Maléficus Sabbat

Ficción realista.

Por los senderos del realismo fantástico

Maléficus Sabbat

PRIMERA PARTE. La misión. 

Capítulo 1. ¡Acaben con la hechicera Lucinda! (Fragmento)

Hay misiones que se convierten en algo catastrófico, y desde lo que escasamente conocemos de ellas, revelan señales que transforman en tragedia, ¡vaya uno a saber por qué!, lo que al principio es apacible y virtuoso. L.G. B.

Ahora, lo único que deseo es sumergirme en cualquier cosa y escapar de esta pesadilla.  Cualquier solución por trágica e indignante que sea es preferible a este indescifrable estado en que me encuentro. En este instante, soy un despojo humano, un retazo de cualquier cosa. Admito que fue algo funesto la osadía de averiguar sobre lo que a continuación narraré. No era tarea sencilla escudriñar lo ocurrido con la misión de acabar con la hechicera Lucinda Candelaria y los vándalos que la seguían como lo ordenó el arrogante ministro Diósteles Runque a la coronel Benicia Santoro. Esta pretensión ha sido lo peor que me ha pasado.

Olvidar lo averiguado y callar los contratiempos padecidos por narrar sobre algo incierto y desconocido sería lo mejor pero me expondría, quizás, a un siniestro horrendo con solo intentarlo. Silenciar la amenaza por relatar lo encontrado, sería grave pero exponer algo para lo cual la ciencia ni la religión tienen explicación se requiere valor y fe. Carezco de lo uno y de lo otro y mi escasa imaginación y mi frágil coraje no dan para tanto. De tenerlos, serían más los interrogantes que las respuestas encontradas como lo verán, y un temor alejado de toda humana comprensión me asalta al desconocer lo qué podrá ocurrirme en el momento de terminar mi relato. Intuyo que de este presente de mi espíritu nada quedará y de mi cerebro será mejor no hablar.  

Pretender ahondar en lo que no debía, ya lo dije, fue un absurdo para mí pero terminó peor para la coronel que recibió la orden emitida por el funcionario. A mí, solo reveses y conflictos emocionales me causaron, pero a ella, conocerán de cerca lo desastroso y funesto en lo que terminó por arriesgarse con la misión y en lo que no creía. Este es el fondo de la historia. Lo advertirán desde el momento mismo en que sepan cómo fue que al arrogante ministro Diósteles se le dio por acusar a una hechicera de ser la responsable de la terrible Covid Pestis y de los tañidos de medianoche.

Quedan cosas pendientes por esclarecer, pero dejo a otros con más inspiración, talento y coraje desentrañar lo que yo no pude. Descubrir, por ejemplo, cómo hizo Constanza Juliana para burlar a su marido Diósteles en sus propias narices y saber en dónde Diósteles pudo ocultar al mandatario que lo nombró -cuyo nombre omito por seguridad-, resultó ser para mí un revés imperdonable, un fracaso desgraciado, a menos que…, hayan sido casos irracionales e inexplicables que señalen alguna obscura cosa por esclarecer. Y aunque esto bien puede ser, me siento tranquilo al relatar lo poco averiguado y lo mucho de mi fiasco. 

A estas alturas, qué más me da confesar lo inescrutable que mi esfuerzo enfrentó. Una fuerza velada, algo sin justificación y sin sentido, me arrastró a lo desconocido. Días enteros de lectura, eternas noches de vigilia, e inusitados contratiempos enfrentados solo para esclarecer una ínfima parte de lo sucedido que amenazó con devastar a todo ser existente parecería aventurado. Sabía que me enfrentaba a algo inexplicable e incierto, pero no pude evitarlo. Dejo en claro que antes de comenzar a escribir sobre esto vivía sin que nada me perturbara y, aunque en ocasiones enfrentaba casuales tempestades, dormía con la placidez de un prado encantado, con la luna de los sueños a mí lado, con la mansa paz de quien nada teme, con la magia de la noche abrigando mis sueños.

