- 4 de septiembre de 2022
REALIDADES Y FICCIONES
—Revista Literaria—
Nº 51 – Septiembre de 2022 – Año XIII
ISSN 2250-4281 – Edición trimestral
APOLOGÍA DEL LIBRO
‘’El libro es fuerza,
Es valor, es poder;
Antorcha del pensamiento y
Manantial del amor’’.
Rubén Darío
El libro es el instrumento mediante el cual conocemos las cosas de la vida, es de gran utilidad porque en el mismo podemos conocer tanto del presente como del pasado por su contenido tanto histórico como literario; y de su maravillosa creación de ficción a través de la novela y la poesía. Es el medio el cual nos acerca a la realidad y a la creación e imaginación del conocimiento del hombre.
Sin ellos nos sería un caos el conocer las cosas y aprenderla y dar nuestra opinión en torno a lo verdadero y lo ficticio. Por eso lo hay de historia, filosófica, cuento poesía, literatura, religión, antropología, física, química, cuentos, y otros tantos que pueda imaginar la mente del ser humano.
A través de los mismos podemos conocer del pasado, de su historia y de la creación de la humanidad, desde cuando estamos en esta tierra y como hemos llegado a ella. La mentalidad humana ha podido catar esos conocimientos por medio de la escritura y su impresión. Sin la cual no hubiésemos podido conocer nada en absoluto.
Ellos son los portadores de todos los encantos y nos proporcionan todos los placeres. Por eso los hay propios para el que ama los viajes y gusta de peregrinar por los parajes más desconocidos del mundo con la imaginación soñadora. Hubo una época entera de la literatura en que el descubrimiento de América y las travesías de los grandes marinos despertaron en los hombres de todas las razas la fiebre de las peregrinaciones lejanas. Eran por cuanto los años en que los navegantes, como Marco Polo, regresaban al puerto de partida refiriendo las cosas más extrañas, que ojos humanos hayan visto. También existe el libro excéntrico, el libro agrio y poco accesible, que solo se deja leer por los que tienen la manía de la erudición, o por los que sienten cierto atractivo por las vejeces y las curiosidades pertenecientes a la arqueología literaria. Pero también es conocido al lado del mismo el denominado libro amable, el que nos sorprende en cada página con una revelación inesperada, y ya nos deslumbra como una joya, ya nos llena la mente de perfume como una flor, o ya nos embarga los sentidos como un vino maravilloso.
Pero es menester conocer que fuera de su contenido, aparte de su riqueza interior, el libro puede ser amado por el valor artístico de su presentación o por el sentido ornamental de la tipografía. Juan Montalvo ha descrito, en los Siete Tratados, la voluptuosidad que proporciona a todo buen bibliófilo el libro bien encuadernado, desde el te tapas doradas, lomo cubierto de piel de cabritilla y cantos primorosos, hasta el que tiene ilustraciones y dibujos en las páginas y empieza cada capítulo con caracteres en que las letras se hallan ingeniosamente enlazadas. Ha de recordarse a este propósito el amor con que Alejandro, después de haber paseado en triunfo por el mundo entonces conocido sus armas conquistadoras, se reservó entre los despojos de Darío un nartecio, o cajita de maderas preciosas, donde hizo guardar como un tesoro los poemas de Homero. Enrique Heine, con su acostumbrado amor a las paradojas, solía decir que, si a él le hubiera sido dado encontrar a su vez, entre los despojos del conquistador de Macedonia, el joyel hallado por éste entre los tesoros del famoso rey de los persas, encerraría en él, no su mejor joya, sino su libro de poesía más bello o más amado.
