo la originalidad porque dudo de su existencia. Las mañanas son buenas para la revisión del trabajo nocturno. La tarde me es absolutamente indiferente.

Una vez hechas estas precisiones paso a hablar del método. Me intrigan los autores que hablan de sus métodos y técnicas de escritura. Muchas veces he podido elaborar esquemas previos o mapas de lo que voy a contar o escribir, solo que por lo general termino desechándolos completamente. Un breve repaso por mis cuadernos confirma esto: esquemas, listados, títulos de capítulos, párrafos sueltos pueblan sus páginas, pero estoy seguro de que si alguien buscara en ellos algo coherente no lo encontraría, a lo sumo algunas pistas que llevarían al lugar del crimen. Por lo general escribo muchas páginas en el cuaderno solo para terminar convirtiéndolas en otra cosa cuando las paso a la computadora. La escritura es el arte de la metamorfosis y de la metempsicosis, de la transmigración de las almas.

Buena parte de mi tiempo la ocupo en pensar situaciones, en elaborar hipótesis y conjeturas. Mi tiempo es el condicional: “y qué tal si”, o “¿qué pasaría si esto o esto otro?”. Escribo muchas hipótesis, de hecho, mis cuadernos están plagados de ellas. El problema es que algunas me parecen absurdas y otras me parecen legítimas. Con el tiempo esto se invierte y aquello que me parecía más absurdo va adquiriendo un sentido oblicuo y aquello que me parecía un hallazgo se queda en el lugar común y me veo obligado a utilizar el material que previamente me parecía inutilizable.

Me encantan los jugos de zanahoria. Un tubérculo anaranjado, de consistencia dura que gracias a una máquina se convierte en un néctar delicioso. La mayor parte se queda en el bagazo y solo queda un poco de líquido por cada zanahoria. Así es la escritura. Cuadernos y cuadernos repletos de bagazo y al final sólo unas cuantas gotas de escritura.

El arrepentimiento es una de las sensaciones que asaltan al escriba. Casi siempre, cuando he logrado superar la pereza, la paranoia, y me he enfrentado a mis obsesiones (cuando he saltado al ruedo, diría Leiris), me queda una sensación de culpa muy difícil de explicar. No se diga cuando sale publicado. Entonces me niego a leerme por temor a encontrarme con mis propios errores. Esto no me lo han podido quitar ni los años de trabajo ni el oficio.

Una vez que veo publicado algo mío siento una suerte de vaga culpa. Cuando llega el momento de releerme, después de muchas dudas, me dan ganas de meterme debajo de las piedras. Los comentarios de los amigos no ayudan, por muy elogiosos que éstos sean. Da la sensación de que algo se ha alterado definitivamente no en el mundo (al fin y al cabo yo no escribo para cambiar a nadie) sino en mí mismo. Venturosamente, con el paso del tiempo y con la llegada de nuevas obsesiones, hipótesis o conjeturas, uno logra despojarse de este malestar, solo para generar alguno nuevo.

Padezco del síndrome de Kafka: escribo y escribo y en muchas ocasiones solo logro terminar esbozos, textos que no llegan a su fin. Esta incompletud me desanima, pero no logra quitarme la necesidad de escribir. Esto de seguro tiene que ver con la sexualidad. En algún filme de Woody Allen una chica afirma: “hacer el amor contigo es una experiencia kafkiana”. Como esos niños que se aguantan para ir al baño o como el atleta del Kama Sutra que se niega a consumar el acto sexual, prefiero la acción de estar escribiendo al texto consumado, a la obra publicada. Mucho de lo que he escrito que me ha dejado más o menos satisfecho me deja la impresión de que se trata de un esbozo, de algo que pude haber ampliado pero que por incapacidad o por desidia se quedó sin terminar. Como una culebra entre las piedras, algo, la inspiración, el hallazgo, el deseo, se me escapó definitivamente y sólo escribí un atisbo.

