Los sauces.
The Willows; Algernon Blackwood (1869-1951)
Tras dejar Viena, y mucho antes de Budapest, el Danubio entra en una región de soledad y desolación. Sus aguas se dispersan, se torna un pantano de millas y millas, cubierto por un vasto mar de bajos arbustos de sauce. En los grandes mapas, esta zona esta pintada de un azul pálido, que se torna cada vez más desvaído a medida que abandona los bancos; y sobre todo esto puede verse la palabra sumpfe: marjales.
En época de inundaciones, estos bancos de guijarros e islas tupidas de sauces quedan casi enteramente sumergidos bajo el agua; pero en temporadas normales los arbustos se doblan y crujen al impulso de los vientos, mostrando sus hojas plateadas en una planicie de belleza desconcertante, eternamente agitada. Los sauces nunca alcanzan la dignidad de árboles, no tienen troncos rígidos, permanecen como humildes arbustos, con copas redondeadas y suaves siluetas, oscilando sobre delgados troncos que responden a la mínima presión del viento, flexibles como la hierba, y tan cambiantes que dan la impresión de que la planicie entera está animada y viviente. Porque el viento levanta olas que se alzan y se derraman, olas de hojas en lugar de olas de agua, verdes elevaciones como en el mar, hasta que las ramas se yerguen y se tuercen, y entonces las olas se tornan de un blancas, mostrando el reverso de las hojas bajo la luz del sol.
Alegre por deslizarse de las rígidas riberas, el Danubio vagabundea a su voluntad entre intrincadas redes de canales que se intersectan entre las islas, con amplias avenidas por las que el agua fluye con un sonido de aclamación, haciendo remolinos, vórtices de agua y espumantes rápidos; desgarrando los bancos de arena; arrastrando pedazos de la ribera y masas de sauces; y formando nuevas islas que cambian diariamente de tamaño y forma y que poseen, en el mejor de los casos, una vida precaria.
Esta fascinante porción de la vida del río comienza al abandonar Pressburg; y nosotros, en nuestra canoa canadiense con tienda gitana y utensilios de cocina a bordo, la alcanzamos en la cresta de una incipiente inundación de mediados de julio. Esa misma mañana, cuando la luz del sol se tornaba rojiza antes del amanecer, nos habíamos deslizado a través de Viena, aún durmiente, dejándola atrás un par de horas después como un mero parche de humo contra las colinas azules en el horizonte de Wienerwald; habíamos desayunado cerca de Fischeramend bajo un soto de abedules que rugían en el viento; y entonces habíamos bregado a través de la desgarradora corriente más allá de Orth, Hainburg, Petronell (la antigua Carnuntum romana de Marco Aurelio), y proseguido bajo las ceñudas alturas del Thelsen en una estribación de los Cárpatos donde el March se escabulle silenciosamente por la izquierda y se cruza la frontera entre Austria y Hungría.
El río nos hizo penetrar un buen tramo dentro de Hungría; y las aguas lodosas, signo seguro de inundación, nos hicieron encallar varias veces y atraparon nuestra canoa como si fuera un corcho en múltiples remolinos que aparecían eructando súbitamente, antes de que las torres de Pressburg (Poszony, en húngaro) fueran visibles en el cielo. Entonces, la canoa, saltando como un caballo fogoso, voló bajo las murallas grises, pasó confiadamente por la cadena hundida del ferry Fliegende Bruck, dio un agudo giro hacia la izquierda y se precipitó entre la espuma amarilla, hacia la soledad de islas, bancos de arena y tierras pantanosas que yacía adelante: la tierra de los sauces.
El cambio vino súbitamente. Penetramos vertiginosamente a la tierra de la desolación, y en menos de media hora ya no había botes ni cobertizos de pesca ni tejados rojos, ni señal alguna de civilización. La sensación de alejamiento del mundo humano, el completo aislamiento, la fascinación por ese singular mundo de sauces, vientos y corrientes arrojaron instantáneamente su hechizo sobre ambos. Y comentamos, entre risas, que forzosamente tendríamos que haber presentado alguna especie de pasaporte especial para ser admitidos, y que, de manera un tanto aventurada, habíamos penetrado sin pedir permiso en ese pequeño reino de maravilla y de magia; un reino que estaba reservado para el uso de otros, que a él tenían derecho, lleno de tácitas advertencias contra los intrusos, asequibles para aquellos que tuvieran la imaginación de descubrirlas.
Aunque la tarde se demoraba, los golpes incesantes del viento nos hicieron sentir agotados, y pronto buscamos un buen sitio para acampar durante la noche. Pero el carácter desconcertante de las islas hizo difícil el desembarco; la corriente nos arrastraba hacia la orilla y luego nos barría de nuevo, las ramas de los sauces desgarraban nuestras manos al intentar aferrarnos a ellas para detener la canoa, y arrojamos a la corriente más de una yarda de arena hasta que, al final, fuimos disparados por un potente golpe lateral del viento hacia un remanso del río y logramos encallar la proa en medio de una nube de espuma. Yacimos jadeando y riendo, después de nuestros afanes, sobre la arena templada y amarilla, protegida del viento, bajo el pesado ardor de un sofocante sol; un cielo azul sin nubes sobre nosotros, y una inmensa armada de danzantes y rugientes arbustos de sauce cercándonos por todos lados, brillantes de espuma y aleteando sus millares de pequeñas manos, como si aplaudieran nuestros esfuerzos.
—¡Vaya un río! —dijo mi compañero, pensando en todo el camino que habíamos recorrido desde su fuente en la Selva Negra, y en cómo él había estado obligado a bajar y empujar la canoa a través de los vados a principios de junio.
Yo me recosté a su lado, feliz y tranquilo ante la efusión de los elementos: agua, viento, arena, y la gran llama del sol, pensando en el largo viaje que aguardaba ante nosotros, y en el gran estrecho allá adelante antes de llegar al Mar Negro, y en cuán afortunado era de tener un amigo tan encantador y entrañable viajando a mi lado: el Sueco.
Habíamos realizado muchos viajes similares juntos; pero el Danubio, más que cualquier otro río, nos impresionó desde el inicio con su vivacidad. Desde su pequeña y burbujeante entrada al mundo entre los pinares de Donaueschingen, hasta el momento presente, en que comenzaba a jugar el gran juego fluvial que era ése irse perdiendo a sí mismo entre pantanos abandonados, sin ser visto, sin detenerse, había sido para nosotros como seguir el crecimiento de una criatura viva. Adormilado al principio, pero desarrollando más tarde violentos deseos al tiempo que cobraba consciencia de su alma profunda, el río rodaba; como una especie de gigantesca y fluida entidad, a través de todos los campos que habíamos cruzado, sosteniendo nuestra pequeña embarcación sobre sus poderosos hombros, jugando rudamente con ella algunas veces, y sin embargo siempre amigable y bien intencionado; hasta que al final habíamos llegado inevitablemente a considerarlo como un Gran Personaje.