Ficción realista.
Por los senderos del realismo fantástico
PRIMERA PARTE. La misión.
Capítulo 1. ¡Acaben con la hechicera Lucinda! (Fragmento)

Ahora, lo único que deseo es sumergirme en cualquier cosa y escapar de esta pesadilla. Cualquier solución por trágica e indignante que sea es preferible a este indescifrable estado en que me encuentro. En este instante, soy un despojo humano, un retazo de cualquier cosa. Admito que fue algo funesto la osadía de averiguar sobre lo que a continuación narraré. No era tarea sencilla escudriñar lo ocurrido con la misión de acabar con la hechicera Lucinda Candelaria y los vándalos que la seguían como lo ordenó el arrogante ministro Diósteles Runque a la coronel Benicia Santoro. Esta pretensión ha sido lo peor que me ha pasado.
Olvidar lo averiguado y callar los contratiempos padecidos por narrar sobre algo incierto y desconocido sería lo mejor pero me expondría, quizás, a un siniestro horrendo con solo intentarlo. Silenciar la amenaza por relatar lo encontrado, sería grave pero exponer algo para lo cual la ciencia ni la religión tienen explicación se requiere valor y fe. Carezco de lo uno y de lo otro y mi escasa imaginación y mi frágil coraje no dan para tanto. De tenerlos, serían más los interrogantes que las respuestas encontradas como lo verán, y un temor alejado de toda humana comprensión me asalta al desconocer lo qué podrá ocurrirme en el momento de terminar mi relato. Intuyo que de este presente de mi espíritu nada quedará y de mi cerebro será mejor no hablar.
Quedan cosas pendientes por esclarecer, pero dejo a otros con más inspiración, talento y coraje desentrañar lo que yo no pude. Descubrir, por ejemplo, cómo hizo Constanza Juliana para burlar a su marido Diósteles en sus propias narices y saber en dónde Diósteles pudo ocultar al mandatario que lo nombró -cuyo nombre omito por seguridad-, resultó ser para mí un revés imperdonable, un fracaso desgraciado, a menos que…, hayan sido casos irracionales e inexplicables que señalen alguna obscura cosa por esclarecer. Y aunque esto bien puede ser, me siento tranquilo al relatar lo poco averiguado y lo mucho de mi fiasco.
A estas alturas, qué más me da confesar lo inescrutable que mi esfuerzo enfrentó. Una fuerza velada, algo sin justificación y sin sentido, me arrastró a lo desconocido. Días enteros de lectura, eternas noches de vigilia, e inusitados contratiempos enfrentados solo para esclarecer una ínfima parte de lo sucedido que amenazó con devastar a todo ser existente parecería aventurado. Sabía que me enfrentaba a algo inexplicable e incierto, pero no pude evitarlo. Dejo en claro que antes de comenzar a escribir sobre esto vivía sin que nada me perturbara y, aunque en ocasiones enfrentaba casuales tempestades, dormía con la placidez de un prado encantado, con la luna de los sueños a mí lado, con la mansa paz de quien nada teme, con la magia de la noche abrigando mis sueños.
Los contratiempos comenzaron con el incendio del Palacio de Justicia. Fue un siniestro horripilante, diferente a cualquier otro infierno: Destruyó todos los archivos allí guardados y con los que había iniciado mi tarea. Las llamas, en lugar de elevarse en dirección al techo buscando salir de la edificación, se arrastraban sobre el piso marmoleado como serpiente enloquecida, igual a una corriente tumultuosa de un rio, sondeando el sótano en donde se resguardaban ficheros, legajos y carpetas. Tronaba y se estremecía como un río agresivo de lava de llamas vivas que gruñía como una bestia y revivía alentada con cuanto objeto tropezara. Fue horrendo y hube de reiniciar mi tarea para enfrentar, esta vez, nuevos e insólitos reveses a medida que escribía estas notas.
