la Voz
Capítulo inédito de la novela El último Sabbat (En preparación)
Leonardo Gutiérrez
La voz respiraba. El ministro la sintió animarse a voluntad y la dejo desparramarse. Alegrona paseó por entre las salas, alcobas y recovecos del edificio ministerial. La vio agigantarse con el eco de la mansión y llegar a la servidumbre. Regresó dormilona con la intención de abrigarse con las cobijas y extasiarse con el aroma de Constanza Juliana. Ella la sacudió. Afligida, fue a dormir entre los almohadones de pluma. Fue un sueño angelical.
Al otro día, despertó. Se veía distinta, llena de arrojos pero era ella, grave y autoritaria. Mantenía la entonación y el acento en los órganos de conducción del aire, y, al pasar del interior al exterior del mandatario la expulsó con la intención de darle la intensidad y el timbre deseado. De contratenor pasaba a tenor y de barítono a bajo, de bajo a grave, y, así en sucesión para alternar en los oratorios, exhortar en los campus universitarios, humillarse frente a los bancos, y agigantarse en los fortines militares.
La voz caminaba, jugaba y corría. También perseguía a los vagabundos, no a los ladrones. Entró a los bares para entretenerse con el trasero y las tetas de las prostitutas. Se extendió por las calles, parques y avenidas y se engalanaba con el color y las imágenes de las chequeras de bancos, prontas y clamorosas a su paso. Tímida, pinchó los oídos de las nerviosas amas de casa, y cayó como catapulta sobre los estudiantes alborotosos. Abatida, se mezcló con la algarabía en busca de animarse pero nadie la escuchó. Siguió su marcha para endemoniar los oídos de los opositores al mandatario y a las fuerzas militares.
La voz andaba. Penetraba en desfiladeros y cañones sin importar el peligro. Era incansable, no se detenía para tomar aliento ni para refrescarse. Salió de la capital y fue a los campos. Persiguió insurrectos y fustigó campesinos sin tierra acusados de apropiarse a la brava de las tierras de quienes las habían heredado, decían, de los conquistadores; contó reses en las praderas; vio talar árboles para la siembra de semillas de marihuana y amapola, deleitó los caballos de carrera, y atravesó las corrientes raudas de las montañas. Llegó cansada a los límites de la Bruja Lucinda Candelaria y espero para encontrar el modo de penetrar. Se acobardó y enmudeció para regresar extenuada al palacio ministerial.
Ardorosa llegó a los tímpanos de la coronel Benicia Peralberios. La militar la esperaba ansiosa. Penetró en su cuerpo. Orgullosa, alzó la vista y pensó en la distinción a recibir. Sintió elevarse y percibió la voz con tono angelical. Puso gesto de mansedumbre. Un débil pizzicato sintió en sus caderas para sentir lo de aquella ocasión cuando su antepasada Trinidad Forero torturaba, hasta reventarle la cara, la boca y los ojos a la sirvienta Custodia Tangarife por espantarle al hombre con pretensión de casarla y quien se atrevió a resaltar la belleza de la sirvienta, no la de ella, siendo la patrona.
Escena 79. El síndrome de las memorias enrevesadas.
La voz la miro indiferente, sintió un aire de tristeza. Ella se mostró serena y se tumbó sobre la cama de colchón anacarado con la voz atenazada a su cuerpo; evitó dormirse, palpó sus pezones enjutos, y posó su mano izquierda entre sus piernas; la voz se deslizó entre sus muslos: “Audaces y atrevidos”, dijo; sonrió gozosa, jugó con la voz pero no miró a su marido. Apartó las palabras, entretenidas con su clítoris punzante. “Calientito y ansioso”, murmuró, y soltó el brío desesperado de las fieras de Venus. Las seis palabras se enjuagaron con el néctar destilado, saborearon su aroma y se deleitaron.
Se durmió; y en riguroso orden, soñó con las palabras de la voz, con las luces de su vestido de charreteras doradas, con las botas de cuero de caimán overo, y se vio envuelta en un alucinante reflejo anaranjado apurando su comida predilecta de cerdo silvestre mezclado con champiñones rayados y bebiendo su tisana de trompeta de ángel. Y sonrió extasiada en su onirismo dorado.
Se despertó con la voz canturreando una canción chocha. Deseaba regresar al selecto grupo de los militares curados del síndrome de las memorias enrevesadas causado por el Covid Pestis. Mostraría, como lo hacía cuando explayaba a su marido el rosáceo vértice de olor avinagrado, el buen juicio de sus razonamientos del mismo modo como lo escribió el especialista en cerebros del hospital castrense en donde permaneció internada por cincuenta y cinco días. La voz del gobernante del vientre abultado y trasero acolchonado la colmaría de dones.
Militar y nigromante enfrentarían una guerra sin cortes ni palancas. Cumplir con la misión para combatir desconciertos y envilecer entuertos, de cara al peligro en el poblado burjeril, era el palpite de la uniformada luego de superar el ataque del maligno Covid. La voz la reanimó. Sintió los soplos de la rehabilitación y la avivó. Dejó atrás la memoria de Custodia Tangarife, la de su tatarabuela Trinidad Forero de quien heredó los lances de castigo y tortura.
La voz alejó los tiempos de mortificación, espantó sueños;
acalló bullicios, repelió inconformes;
rechazó medrosos entuertos,
acercó seres infernales y oprobios maléficos;
no daba ni pedía explicaciones.
Y como en otras ocasiones, la sintió de nuevo penetrar en ella.
La voz vivía.