Dada mi afición por investigar casos raros u olvidados, pensé que una vez accediera a la información, todo se daría en un santiamén. Confié en el poderoso encanto del olvido y en el de que nada pasaría si escarbaba el pasado. Me equivoqué. El acceso a los archivos que contenían la información sobre el ministro, la coronel y la hechicera en relatorías y actas, periódicos y revistas, documentos y reseñas, y en otros medios, terminó en un espinoso episodio. Lo grave fue que, una vez adentro, no pude contenerme, me sentía inmerso en la pesquisa como jugador en las de órdago. Me convertí en el manso esclavo de rebeldes fuerzas repudiables.

Los contratiempos comenzaron con el incendio del Palacio de Justicia. Fue un siniestro horripilante, diferente a cualquier otro infierno: Destruyó todos los archivos allí guardados y con los que había iniciado mi tarea. Las llamas, en lugar de elevarse en dirección al techo buscando salir de la edificación, se arrastraban sobre el piso marmoleado como serpiente enloquecida, igual a una corriente tumultuosa de un rio, sondeando el sótano en donde se resguardaban ficheros, legajos y carpetas. Tronaba y se estremecía como un río agresivo de lava de llamas vivas que gruñía como una bestia y revivía alentada con cuanto objeto tropezara. Fue horrendo y hube de reiniciar mi tarea para enfrentar, esta vez, nuevos e insólitos reveses a medida que escribía estas notas.

Fueron muchas las veces en los que el texto elaborado en el computador se modificaba sin intervención de mi parte y sin explicación alguna. Veía atónito desaparecer letras, frases y párrafos enteros. En su lugar, aparecían textos que yo jamás había escrito ni se me habían ocurrido. A veces, en la pantalla se revelaban extrañas manchas, signos o imágenes aterradoras imposibles de interpretar. Cierto día, un ventarrón, aparecido de la nada, entró en el estudio y desató un torbellino hasta convertirlo en un revoltijo, en un “sanalejo” apretujado. Desde entonces, era común que los textos escaparan de donde estaban para salir en búsqueda de una ventana, una puerta o de cualquier rendija para fugarse desbandados y sin que yo pudiera detenerlos. Semejaban formas vivientes. Yo parecía un demente corriendo tras ellas. Hasta creí que había perdido la cordura persiguiendo por el recinto palabras, oraciones, enunciados, y hasta páginas enteras y signos de puntuación.

Un día el aparato dejó de funcionar, así no más. A pesar de que todo estaba bien, como lo dijo el técnico, se resistía a mis órdenes. “Todo está normal, es algo extraño. Jamás había visto algo parecido.”, dijo el experto angustiado. Cuando escuchó proferir una maldición salida de las entrañas de la máquina, se largó de inmediato y no quiso volver a pesar de mis ruegos. Tres días después, el equipo comenzó a operar por sí solo, sin que lo hubiese operado. Reía como hiena enloquecida y en la pantalla aparecieron una sarta de mensajes amenazantes. Destacó una orden de suspender mi relato. Atemorizado, me apresuré a eliminarla pero, por más que la borraba, aparecía de nuevo sin que al final fuese posible sacarla de la bandeja de correo. Ahí permanece como prueba cierta de su existencia.

El aparato ya no era un dispositivo que recibía órdenes sino un ente que operaba a su antojo, sin que yo pudiera cambiar su caprichosa autonomía. Parecía tener vida: Mujer u hombre, niña o niño, daba lo mismo. A veces, caprichosa, infantil, seductora, sumisa o negada a todo. Otras veces, gruñón, irreverente, soez, y hasta hirsuto e intratable, aunque más mañoso y áspero. Cada parte de la máquina, monitor, teclado, cámara, ratón, operaba a su antojo y sin conexión con los otros y menos conmigo. Cuando le provocaba soltaba un olor pestilente o un quejido lastimero. En la pantalla se reflejaban imágenes escabrosas mientras que los parlantes soltaban quejidos y expresiones impronunciables y tétricas.