Apostilla sobre el estilo: conceptos como voz propia, tono o estilo a mí no me dicen nada. El estilo (creo que Borges lo dijo de un modo más preciso en algún lado) no es otra cosa que una repetición de los propios errores que lentamente se van convirtiendo en virtudes, más por insistencia que por corrección. Uno puede pensar que el estilo es como el ADN de un autor, pero se necesitan grandes cantidades de material para distinguirlo. El estilo es una ilusión cientificista o retórica, una materia para congresos o una muletilla para no decir nada. Tengo para mí que lo que hay son estrategias: cómo se aproxima un autor a su materia, cómo resuelve tal o cual problema. Existen problemas que requieren de soluciones elegantes y los hay que necesitan de fuerza bruta y músculo.

A veces he escrito cuentos que se solucionan solos: una alta condensación abre las resistencias del relato como un rayo láser. Otras veces he tenido que echar mano de todo el armamento para atravesar sus trincheras. El ensayo no es muy diferente, ni la poesía. Hay materiales que requieren de mucha dinamita para su extracción. A menudo hay que mover montañas para encontrar un solo diamante, y se corre el riesgo de que este sea falso. Así pues, la noción de estilo, proveniente de una era más retórica que la nuestra, no me dice nada. El estilo, si se puede definir, no es otra cosa que una forma de solucionar un problema formal. (¿Cuál es el estilo de Rulfo?, ¿su fragmentariedad acaso?) Creo en la existencia de las formas y que estas tienden a ser descubiertas antes que inventadas. En este sentido me sumo a los matemáticos neoplatónicos, como Kurt Gödel, que consideran que las formas preexisten, están ahí para ser descubiertas. Un estilista no descubre formas, solo se somete las que ya se han descubierto. Lo de la voz propia y el tono me hace reír un poco. Me imagino que Pessoa –un autor poblado de muchas voces y de muchos tonos– se hubiera reído también de esto. Hay quien cree que el estilo y la voz propia lo son todo. Yo creo que cada objeto verbal que creamos –llámese ensayo, cuento, novela, poema, fragmento– es un todo orgánico y autosuficiente. Es evidente que hubo épocas en las que predominaba el estilo, pienso en el siglo XVIII, o en la época de los poetas provenzales, Dante y el Dolce stil nuovo. La nuestra no es una época de estilos, ni siquiera de voces. El universo perceptivo es ahora múltiple y polimorfo, imperan el fragmento, el montaje, la sincronía, el copy-paste. Es posible que cuando se haya estabilizado la era digital surjan formas estilísticas que puedan distinguirse, pero hoy esto es imposible.

¿Qué estudiar para ser escritor?

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El blog de los escritores

Qué estudiar para ser escritor

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Roberto Augusto

¿Es verdad que hay que estudiar para ser escritor? ¿Es cierto que muchos escritores no tienen estudios universitarios? ¿Existe la carrera de escritor?

¡No respondas apresuradamente! Muchos de estos interrogantes tienen respuestas que podrían sorprenderte. Continúa leyendo y conocerás todo lo que necesitas saber para comenzar una carrera literaria brillante.

¿Existe la carrera de escritor?

La profesión de escritor es una de las más antiguas del mundo. Está directamente ligada a la capacidad humana de producir y comprender lenguaje. Los primeros escritores de la historia eran sabios narradores de leyendas y grandes jueces de la ley. De hecho, una de las causas del surgimiento de la escritura fue la necesidad de fijar por escrito los testimonios ancestrales y las leyes que regían la vida en sociedad.

Sin embargo, pese a ser una profesión tan antigua, no encontrarás la carrera universitaria de escritor en prácticamente ningún país del mundo. ¿Por qué no existe la carrera de escritor? La respuesta es bastante ambigua. Vayamos por partes.

Para ser escritor qué hay que estudiar

Comencemos por lo obvio: para escribir un libro debes estudiar lengua en la escuela. Mientras mejor te haya ido en las asignaturas relacionadas a la lengua y la literatura, mejor preparado estarás para ser escritor. Pero esta no es una condición suficiente. Un escritor es una persona curiosa por naturaleza y, además de su deseo por conocer la lengua, tiene ansias de conocer el mundo que lo rodea y se pregunta los porqués de las cosas a cada paso.

¿Dónde estudiar para ser escritor?