Fueron muchas las veces en los que el texto elaborado en el computador se modificaba sin intervención de mi parte y sin explicación alguna. Veía atónito desaparecer letras, frases y párrafos enteros. En su lugar, aparecían textos que yo jamás había escrito ni se me habían ocurrido. A veces, en la pantalla se revelaban extrañas manchas, signos o imágenes aterradoras imposibles de interpretar. Cierto día, un ventarrón, aparecido de la nada, entró en el estudio y desató un torbellino hasta convertirlo en un revoltijo, en un “sanalejo” apretujado. Desde entonces, era común que los textos escaparan de donde estaban para salir en búsqueda de una ventana, una puerta o de cualquier rendija para fugarse desbandados y sin que yo pudiera detenerlos. Semejaban formas vivientes. Yo parecía un demente corriendo tras ellas. Hasta creí que había perdido la cordura persiguiendo por el recinto palabras, oraciones, enunciados, y hasta páginas enteras y signos de puntuación.
Un día el aparato dejó de funcionar, así no más. A pesar de que todo estaba bien, como lo dijo el técnico, se resistía a mis órdenes. “Todo está normal, es algo extraño. Jamás había visto algo parecido.”, dijo el experto angustiado. Cuando escuchó proferir una maldición salida de las entrañas de la máquina, se largó de inmediato y no quiso volver a pesar de mis ruegos. Tres días después, el equipo comenzó a operar por sí solo, sin que lo hubiese operado. Reía como hiena enloquecida y en la pantalla aparecieron una sarta de mensajes amenazantes. Destacó una orden de suspender mi relato. Atemorizado, me apresuré a eliminarla pero, por más que la borraba, aparecía de nuevo sin que al final fuese posible sacarla de la bandeja de correo. Ahí permanece como prueba cierta de su existencia.
El aparato ya no era un dispositivo que recibía órdenes sino un ente que operaba a su antojo, sin que yo pudiera cambiar su caprichosa autonomía. Parecía tener vida: Mujer u hombre, niña o niño, daba lo mismo. A veces, caprichosa, infantil, seductora, sumisa o negada a todo. Otras veces, gruñón, irreverente, soez, y hasta hirsuto e intratable, aunque más mañoso y áspero. Cada parte de la máquina, monitor, teclado, cámara, ratón, operaba a su antojo y sin conexión con los otros y menos conmigo. Cuando le provocaba soltaba un olor pestilente o un quejido lastimero. En la pantalla se reflejaban imágenes escabrosas mientras que los parlantes soltaban quejidos y expresiones impronunciables y tétricas.
En cierta ocasión, la impresora imprimió por sí misma un texto detestable y estuve a punto de abandonar mi propósito. Al rato, una voz odiosa me ordenó con voz maquinal que abandonara lo que hacía y me dedicara mejor a moler trapiches. “¿Moler trapiches? …, no entiendo”, le respondí molesto. Soltó una carcajada diabólica. “¿Desde cuándo las máquinas daban órdenes?”, me pregunté. Me sentía devastado, nervioso, y por mi estado, el relato parecía condenado al fracaso. Mi lugar de trabajo se había convertido en un sitio demencial, una cámara de tortura que mi débil cerebro no resistía.
Un crucifijo y una rara plegaria que encontré entre las páginas de un antiguo libro sobre ocultismo ayudaron a sobreponerme y salvaron el interés puesto en la investigación. Me abstengo de darla a conocer por temor a que se vuelva contra quien la lea. Me vi precisado a modificar el horario y la forma de escribir, y fui obligado a emplear cada día y contra mi voluntad artilugios religiosos y cabalísticos de toda naturaleza para burlar los espíritus ruinosos que se interponían en mi trabajo. Fue un desastre porque aparecieron nuevas formas desconocidas de amenazas. Presentía que lo peor estaba por venir.