En cierta ocasión, la impresora imprimió por sí misma un texto detestable y estuve a punto de abandonar mi propósito. Al rato, una voz odiosa me ordenó con voz maquinal que abandonara lo que hacía y me dedicara mejor a moler trapiches. “¿Moler trapiches? …, no entiendo”, le respondí molesto. Soltó una carcajada diabólica. “¿Desde cuándo las máquinas daban órdenes?”, me pregunté. Me sentía devastado, nervioso, y por mi estado, el relato parecía condenado al fracaso. Mi lugar de trabajo se había convertido en un sitio demencial, una cámara de tortura que mi débil cerebro no resistía. 

Un crucifijo y una rara plegaria que encontré entre las páginas de un antiguo libro sobre ocultismo ayudaron a sobreponerme y salvaron el interés puesto en la investigación. Me abstengo de darla a conocer por temor a que se vuelva contra quien la lea. Me vi precisado a modificar el horario y la forma de escribir, y fui obligado a emplear cada día y contra mi voluntad artilugios religiosos y cabalísticos de toda naturaleza para burlar los espíritus ruinosos que se interponían en mi trabajo. Fue un desastre porque aparecieron nuevas formas desconocidas de amenazas. Presentía que lo peor estaba por venir.

Por fuera de mi estudio, las cosas no eran mejores. Visitar los lugares en donde reposaban los archivos con la información de los hechos del suceso se convirtieron también en una pesadilla. Cada vez que me acercaba a las fuentes de información, algo extraordinario o engorroso se interponía que me hacía sentir derrotado (***). Cada mañana, después de la obligada revisión de la escritura del día anterior, como solía hacerlo para constatar si cada palabra, cada frase, cada página, cada signo de puntuación estaba en su lugar, salía a enfrentar la odisea de llegar a las oficinas y despachos en donde debía soportar toda clase de vituperios y escarnios, aunque más los portazos en mi cara y burlas de los vigilantes y empleadillos.

Dádivas y soborno a funcionarios y oficinistas de todo pelaje para acceder a los documentos que reseñaban lo ocurrido, se convirtió en práctica obligada. A la larga, fue el milagroso salvavidas de mi vocación. En muchas ocasiones perdía mi dinero y mi tiempo porque quienes se comprometían a permitirme el acceso a los archivos o a cualquier información desaparecían, sin dejar rastro. La más de las veces, cada oficina o archivo que pretendía visitar tenía la prohibición tajante de impedir mi entrada. En ese instante descollaba la coima de la corruptela. Quienes las recibían vivían holgados pero yo terminé habituado a esta maña bochornosa de pagar para avanzar. ¡Trasnochos, revisión y sobornos!, a ese paso, perdí toda noción del honor y de lo que llegaría a costar mi entusiasmo. En cada gestión, veía una mano maligna, un poder malévolo, un sino siniestro que impedía mi trabajo.

Gracias a tretas insospechadas y a maniobras carentes de moral y buenos modales y que no menciono para no escandalizar, pude terminar esta obra. Con todo, como ya lo dije y como se verá, tuve que enfrentar raras acrimonias como la de no encontrar el rastro que había de llevarme al escondite o a saber lo que había pasado con el mandatario (cuyo nombre omito por respeto a sus descendientes) que nombró a Diósteles en el cargo. Este quehacer, lo repito, igual que otros, se convirtieron en un imposible, a pesar del esfuerzo realizado.

