Cuento
La maestra
Leonardo Gutiérrez Berdejo
La mujer, tumbada en el piso, miraba aterrorizada a la araña colgada del dintel de la puerta. Su cuerpo advertía las huellas de una golpiza. Se llamaba Luzbela, era maestra. Volteó la cabeza y su nariz olfateó el olor a sangre apelmazada en la oscuridad. El policía que la golpeó regresaría. Escucharía rechinar las botas, crujir las tablas de la puerta agujereadas por el comején. Sucumbiría, cuando él hombre entrara a ultrajarla. Diría: “Uno sesenta, tez blanca, pelo castaño, rostro expresivo, muslos acerados, sexo encendido. Así me gustan”
En el pasado, la puerta era de hierro para asegurar a los opositores. Alguien sugirió cambiarla por una de madera porque los presos, para no morir sancochados, ahuecaron el metal con el orín. Un recluso distinguido regaló la de madera y la pintó con colores vivos e irisados –no como las puertas de las otras cárceles sino con los matices alusivos a la libertad y a la droga–. El comején la invadió. Terminó surcada de nervaduras. Dejaron un travesaño de hierro, un poco de aserrín y de polvillo adherido a los hilos de la telaraña colgada al marco de la puerta por donde el torturador entraría y vigilaba la araña.
—Después de terminar los estudios, regresarás a casa —dijo su padre el día que la envío a estudiar a la capital.
Volvió hecha mujer, decidida a defender la pureza del aire y el resto de agua que la Golden Mine dejó después de acabar con los ríos, bosques, y lagos circundantes. Regresó también para averiguar quién había asesinado a su padre y cómo fue que la mina de su propiedad pasó a manos de la autoridad. Nada averiguó. El juez encargado sentenció: “Otro asesinato por faldas” Mentira, su padre solo había tenido ojos para su madre. Dedicada a la enseñanza, preguntó por las emanaciones. Supo del mercurio de la Golden Mine al limpiar el oro. Le dijo a su padre que defendería la vida. Él la regañó:
—¡Es como amarrarte una soga al cuello! A ella no le importó.
¡Son otros tiempos! Acorralada en una celda. La araña llegaría para inyectarle su ponzoña, el policía para estrujarla, tomarla por la cabellera, lacerar su piel, poseerla con sacudidas salvajes. Recordó su casa, a su madre, a Jacinto, su alumno preferido admirador de Neruda. ¡La casa! Evocó cada lugar, cada objeto, quejándose de las telarañas; el sofá, su alumno declamando poemas de Neruda. Quizá no volvería a verlo. Imaginó un sueño, un escalofrío advirtió la realidad del encierro: Imágenes, colores, sonidos huyeron al galope, cabalgando con alforjas de pesadillas. Formaría a su alumno, pero le mortificaban los chismes por recibirlo en su casa.
—¿Qué dirán los vecinos y los de la escuela al saber del encierro con un alumno?”, preguntaba su madre.
—No será un canto celestial para tus oídos —respondía ella misma. Dirán que eres una puta, violadora de niños, te expulsarán. El alcalde te reemplazará.
Lo tenía encima:
—¡Luzbela, por favor!, mi paciencia tiene un límite. Puedo reemplazarte.
Retenerla en esta celda era obra de él; no cedería. Su lucha era justa. Ella, Luzbela Sancipe, hija de minero y de maestra, combatiría la corrupción, defendería la vida. La pregunta era el comienzo: ¿Qué de la droga y de la neblina? El hombre olfateó el aire, se derrumbó por el asma como cuando cae un rinoceronte sobre un entarimado de madera. La policía, la golpiza, las esposas, este agujero de soledad y la maldita araña.
No era fácil que la Golden y la droga dejaran de confundir a la gente para evitar el delirio. Agarraba una lámpara para palpar el azul de la ceguera. Pero no podían palpar el aire porque no lo veían ni podían tocarlo. Preferían delirar.