Hay muchas carreras para aprender a escribir libros, pero ninguna de ellas se llama simplemente «carrera universitaria de escritor». Esto se debe a que la literatura y la escritura de libros en general son campos inmensos, absolutamente inabordables. Entonces, sería absurdamente ambicioso dictar una carrera de escritor y esperar que sus egresados fueran capaces de escribir cualquier libro imaginable, desde un poemario hasta un manual de carpintería, pasando por libros de autoayuda, de cocina, de historia…

¿Debo estudiar para ser escritor?

El hecho de que no exista una carrera específica de escritor no quiere decir de ninguna manera que no sea necesario estudiar para ser escritor. Todo lo contrario: para ser escritor debes estudiar perfectamente todos los temas sobre los que vas a escribir. Por ejemplo, si siempre has soñado con publicar un libro sobre la historia de tu pueblo natal, pero jamás te has acercado al ayuntamiento para consultar los archivos, ni guardas periódicos, ni vas a presentaciones de libros sobre ese mismo tema, es obvio que jamás podrás cumplir tu sueño de publicar ese libro.

¿Es necesario estudiar para ser escritor?

La respuesta es un sí rotundo: hay que estudiar para ser escritor, cuanto más estudies, mejor escritor serás, siempre y cuando practiques mucho tu técnica.

Hay muchas carreras universitarias para ser escritor. Si bien ninguna te dará el «diploma de escritor», todas ellas te darán algunos conocimientos específicos indispensables para desarrollar tu capacidad de escritura creativa.

Carreras universitarias de escritor

Puedes ser escritor sin importar la carrera universitaria que hayas elegido. También puedes ser escritor sin haber pisado una universidad jamás. Pero, si quieres aprender a escribir profesionalmente, las mejores carreras para ello son las siguientes:

#1. Estudiar filología para ser escritor

Esta es la opción clásica, la más elegida por jóvenes de todo el mundo que escriben apasionadamente y desean una formación universitaria que los ayude a potenciar su capacidad de escribir.

Las carreras de filología reciben distintos nombres según los países: carrera de letras, de lengua y literatura, de lingüística… En todos los casos, los temas centrales siempre son la lengua y la literatura.

Algunas carreras de filología se orientan más hacia la cuestión literaria y artística y otras hacia lo lingüístico, el punto de vista científico del lenguaje.

#2. Estudiar periodismo para ser escritor

Esta es otra opción muy elegida en todo el mundo. Se llama periodismo en general a todo lo relativo a la comunicación social, ya sea por medios tradicionales como televisión, radio y periódicos, o medios digitales como portales de noticias online, redes sociales y blogs. La ventaja que suelen tener las carreras de periodismo por sobre las demás es el hecho de que te exigen mucha práctica: permanentemente debes escribir artículos, informes, investigaciones y otros textos que te entrenan para el momento de salir al ruedo.

#3. Estudiar filosofía para ser escritor

La carrera de filosofía es otra clásica opción de aquellos estudiantes que quieren convertirse en escritores.

Para estudiar filosofía debes leer muchísimo, aprender conceptos complejos y, sobre todo, aprender a comunicar ideas, ya sean tuyas o de los grandes pensadores de la humanidad. Todo esto constituye una gimnasia formidable para la mente y te prepara para ser un buen escritor.

¿Hay que estudiar para escribir libros?

Es cierto que puedes ser escritor sin ir a la universidad. Existen millones de ejemplos que lo prueban, escritores brillantes que nunca obtuvieron un diploma universitario sin que eso afectara sus carreras en lo más mínimo. Pero para ser escritor hay que formarse en tres aspectos básicos:

#1. Estudiar lengua para ser escritor

No puedes lanzarte a escribir un libro de trescientas páginas sin saber dónde va la «h» o cómo se ponen las tildes. Tampoco llegarás muy lejos si no conoces las conjugaciones verbales, el régimen de los adjetivos comparativos y tantos otros aspectos básicos de la gramática y la ortografía.

Pero no te confundas, no hace falta que seas experto en lengua. Para eso están nuestros correctores profesionales de textos, listos para recibir tu manuscrito y corregirlo hasta en el más mínimo detalle.