Terminé mi obra, es cierto, y creo haber dejado cada documento, archivo o papel husmeado en su lugar para ocultar cualquier rastro y escapar de cualquier sospecha. Con excepción de cientos de añicos de lápices, bolígrafos secos, y recortes de papel y de cartulina, todo lo demás lo dejé en su sitio. Pero confieso que he desentrañado apenas una ínfima parte de esta historia señalada por muchos como un caso “extraño y enigmático”. Queda mucho por resolver, lo advierto. Mas, por falta de valor que de fuerzas, he llegado hasta donde los lectores podrán constatarlo. Espero que sean pocos los casos, pero es posible encontrar en el texto expresiones entrecortadas o con signos extraños e inexplicables. No pude evitarlos.

Solo espero la piadosa comprensión de los lectores en caso de hallar términos inconcebibles, verbos o señales incoherentes o absurdos dislates. Me disculpo por ello, pero para mí fue un imposible eliminarlos o corregirlos. Aparecían, sin ton ni son, como una crasa burla o como una amenaza diabólica a lo que hacía, y así quedaron plasmados. Mi fe no sirvió. Al final, confieso, nada he podido hacer para remediar o subsanar aquello en lo que manos anormales y chocantes han intervenido. Solo deseo que la maldición proferida en algún momento no sea cierta y menos que se transmita a quien lea esto.

Estoy seguro que apreciarán el esfuerzo realizado. Pero me siento abatido y con un descuadre mental que, según el neurólogo que me atiende, es difícil de curar. He llegado hasta donde lo podrán constatar, pero me he abstenido de continuar. Espero que alguien con más decisión y arrojo pueda proseguir lo que yo con mucho esfuerzo inicié.

Enfrentar un enigma como lo hice yo deja secuelas insospechadas y el miedo es la menor de ellas.

El Mediterráneo: entre la tragedia y el placer

El Mediterráneo: entre la tragedia y el placer

Una cosa es saber que el Mediterráneo es un concepto geográfico y cultural y una extensión del Océano Atlántico. Otra, muy distinta, es pensar en que este mar, único por su forma y escenario de tantas cosas, que van desde la mitología hasta lo económico y lo geopolítico, continúe siendo hoy objeto de sueños y de realidades trágicas que parecen arrancadas de un maremágnum dramático y de sueños a la vez.

Mitos, sueños, dramas y realidades geopolíticas se conjugan al unísono en este mar como un llamado etéreo y subliminal o, tal vez, como una sentencia trágica que golpea el pensamiento de quienes se encuentran en el centro de este conjunto. ¿Quién no ha soñado viajar en un crucero lujoso recorriendo las aguas milenarias de un mar que, en su momento, transformaron el mundo? O, ¿quién por el contrario, no se ha sentido conmovido por el drama de miles y miles de inmigrantes que buscan en el lado occidental algún sosiego a su desperrada situación? Para cualquier persona, dadas las circunstancias conocidas que a diario se viven, no resulta difícil imaginarse los escenarios contradictorios de esta realidad.

El Mediterráneo, no es sólo el segundo mar interior más grande del mundo, después del Caribe, sino que es único por su configuración geográfica que acoge cuatro grandes penínsulas: Ibérica, Itálica, Balcánica, en Europa y la de Anatolia en Asia, y, a su vez, acoge otros mares interiores, tales como: el Baleárico, Tirreno, Adriático, Jónico, Egeo, y Negro. De este modo, el Mediterráneo comunica el Atlántico con Asia, a través del mar Negro y el Mar Rojo, a través del Canal de Suez. Europa, Asia y norte de África, unidos a través de un mar legendario y excepcional.
Alberga múltiples islas y archipiélagos, algunos mayores, como los de gran tamaño: Baleares, Córcega, Cerdeña, Sicilia, Creta y Chipre hasta menores: Alborán, Chafarinas, Columbretes, Elba, Malta, Pantellería, Dalmacia, Jónicas, Itaca, Cícladas, Lesbos, Rodas, Dodecanesco, Cada una de ellas con sus propias historias y leyendas. El Mediterráneo y su cuenca es la región del olivo y de los cereales y fue el escenario de los primeros descubrimientos geográficos, simultáneos al origen de la navegación marítima.