Es cuanto que, el libro disfruta de un privilegio que no se ha concedido a ninguna de las otras creaciones de la inteligencia humana. Todos los monumentos artísticos que el hombre ha creado en sus grandes horas de inspiración, han perecido víctimas de los estragos que el tiempo realiza sobre todas las cosas, aún sobre aquellas que han hecho temblar de admiración o de orgullo a la humanidad entusiasmada. Los cuadros de Leonardo de Vinci o los frescos de Andrea del Sarto, compuestos hace apenas unas cuantas centurias, las cuales pueden contarse como minutos si se les compara con la duración de la Tierra, se han perdido o están sufriendo desde hace años los efectos de ese inevitable proceso de descomposición.
Otro de los privilegios del libro es el que le otorga su condición de faro de la verdad y de lengua de la historia: con más eficacia que la piedra, con más fidelidad que el bronce, y con más fijeza que las medallas antiguas y los arcos conmemorativos, el libro guarda en sus páginas la memoria de lo pasado y la perpetúa entera en el muro de las edades. Nada sabríamos de las grandezas de Roma sin Tácito, aunque el arco de Tito permanezca en pie con sus inscripciones milenarias; y todo lo que engendró la decadencia y la muerte de aquella civilización, corrompida por las costumbres que trajo como séquito el mundo nacido de las conquistas de Alejandro, pasaría para nosotros inadvertido si Petronio, el arbiter elegantiarum de aquel fin de siglo, no nos hubiera dejado en una serie de estampas el retrato de aquella sociedad regida por césares obscenos y por patricios voluptuosos.
Los mismos prodigios de la Creación no empiezan a interesarnos sino desde el día en que el libro los transforma con su magia portentosa. El Niágara adquirió verdadera significación, como maravilla capaz de conmover hasta el llanto la sensibilidad humana, el día en que Heredia volcó sobre el torrente atronador una catarata de poesía aún más bella que la formada por las aguas con sus ondas hirvientes y con sus relámpagos de espumas. Sin Sófocles ignoraríamos los prodigios del bosque de Colona, escenario de la expiación de Edipo; sin las octavas de Lucano, las sombras cubrirían aún las maravillas del valle de Marsella, y sin la novela de Chateaubriand imperarían aún la soledad y la muerte sobre aquellos desiertos del Nuevo Mundo bañados por las aguas del Misisipi, en donde halló Átala el amor bajo un paraíso de palmeras.
Pero la gloria mayor del libro consiste en haber poblado la tierra de criaturas imaginarias que tienen, sin embargo, vida tan real como la de las propias criaturas de la naturaleza. Don Quijote, no obstante su irrealidad como personaje de una ficción incomparable, nos es tan conocido como Cristóbal Colón o como Marco Aurelio, y sus pensamientos y acciones pertenecen con tanto vigor al mundo que habitamos como los de los seres con quienes nos reunimos en la vida diaria. ¿Quién podría negar, sin destruir la unidad espiritual y hasta la integridad física del mundo, la existencia de aquel viejo hidalgo, de aquel maltrecho caballero que ha hecho reír a incontables generaciones al paso de su cabalgadura? Lo que decimos del sublime loco de La Mancha, mil veces muerto y otras mil veces desenterrado, podríamos también decirlo de Otelo, el moro impetuoso, cuya ira, según Shakespeare, era semejante a la de Dios, que hiere lo que más ama, o de don Juan Tenorio, o de cualquiera de los personajes semilegendarios de Esquilo, escultor de hadas y de titanes. Es, sin duda, que todo hecho es hijo de las ideas, y que en el mundo contemplamos siempre juntas, como en el cuerpo de las sirenas, la historia y la fábula, la realidad y el mito.
Un bello libro, como una bella mujer o como un rico botín, puede desatar una guerra o traer la paz y la felicidad a los hombres. Así como los griegos y los troyanos se batieron durante diez años por la posesión de Helena, mujer comparable por su hermosura a las diosas esculpidas por Fidias en los frisos del Parthenon, así Alfonso V de Aragón, uno de los llamados ‘’hombres universales’’ del Renacimiento, va a la guerra por un libro, y concede la paz a Cosme de Médicis a trueque de un códice de Tito Livio.