#2. Leer libros para ser escritor

Los libros que debe leer un escritor son muy diversos. Prácticamente cualquier libro bien escrito te ayudará a mejorar tu estilo, dejará una buena marca en ti como escritor. Para ser escritor, lee novelas, libros de cuentos, libros de poemas y del género literario que tú quieras.

También puedes leer libros con consejos prácticos para escribir literatura.

#3. Estudiar mucho para escribir libros

Este punto es la síntesis de los anteriores. Leer de manera apasionada pero metódica es una forma de estudiar para escribir buenos libros.

¿Puedo ser escritor sin estudiar?

Sí, puedes ser escritor sin estudiar. Pero no llegarás muy lejos porque, en la actualidad, la oferta de libros es más grande que nunca y las obras literarias de baja calidad, hechas sin una preparación adecuada sobre el tema que abordan, están condenadas a fracasar frente a otras mucho mejores.

Cursos para ser escritor

En todos los países del mundo hay cursos para ser escritor. Algunos están afiliados a universidades, sin llegar a ser carreras de grado. Muchos cursos de escritura tienen gran calidad, todo es cuestión de indagar la oferta educativa de tu comunidad y descubrir las mejores opciones para iniciarte en la carrera de escritor. En un curso de escritor te pueden enseñar a usar correctamente la escritura como una herramienta.

Los cursos para aprender a ser escritor pueden ayudarte a mejorar muchísimo la calidad de tu trabajo literario.

Cómo buscar un buen curso de escritura

Hay algunos parámetros fundamentales que debes tener en cuenta. Lo más importante es ver que tus profesores demuestren ser buenos en lo que hacen. Si en la primera clase ves muchos errores de ortografía en el material didáctico, huye de ahí inmediatamente.

Otra buena manera de descubrir si un curso para escritores es bueno es la cantidad de ejercicios que te piden. Si las clases tienen mucha parte práctica, si te dan gran cantidad de tarea para casa y luego la revisan activamente, ese es un buen curso.

Estudiar para escribir buenos libros

Si te preguntas qué hay que estudiar para ser escritor, vas por buen camino. Saber que es necesario estudiar para ser escritor es el primer paso en toda carrera literaria de éxito. El estudio sistemático y paciente es la base de cualquier profesión. No te confíes solo de tu talento. Seguramente hay casos de escritores que nada más comenzar a escribir ya están totalmente inspirados y se ponen a llenar página tras página de maravillas literarias.

Pero esos escritores son los genios, las excepciones a toda regla. Además, hasta los genios necesitan poner manos a la obra para dar cuerpo a sus más brillantes ideas.

Estudiar para ser un escritor de éxito

No bajes los brazos. Te alentamos a seguir adelante en la fascinante carrera de escritor. Miles de autores de todo el mundo tienen la misma ilusión que tú, quieren publicar el libro de sus sueños.

Podemos ayudarte a lograrlo. Somos expertos en publicación de libros en papel y en ebook. ¿Qué necesitas para publicar tu libro? ¡Déjanos un comentario y cuéntanos cómo podemos ayudarte!

Maléficus Sabbat

Fragmento de mi tercera novela: Maléficus Sabbat

Palabras, relatos y reflexiones

Ficción realista.

Por los senderos del realismo fantástico

Maléficus Sabbat

PRIMERA PARTE. La misión.

Capítulo 1. ¡Acaben con la hechicera Lucinda! (Fragmento)

Hay misiones que se convierten en algo catastrófico, y desde lo que escasamente conocemos de ellas, revelan señales que transforman en tragedia, ¡vaya uno a saber por qué!, lo que al principio es apacible y virtuoso. L.G. B.

Ahora, lo único que deseo es sumergirme en cualquier cosa y escapar de esta pesadilla. Cualquier solución por trágica e indignante que sea es preferible a este indescifrable estado en que me encuentro. En este instante, soy un despojo humano, un retazo de cualquier cosa. Admito que fue algo funesto la osadía de averiguar sobre lo que a continuación narraré. No era tarea sencilla escudriñar lo ocurrido con la misión de acabar con la hechicera Lucinda Candelaria y los vándalos que la seguían como lo ordenó el arrogante ministro Diósteles…

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