El Mediterráneo también es historia, una historia que articula al antiguo Egipto, Israel y Fenicia y a Grecia y Roma, civilizaciones éstas que llegaron a convertir al Mediterráneo en el Mare Nostrum. La irrupción del Islam significó, en cierto modo, la ruptura de la unidad, pero, lo admirable de esta irrupción, fue que la actividad del intercambio comercial se mantuvo viva y dinámica entre las diferentes ciudades,

Ya en la edad media, los matemáticos árabes lograron aportar la verdadera magnitud del Mediterráneo (2.5 millones de kilómetros cuadrados) y en épocas posteriores la extensión de la civilización occidental hacia América y a todo el mundo con la Revolución Industrial y el colonialismo, dieron como resultado el cambio de eje de ésta del Mediterráneo al Atlántico, más evidente y visible a partir de la crisis del Siglo XVII.

La obra de Fernand Braudel (Fr.1902-1985) representó un avance significativo en el conocimiento del Mediterráneo al explicar diferentes hechos políticos, culturales y económicos de la Europa del Siglo XVI y caracterizó las sociedades mediterráneas en una perspectiva global formada a lo largo de los siglos con aspectos sociales que se extendieron a muchas generaciones y les definieron características específicas. Braudel designó el Mediterráneo como una llanura líquida y la comparó con el desierto del Sahara, al que caracterizó como un entorno vivo.

Miles y miles de años de geografía, de historia y de cultura, llevan a uno a pensar si, realmente, unos cuantos días de placentero crucero, como los que suelen realizarse a diario, alcanzan para asimilar todo lo que encierra este legendario y único mar que un día vio navegar sobre sus aguas la expedición que daría como resultado el descubrimiento de América, hecho éste que dio lugar, paradójicamente, a la pérdida o desplazamiento de su importancia hacia otro lugar del Atlántico.

Mientras se asimila esto, invito a pensar en los miles y miles de personas, provenientes de diferentes lugares del norte de África, especialmente de Irak y Siria, que se han atrevido a cruzarlo en las condiciones más inseguras para buscar un mundo mejor, al otro lado, en Europa. Muchos de estos inmigrantes, por las condiciones del viaje, han encontrado en este mar su tumba y quienes han logrado alcanzar la otra orilla, en países tales como España, Italia, Alemania y Grecia, han visto también pisoteada su dignidad por la intolerancia de algunos que dan muestra de desconocer lo que este mar significó y aportó para el auge y el poderío del que gozaría Europa en épocas pasadas -y aún hoy- cuando la luz, las matemáticas y los dioses aún no había llegado a Occidente y las fuentes de las riquezas, del conocimiento y de la cultura se encontraban allende al Mediterráneo: en Oriente.

Por lo pronto, mientras la leyenda y la tragedia, al lado del placer y el drama, se juntan en una extraña simbiosis en las aguas de este maravilloso mar, el descanso placentero y de ensoñación de miles y miles de turistas de la Europa nórdica y de muchos otros lugares del mundo, en sus acogedoras y cálidas playas, continua avivando la economía de los paises mediterráneos, de espaldas a una realidad que debería sacudir la sensibilidad de una dirigencia política, económica y religiosa que presume de democrática y de respetar los derechos humanos. .

Reglas básicas para comentar un libro sin tener que comprarlo ni leerlo

Reglas básicas para comentar un libro sin tener que comprarlo ni leerlo

El poder de la lectura es indiscutible: acerca, aleja, afianza, agobia, alegra, brinda, beneficia, blinda, capacita, debela, depura, desasosiega, distrae y dignifica. También emociona, ennoblece, enseña, educa, edifica, fabula, favorece, forja, facilita, habilita. Gracias a ella, husmeamos, dejamos de ser huraños, superamos la hosquedad; sabemos que inspira, instruye, nos hace joviales, es motivo de júbilo, en fin, contribuye a elevar todos los sentimientos afectos a la naturaleza humana.