Jacinto, ¿dónde están las alucinantes metáforas? La lluvia, los dos, su madre en la alcoba, el tictac del reloj, sus manos tropezaron, y, ella acarició su pubertad hasta sumirlo en una atmósfera. Arrimó su cabeza a su pecho, sus manos sobre su falda, palpó los botones, uno saltó y descubrió los muslos. Disculpas. Ella sonrió con una sonrisa con olor a durazno, él siguió hasta cubrirse como en los poemas de Neruda con las arenas blancas de mágicos hechizos, de juncos y sauces de colores, de espejos y lunas de río brotadas de sus cuerpos entumecidos. Juntos, emprenderían un camino de poesía por la defensa de la vida. Lo invitó a su casa para explicarle lo que él no entendía. Fue increíble. Él la esperaba por las tardes a la salida del colegio. Ella refería cómo embriagarse con el amor del aire y del agua; él declamaba poesías, la gente murmuraba. Amparito, la madre de él, lo reprendió:
—Es vieja para ti —gritó un día.
Luzbela temía las iras del mandatario, podían acabar con los cantos nerudianos. Nunca pensó que Jacinto pudiera gustarle. Era menor pero era joven. Ella, con veinticinco, y aún virgen. Un día, la madre de ella los encontró besándose, le advirtió sobre meterse con un menor. La gente murmuraría.
—Sé bien como terminan esas relaciones —dijo su madre.
Su madre había envejecido.
La Phoneutria nigriventer vigilaba a sus mortíferos hijos. La maestra advirtió la mirada asesina; sentía la ponzoña de la nigriventer. Era más peligrosa cuidando a sus terroríficos retoños. Miró el pelambre, su mirada chocó con la del insecto. El animal paró en seco; avanzó en dirección a ella, llegaría, pronto estaría sobre su piel apretujada de sangre. Sintió el taconeo amenazante del policía. En segundos, apartaría las tablas y escurriría su cuerpo. Luego, la sacudiría con sus manos de pólvora, la levantaría, la tiraría sobre la camilla; desgarraría su traje; abriría sus piernas, la arrastraría hacía él. La penetraría, escucharía decirle que lo mirara; seguiría, con insolencia lastimaría su orgullo e insultaría su decencia. Mancillaría su honor, caería en un abismo, la hundiría en una oscuridad. El fin.
Deseó escapar, un rayo de esperanza cruzó por su mente. Escuchó a su padre gritarle con voz de ultratumba:
—¡No te detengas Luzbela! La vida es bella.
Pensó que la araña asesina sería su salvadora. Preferiría las picaduras a las manos inmorales. Ella, Luzbela Sancipe, maestra defensora del aire y del agua, deseaba vivir. Portadora de luz, también de tinieblas y martirios, lo decía su nombre, también los entendidos en cosas del Diablo. La mortal bananera, se detuvo súbitamente como si recibiera una orden del más allá. Un rayo de luz salido de las profundidades satánicas pegó contra la red y un ejército de asesinas desfiló detrás de la madre. Buscaban una presa. Luzbela presentía que llegarían a su cuerpo. Moriría, rogó al cielo, llegó el Diablo. Lo vio ultrajante al mover las tablas; atisbó su descomunal cabeza. Evocó a Dios al mirar a la horrenda seguida de su mortífera cohorte, vio a Satanás en el uniformado. Poseída, todos los horrores salieron en desbandada; el maligno la acariciaba para arrojarla al infierno de la lujuria. No moriría torturada, ni violentada. Se aferró a la camilla, cerró las piernas, apretujó los muslos y su vagina. Escuchó al Diablo:
—¡Acércate, Luzbela!
Una sed la invadió al ver al policía. Quizá, era el demonio; lanzó una mirada a la araña y, de repente, de su boca emergió un rayo de luz que chocó contra el insecto. Brillaba como estrella viva, lo vio, convertido en monstruo, lanzarse sobre la nuca del policía. A la madre siguieron las recién nacidas y millones de mortíferas salidas de cavernas infernales; se lanzaban sobre el cuerpo del policía que, desesperado, trataba de ahuyentarlas. No pudo, quedó atenazado, lanzando gritos de socorro. Luzbela, impávida presenciaba la escena. Una luz infernal la iluminaba. El moribundo, en la red acerada y con los ojos a reventar, imploraba:
—¡Luzbela! ¡Luzbe…!, por favor, pero la mujer irradiaba de encanto, festejaba con una triunfal carcajada. La araña en la red parecía celebrar también.