Por fuera de mi estudio, las cosas no eran mejores. Visitar los lugares en donde reposaban los archivos con la información de los hechos del suceso se convirtieron también en una pesadilla. Cada vez que me acercaba a las fuentes de información, algo extraordinario o engorroso se interponía que me hacía sentir derrotado (***). Cada mañana, después de la obligada revisión de la escritura del día anterior, como solía hacerlo para constatar si cada palabra, cada frase, cada página, cada signo de puntuación estaba en su lugar, salía a enfrentar la odisea de llegar a las oficinas y despachos en donde debía soportar toda clase de vituperios y escarnios, aunque más los portazos en mi cara y burlas de los vigilantes y empleadillos.
Dádivas y soborno a funcionarios y oficinistas de todo pelaje para acceder a los documentos que reseñaban lo ocurrido, se convirtió en práctica obligada. A la larga, fue el milagroso salvavidas de mi vocación. En muchas ocasiones perdía mi dinero y mi tiempo porque quienes se comprometían a permitirme el acceso a los archivos o a cualquier información desaparecían, sin dejar rastro. La más de las veces, cada oficina o archivo que pretendía visitar tenía la prohibición tajante de impedir mi entrada. En ese instante descollaba la coima de la corruptela. Quienes las recibían vivían holgados pero yo terminé habituado a esta maña bochornosa de pagar para avanzar. ¡Trasnochos, revisión y sobornos!, a ese paso, perdí toda noción del honor y de lo que llegaría a costar mi entusiasmo. En cada gestión, veía una mano maligna, un poder malévolo, un sino siniestro que impedía mi trabajo.
Gracias a tretas insospechadas y a maniobras carentes de moral y buenos modales y que no menciono para no escandalizar, pude terminar esta obra. Con todo, como ya lo dije y como se verá, tuve que enfrentar raras acrimonias como la de no encontrar el rastro que había de llevarme al escondite o a saber lo que había pasado con el mandatario (cuyo nombre omito por respeto a sus descendientes) que nombró a Diósteles en el cargo. Este quehacer, lo repito, igual que otros, se convirtieron en un imposible, a pesar del esfuerzo realizado.
Terminé mi obra, es cierto, y creo haber dejado cada documento, archivo o papel husmeado en su lugar para ocultar cualquier rastro y escapar de cualquier sospecha. Con excepción de cientos de añicos de lápices, bolígrafos secos, y recortes de papel y de cartulina, todo lo demás lo dejé en su sitio. Pero confieso que he desentrañado apenas una ínfima parte de esta historia señalada por muchos como un caso “extraño y enigmático”. Queda mucho por resolver, lo advierto. Mas, por falta de valor que de fuerzas, he llegado hasta donde los lectores podrán constatarlo. Espero que sean pocos los casos, pero es posible encontrar en el texto expresiones entrecortadas o con signos extraños e inexplicables. No pude evitarlos.
Solo espero la piadosa comprensión de los lectores en caso de hallar términos inconcebibles, verbos o señales incoherentes o absurdos dislates. Me disculpo por ello, pero para mí fue un imposible eliminarlos o corregirlos. Aparecían, sin ton ni son, como una crasa burla o como una amenaza diabólica a lo que hacía, y así quedaron plasmados. Mi fe no sirvió. Al final, confieso, nada he podido hacer para remediar o subsanar aquello en lo que manos anormales y chocantes han intervenido. Solo deseo que la maldición proferida en algún momento no sea cierta y menos que se transmita a quien lea esto.
Estoy seguro que apreciarán el esfuerzo realizado. Pero me siento abatido y con un descuadre mental que, según el neurólogo que me atiende, es difícil de curar. He llegado hasta donde lo podrán constatar, pero me he abstenido de continuar. Espero que alguien con más decisión y arrojo pueda proseguir lo que yo con mucho esfuerzo inicié.
Enfrentar un enigma como lo hice yo deja secuelas insospechadas y el miedo es la menor de ellas.
…
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Fragmento de mi tercera novela: Maléficus Sabbat
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