Exceptuando el sentimiento amoroso o una buena comida, nada supera una lectura. Lo sabemos: La lectura agudiza el pensamiento y abre ventanas a la imaginación, brinda beneficios a la creatividad …, cierra todos los caminos que conducen al ocio, difunde y depura el buen lenguaje, entretiene, y educa a la vez, estimula la percepción y la capacidad de concentración, facilita la comunicación y es garantía de una mejor expresión y de un ameno entendimiento entre las personas y, como si fuera poco, legitima y libera y retarda los achaques propios de la vejez.
Sobre los benéficos resultados del hábito de la lectura se cuentan muchísimas historias. Yo cito apenas las siguientes: se afirma, por ejemplo, que quienes tienen el hábito de lectura, gozan de una mejor vida sexual y se ha llegado hasta afirmar que fue un anciano, buen lector y erotómano, quien escribió el Kamasutra. De otra persona, en la antigüedad, se sabe que a base de leer y releer manuscritos se volvió sabio y llegó a gobernar a su país con tan buen tino que hoy todavía se le recuerda.

De algunas personas se dice que, la sola lectura del libro Cómo hacerse millonario en cuatro años sin tener que trabajar, les abrió el camino a muchos para, efectivamente, convertirse en millonarios en ese tiempo, y lo asombros es que lo lograron antes de los treinta años de edad. Para estos casos, basta con que su padre o un tío tenga un equipo de futbol, una notaría, o un partido político (preferiblemente del centro) o que su padre o su tío haya sido presidente de algo, no importa que lo haya sido de un país. Se recordará que a muchos otros, la lectura de un único libro durante su vida, de manera profunda y permanente, les ha servido para enriquecer su vida espiritual, para estar en contacto con el más allá o incluso, con el más acá, para haber gozado de una vida sexual plena y estimulante hasta bien entrado los años.

Se afirma, sin que exista constatación alguna, que también la lectura ha causado serios perjuicios o desviaciones en algunos casos. Sin embargo, esto es inexacto, pues se ha llegado a comprobar que los casos adversos que se han citado como consecuencia de la lectura, se han debido más a la falta de comprensión. Quiere decir esto, que la adversidad presentada, se ha debido más a una severa ineptitud comprensiva que a la lectura propiamente realizada. Este es el caso de quienes han leído, sin comprender, por ejemplo, El diccionario del diablo, de Ambrose Bierce, cuya comprensión desviada del libro, ha conducido a muchos malestares psicológicos. Esta afirmación es válida también para quienes con un notorio déficit de capacidad comprensiva se han atrevido a las lecturas de El libro de Thot, El libro de Dzyan, El manuscrito de Voynich, y otros más.

Como vemos, pues, anotar palabras en favor de la lectura y de los beneficios que brinda, resultaría innecesario. Sin embargo, en ocasiones y dada la dificultad que se presenta de poder acceder a un libro, por circunstancias que no vienen al caso citar, recomiendo la lectura y puesta en práctica de las siguientes reglas básicas que le instruirán sobre la manera de comentar un libro sin tener que comprarlo ni mucho menos leerlo. No obstante. Previo al conocimiento de estas reglas básicas, le recomiendo dar algunos pasos previos que, sin duda. le ayudarán a obtener un mejor resultado.

Antes que nada, resulta favorable al propósito deseado, que usted dé a conocer el o los lugares en los que le gusta leer. No es necesario que esto sea así. Puede decir que le agrada leer acostado, en la comodidad de un sillón o de una poltrona, en un bus, en el tren, en el avión, en Transmilenio, en un taxi, recostado en la pared esperando a alguien o en el baño, sentado cómodamente en el bacín. Diga que con alguna frecuencia lee a la sombra, debajo de un árbol, en un motel, en la playa, en la cocina, mientras hace el café, en la terraza atisbando ventanas abiertas, en el sótano, en la cafetería, en la sala de espera del consultorio médico, en la funeraria, acompañando al familiar o al amigo que partió, incluso haciendo el amor con su esposa o su amante secreta. No desperdicie la ocasión ni se avergüence de decir que leyó tal o cual libro estando preso, escuchando un discurso presidencial, un noticiero, una retahíla de un político que padece del delirio de persecución o viendo un partido de futbol. Recuerde, no importa que esto sea falso, lo importante es que usted impacte.

De igual manera, comente (es de muy buen recibo entre el círculo de amigos), que usted tiene su estilo particular de señalar las palabras o textos que le resultan importantes o que vale la pena recordar. Diga, por ejemplo, que utiliza un lápiz, un resaltador, un gancho, un señalador, un clip, un palillo o una servilleta; jamás diga que le gusta doblar la página en cuestión, es de muy mal recibo entre los lectores auténticos. Así mismo, siempre que se le facilite, hable de autores y de sus vidas. Esto último se le facilitará si lee con alguna frecuencia Publímetro o ADN que en ocasiones destacan autores famosos o, si se acerca, aunque sea una única vez, a una feria de libros de las que con frecuencia realizan en los parques o en los andenes los vendedores de libros. Ellos, los vendedores callejeros de libros, realmente, si saben de autores y de libros. Nunca se apoye en los noticieros de radio o televisivos, ellos jamás hablan de libros o de autores, a menos que sean los propios presentadores los que lo hayan escrito.

De modo, pues, que seguidas al pie de la letra estas recomendaciones previas, no hay razón alguna para desconfiar de los benéficos resultados que logrará al poner en práctica estas reglas conducentes a comentar un libro sin tener que comprarlo ni leerlo. Se conoce, con sobrada amplitud, y desde que el libro es libro, que hay solo un problema para leerlo, en realidad son dos: el precio y la falta de tiempo. Como es ampliamente conocido, un libro no está al alcance de todos los bolsillos y, para otros, aun estándolo, no disponen del tiempo necesario para dedicarse de lleno a esta actividad.

Hay quienes señalan que, aparte de estos dos impedimentos, existen otros más y citan a renglón seguido la prepotencia o la arrogancia de creer que, con lo que la naturaleza los dotó, es suficiente, que es lo máximo; las ínfulas que suelen darse algunas personas al presumir de saberlo todo y, finalmente, señalamos la filoegomanía, o sea la manía de creer más en el yo que en los demás o sea el super yo, el super-super a quien nadie supera. Estos tres impedimentos, sin embargo, pertenecen a otros campos de estudio y escapan a los propósitos de estas reglas.
Por escapar a la naturaleza y los límites de este texto y dada la dificultad para encarar o superar estos tres últimos impedimentos, las siguientes reglas o recomendaciones -seguidas al pie de la letra – contribuyen a superar las dos primeras falencias, es decir, la del costo y la del tiempo, y brindan, además, un estado de seguridad y confianza en quienes las practican con cierta regularidad.

Cientos de observaciones, bajo las más estrictas reglas de confiabilidad, garantizan el éxito de las mismas y, aunque puede darse situación en las que en algunos casos se fracase o no funciones por completo, esto podría achacarse más al incumplimiento de algunos pasos o a la falta de confianza en sí mismo, que a la falta de efectividad de estas reglas. Estas son:

Regla 1. Vístase con aire de intelectual y diríjase a una librería importante. Con paso seguro, acérquese a la vitrina de la librería. Si se le facilita y tiene el tiempo suficiente, visite varias librerías antes de entrar definitivamente a una de ellas y poder cerciorarse bien del último libro del autor de moda. Esto, en caso de no haber leído Publímetro o ADN o no ha escuchado noticieros.
Regla 2. Párese recto frente a la vitrina de la librería escogida con aire de buen lector (Hay quienes recomiendan llevarse la mano al mentón) y fije la vista en el libro que ha seleccionado. Pregunte a otro u otros observadores, si los hay, sobre el libro o el autor. Asegúrese bien, no se avergüence, ellos andan en lo mismo.
Regla 3. Grábese el nombre del libro y del autor escogido.
Nota: Se recomienda observar con mucho interés el libro en la vitrina de la librería.
Regla 4. Permanezca varios minutos con la atención puesta en el libro. Adopte un porte de persona lectora y conocedora de libros. Dese aires, no se amilane. Haga cualquier tipo de gesto para atraer la atención del librero y asegúrese de que éste lo vea y se dé cuenta del interés que usted tiene por ese libro.
Regla 5. Cumplida la regla 4, entre con paso firme a la librería y pregunte por el libro. Se lo traerán de inmediato ya que el librero sabe que usted vio el libro y ya lo ha visto a usted desde el interior, a través del vidrio de la vitrina. He ahí la importancia de seguir la Regla 4.
Regla 6. Pregúntele al librero por el libro. Ellos saben algo de libros y le podrán decir cuándo llegó, sobre el autor, de la editorial y del precio. Esto es muy importante, pero trate de sacarle un poco más. Le hablará entonces del libro y del porqué de la importancia de la cual goza en este momento. Repita esta acción en otra u otras librerías.
Regla 7. Seguida la regla 6, cerciórese de tener algo de dinero en el bolsillo. Diríjase, con rapidez, a un café-internet, acomódese frente al computador, métase a google, escriba el nombre del libro o del autor. Si la red está funcionando y el computador está en buen estado, de inmediato sale la página en la que figura el autor o el libro. Hay tiendas en la web que le permiten leer hasta diez páginas. Cliquee la sección de comentarios, los hay de todo tipo. Algunos son muy buenos y están muy bien elaborados por personas que ya han leído completamente el libro. Seleccione uno de ellos y apropiase de él. Imprima el comentario.
Regla 8. Si ha seguido al pie de la letra las Reglas 2 y 7, no olvide pagar por los minutos de uso de la internet.
Nota: Por ningún motivo, trate de salir del café-internet sin pagar.
Regla 9. Diríjase a la tertulia a la que regularmente asiste y en el momento oportuno trate de enfocar la atención de los asistentes hacia este autor, luego hacia el libro del que ya sabe algo y repita lo que los libreros le han dicho. Luego, exponga -nunca de primero- el comentario del que se apropió en la red.
Regla 10. Si alguno de los asistentes ya leyó el libro y quiere analizar y discutir a fondo el tema o el contenido total del libro, opóngase o evite, con todo tipo de argumentos, que esto suceda. Diga, por ejemplo, que el autor es muy importante y que merece más espacio o que ya no hay tiempo para eso.
Nota: Es importante que usted mire el reloj antes de iniciar la discusión sobre el libro, no vaya a ser que aprueben la propuesta de analizar todo el contenido y usted va quedar muy mal parado.
Nota aclaratoria: La experiencia conseguida durante muchos años de práctica constante y continua, y, aún más, desde cuando funciona la internet, me ha demostrado, sin temor a equivocarme, que estas reglas, resaltadas en una antigua enciclopedia del saber humano, son infalibles, jamás fallan y ofrecen una agradable sensación de seguridad al demostrar a los demás, sobre todo, si se es docente, timador, expositor o político, el alto grado de conocimiento y de lo actualizado que está en cualquier materia. Le aconsejo, sin embargo, que no se confíe mucho de usted mismo, deje a un lado su filoegomanía y, sobre todo, no se exponga mucho o se dé demasiadas ínfulas frente a personas desconocidas, porte desgarbado, con aire despreocupado y con descuidada vestimenta y desarreglo personal. Desconfíe de ellos y aléjese de inmediato, por lo general, son sabios.